Ya he contado en repetidas ocasiones que no me gustan los relojes. Sin embargo, recuerdo un anuncio de hace unos 25 años en que una marca, que no se me quedó grabada porque véase la primera frase, vendía sus diseños como elogio de la mezcla. La publicidad la protagonizaban modelos masculinos y femeninos mestizos. Hijos de chino y alemana, de finlandés y nigeriana, qué sé yo, háganse a la idea. En blanco y negro, con luz perfecta. Aquello era un monumento a Darwin. Lo de la combinación de precisión suiza y diseño italiano, o qué sé yo, háganse a la idea, era lo de menos. Lo importante era evidenciar que la especie humana mejora en la frontera. La pureza de raza solo sirve para anular las diferencias en los sucesivos retratos reales del Museo del Prado o para estropear las caderas de los pastores alemanes. También para asegurar votos en las épocas más oscuras, pero ese ya es otro debate.
Todo esto, a cuenta de los juegos olímpicos, claro. Que sirven, entre otras cosas, para que el equipo de gimnasia rítmica de Estados Unidos nos demuestre que la sociedad norteamericana no está formada únicamente por votantes de Trump, por fortuna. O para comprobar que los suecos no son todos rubios, que hay japonesas altas y que el cambio climático no ha engullido todavía a Antigua y Barbuda, ese país tan filibustero del que solo oímos hablar cada cuatro años.
Reuniendo todas las nacionalidades posibles en un espacio reducido durante dos semanas, asistimos a la hermosa paradoja de romper todas las fronteras. Es así como se consigue que una gallega negra dé una medalla a España en triple salto y, al mismo tiempo, consiga el abrazo de la rojigualda con la tricolor venezolana. Todo un ejemplo de que los postulados de cierto partido político son más rancios que las salazones islandesas y que desaparecerán por pura selección natural. Y de que la vida de los votantes viaja por carreteras muy distintas a las que asfaltan la entrada de cualquier parlamento internacional. Si la proeza de Ana Peleteiro la unimos a lo que sucedió en la competición de salto de altura, comprendemos de inmediato que los humanos somos capaces de compartir medallas de oro por mucho que nuestras partidas de nacimiento nos sitúen a miles de kilómetros de distancia.
Los juegos olímpicos también certifican que el fin último de nuestra especie no es volver para contarlo, sino aventurarse para que otros lo cuenten. Solo en la búsqueda sin prejuicios somos capaces de asimilar que saltar de espaldas, como hizo Fosbury, nos eleva más que con el rodillo ventral. Solo fijándonos en lo que sucede al otro lado del horizonte podemos adivinar lo que sucede en nuestros cuartos cerrados y llenos de polvo. Solo naciendo en Huelva, y lo aludo aunque Carolina Marín no haya podido estar en Tokio, podemos desembarazarnos de los tics que probablemente han anquilosado a las selecciones históricas del bádminton. A todos aquellos que defienden la pureza de raza y la genética nacional, mis condolencias. El futuro será mestizo.
@Faroimpostor