Nunca he sido muy mitómana, odio que me pregunten por mi actriz favorita y en su momento me puse un póster de Légolas en el cuarto por pura inercia adolescente (the horror, the horror). Tampoco tengo alma de coleccionista, acumulo trastos, pero por ser un alma caótica, no por afán completista. Lo que sí que me declaro es fan fatal y absoluta de los pequeños rituales domésticos o personales. Me maravillan. Engañar a mi hermano para estamparle el huevo duro de la mona en la frente como llevo haciendo desde hace dos décadas. Tomarme una cerveza con mis padres después de ir a votar. Leer el poema de Roque Dalton Hora de la ceniza con el inicio del otoño solo porque dice "Finaliza septiembre. Es hora de decirte lo difícil que ha sido no morir". Ver el concierto de Año Nuevo con resaca. Llevarme a cada casa en la que vivo una maceta con nuevos esquejes de la planta que va pasando de generación en generación desde mi bisabuela. Supongo que dilapido toda mi credibilidad como columnista si cuento que obligo a que en casa se deje una bandejita con tres chupitos de anís la noche de Reyes para que sus Majestades puedan reponerse de tanto trajín. Y más vale que al día siguiente haya signos de su paso por el salón (32 años tengo). Porque para eso está la familia, para atormentarnos unos a otros con nuestras manías.
En ese sentido, nada nuevo bajo el sol. La antropología ha estudiado en mil millones de trabajos e investigaciones la importancia de los pequeños ritos en la construcción de la identidad colectiva e individual. En la confección de ese relato que nos contamos sobre quiénes somos y cómo hemos llegado hasta el aquí y el ahora. Y si hay un aspecto que por estos lares mediterráneos exuda valor ritual por los cuatro costados es el de la gastronomía. Fuera caretas: es científicamente imposible que todo el mundo haya tenido una abuela que hiciera las mejores croquetas del mundo. Asume, amigo, que gran parte de esa áurea reside en la experiencia repetida una y mil veces; transfigurada ya en hábito familiar que desborda generaciones. Los domingos, paella. Incluso en un año sin Fallas, este marzo el animal litúrgico que somos ha sentido la necesidad de comer buñuelos de calabaza.
Total, que, en ese culto a las pequeñas tradiciones, la vida pascuera está en la cima de mi organigrama. Sin ser creyente, me pirran un montón de idiosincrasias que rodean a la Pascua, igual que a quienes están en contra de las reivindicaciones sindicales les pirra tener festivo el 1 de mayo. Compro todo el pack estético-gastronómico: el potaje de garbanzos, los buñuelos de bacalao, las torrijas, la mona con forma de cocodrilo degustada con amigos en la montaña, la cazadora vaquera, las zapatillas de lona, el catxirulo, las películas bíblicas. Y percibo que cuanto más mayor me hago, más me fascinan todos esos espacios de sentido que me han convertido en la persona que soy.
Frente a la intemperie del mundo, los ritos que han conformado nuestra educación sentimental ofrecen confort y calidez. Son sinónimo de refugio y certidumbre, aunque sea por unas horas. Por eso, en esta temporada en la que echar de menos a la familia se ha convertido en actividad esencial, ese plato de potaje de mi madre sabía a todos los abrazos que no nos hemos dado desde 2019. No compartimos mantel, pero sí sabores; y algo es algo.
Sin embargo, pese a ser una adicta a los rituales, hay algo en ellos que me escama. Aguafiestas que he salido, yo qué sé. Y es su carácter ambivalente. Porque precisamente por actuar de abrigo, acaban generando una falsa seguridad de cartón piedra. Nos arropamos en el cliché pintoresco como una forma de aislarnos del horror externo. En esa devoción por un pasado que hemos idealizado (porque probablemente esas croquetas no estaban tan buenas) corremos el riesgo de caer en la inacción y la complacencia. La repetición ritual de aquellas costumbres que nos llevan haciendo felices toda la vida puede acabar por inmovilizarnos, por volvernos egoístas e insensibles a los padecimientos ajenos. La ultraderecha va conquistando las calles, los nazis están más a gusto que en brazos, pero mientras no afecte a nuestras autocomplacientes rutinitas - mientras podamos consagrarnos al arte del aperitivo, con nuestro vermutito y nuestras olivitas- pues tampoco es para tanto. Como empeñarse en ‘salvar la Navidad’ en mitad de una pandemia mundial O como idolatrar Dragon Ball y no aceptar ningún tipo de crítica sobre la serie porque, en el fondo, sientes que si cuestionan sus valores están atacando tu infancia, tus recuerdos de merienda con pan y chocolate. ¿Es la nostalgia conservadora per se?
Claro, hay rituales que sí suponen en sí mismos el recuerdo de una lucha, de una revuelta. Y muchas mujeres forzadas a existir como ángeles del hogar encontraron en los fogones un espacio para la creatividad y la rebelión, o, al menos, para el desarrollo de cierta autonomía que se les estaba negada fuera de casa. Pero cuando el potaje de vigilia ha llegado a ti porque el nacionalcatolicismo grabó a fuego lo de no comer carne en viernes santo, pues no hay mucha transgresión que sacar de ahí. No somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar, sino de unas señoras que tuvieron que sobrevivir al yugo franquista de la mejor manera que pudieron. Frente al deseo de edificar un mundo en los que quepamos todos, ¿es reaccionario ser fervorosa de estos rituales que nacieron de la opresión? ¿Regodearnos en un símbolo, por muy cálido y mullido que resulte, nos hace cómplices? ¿Podemos coger ese símbolo y rellenarlo con los significados que queramos? En definitiva, ¿podemos hacer de las torrijas un emblema antifascista?
Replicar la majada de almendra de tus ancestros, reproducir las recetas que nos legaron (“harina la que admita”, “azúcar al gusto”) es también una forma de reconocer la historia propia, de rendir tributo a las que nos precedieron y cuidaron, de tomar el testigo y ser consciente del camino que recorrieron quienes llegaron antes. De hecho, en una sociedad hiperacelerada y ultraproductiva, el hecho de dedicar una tarde a cocinar con calma y cariño para gente a la que quieres ¿no es un escenario de cuidado básico? El acto de compartir mesa y afectos, ¿no es un paréntesis de respiro que nos permite seguir en marcha y continuar luchando contra aquello que nos resulta injusto?
Y otra derivada: tampoco se puede estar todo el día alerta, en una militancia continua, desgastante, agotadora y sociopática. Como dice Iibai Arbide, “Menos de cinco contradicciones es dogmatismo”. Supongo que la clave está en encontrar el punto de equilibrio entre honrar nuestras raíces y no acabar viviendo en una burbuja de fetiches costumbristas.