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LOS RECUERDOS NO PUEDEN ESPERAR

Prince, su amiga Nikki masturbándose y otras cosas que los niños no deberían escuchar

16/06/2019 - 

VALÈNCIA. A medida que dejaba de ser un niño, fui desarrollando un radar para captar indicios de asuntos que me parecían interesantísimos y que sin embargo me estaban vedados precisamente por eso, por ser un niño. No es que fuese un monstruo en potencia, simplemente sentía esa atracción inconsciente por cosas  prohibidas que en realidad no eran prohibitivas. Cuando tenía 12 o 13 años, la vida cotidiana estaba llena de prohibiciones –¿para que instaurar una dictadura si no?-  y la curiosidad podía más que cualquier otra cosa. El deseo de descubrir que había al otro lado de aquel tupido telón de miedo e ignorancia, me ofrecía la posibilidad de construirme a mí mismo. Me servían para olvidarme de lo que me enseñaban en el colegio, sobre todo para olvidarme de cómo me lo enseñaban, y poder sentir así que yo pintaba algo. En ese periplo de hallazgos que he seguido recorriendo después, ha ido encontrando las piezas fundamentales para poder ser yo mismo.


Con 13 años vi La naranja mecánica porque mis tíos, Juan y Charo, me llevaron –con el consentimiento de mis padres- al Aula 7 y el portero del cine hizo la vista gorda porque era un chico alto. Tamaño natural la vi en un programa doble del cine Aliatar, un año después, en compañía de unos amigos, porque en los cines de reestreno era mucho más fácil entrar a ver películas para adultos aunque no lo fueras. En aquella época de apertura vi películas que habían sido mutiladas por la censura o que  no fueron estrenadas en su momento. Presencié escenas de sexo heterosexual y homosexual, fetichismo, voyerismo, sadomasoquismo light, de todo. Luego me dio por la música. No bien pude me compré Rock & Roll Animal en su versión restaurada, que a partir de 1977 ya incluyó Heroin porque los censores seguían abriendo la mano. Pensemos en ello: un crío de 14 años escuchando una canción que habla sobre la heroína –había leído trozos de la letra traducida en revistas como Vibraciones y Disco Express-, compuesta por ese gran maestro del realismo sucio que fue Lou Reed. Nunca vi nada morboso ni sucio ni terrible en todo aquello. No quería ser drogadicto, ni sádico ni formar parte de los Drugos. Simplemente, estaba descubriendo la vida y descubriéndome a mí mismo  a través de la cultura. Y aprendí que muchas cosas que se nos niegan no son necesariamente peligrosas para nosotros, mientras que las que sí lo son, están autorizadas, son legales o se hace la vista gorda con ellas.

Hago este pequeño repaso porque se cumplen 35 años de la publicación de Purple Rain, no porque sea uno de mis álbumes favoritos, que también, sino por el efecto que tuvo en la industria del disco. Confieso que a mí Prince de entrada me gustó por una foto que vi. Una imagen poderosa y diferente. Prince tenía pinta de ser un sátiro. Luego, escuchándolo, no estaba claro si le gustaban las mujeres, los hombres o ambas cosas, y eso incrementaba su atractivo. En Purple Rain –cuando salió yo ya había cumplido los 21- había poderosos alegatos eróticos, alguno de ellos claros como el agua. Darling Nikki, por ejemplo. Nada más comenzar la canción, el narrador ya contaba que conoció a una chica llamada Nikki que se masturbaba con una revista en el vestíbulo de un hotel. A mí eso me parecía y me sigue pareciendo la repanocha porque esa imagen sexualmente empoderada no era nada habitual entonces y a la vez era tremendamente erótica.

En Estados Unidos no lo vieron así. Con Reagan reelegido y el ala más conservadora del catolicismo on fire, era cuestión de tiempo que alguien alzara un dedo acusador. Lo hizo Tipper Gore, entonces esposa de Al Gore –el político que años después se erigió en adalid de la lucha por el cambio climático-, cuando escuchó horrorizada aquella letra junto a su hija de 11 años, a la cual le había regalado el disco. Aquel despropósito le hizo ver que la música pop estaba llena de mensajes pecaminosos, y por lo tanto eran una mala influencia para jovencitos y jovencitas, expuestas todas a barbaridades que atentaban contra su inocencia. Se reunió con otras esposas de políticos y crearon el Parental Music Resource Center, que elaboró una lista con 15 canciones con contenidos que a ellas les parecían obscenos. Movieron cielo y tierra para detener aquella ola de ignominia. No pararon hasta que la industria del disco accedió a crear una etiqueta que decía Parental advisory: Explicit content (Advertencia a los padres: contenido explícito). Es decir, pusieron tras la pista a millares de chavales que, al igual que yo y al igual que muchísimos otros, tenían ganas de investigar en lo prohibido porque en la adolescencia, piensas que cuando algo está prohibido es que tiene mucha gracia. Suele ser así.

A los yanquis siempre les han preocupado más las palabrotas y las alusiones al sexo que el hecho de que tengan tantas facilidades para que alguien se cargue a media docena de estudiantes con un arma de fuego. Hay que admitir que en España hasta que se demuestre lo contrario, somos más coherentes y menos propensos al escándalo, ya veremos qué nos depara el futuro. Yo sólo puedo insistir en que el haber tenido acceso a determinados discos, revistas, libros o películas cuando me estaba formando no ha arruinado mi vida, sino todo lo contrario. Gracias a eso estuve familiarizado con asuntos que tarde o temprano la vida real te pone delante de las narices, no me asusté ante ciertas cuestiones, ya fuesen éticas o sexuales. No me estropeé como individuo, Lou Reed no hizo de mí un depravado en potencia, al contrario, me hizo libre para poder elegir lo que quisiera ser o hacer, para aprender a distinguir por mí mismo entre lo que está bien y lo que está mal. No tengo ni la más remota idea de cómo será tener hijos en edad preadolescente en estos tiempos. Tengo la sensación de que el acceso a cualquier tipo de información habrá conseguido que ciertas cuestiones, a la fuerza, sean menos impactantes, incluso puede que resulten aburridas. Sin que nada de esto implique olvidar los códigos éticos que deben proteger a los inocentes y los vulnerables, y teniendo en cuenta que lo que para una persona es bueno no necesariamente tiene que serlo para otra, estoy contento de haber empezado a crecer en una era en la que sentirse libre era más que una necesidad hormonal y la cultura el mejor método para acercarse a ello.

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