Todo vuelve, hasta el telón de acero, igual que vuelve nuestro pasado más fantasmagórico. Y , en esa querencia tan española por emular la historia, no es de extrañar que Antena 3 invierta en una serie titulada Palomares, en la que aparezca Fraga Iribarne sumergiéndose en la costa de Almería y retozando en sus playas, junto al embajador estadounidense, mientras el NO-DO graba la escena para salvar el turismo español
Quien no añore la Unión Soviética, no tiene corazón, pero quien desee su vuelta, no tiene cabeza. Algo así se le atribuye a Vladimir Putin, en una sentencia que tiene tanto de fantasma como de mitología, dependiendo del grado de implicación que albergue cada uno con su pasado. Porque mito y fantasma son la cara A y la cara B de un mismo recuerdo.
Leí esa cita inicial sobre la Unión Soviética en el libro que Emmanuel Carrère escribió sobre Eduard Limonov. Y al sumergirme en la entrevista de veinte minutos que Álvaro G. Devís le hizo en las dunas de El Saler, recuperé ese regusto nostálgico que encarna Vladimir Putin, ese político que habla todavía del orgullo ruso, que extiende sus tentáculos en la geopolítica mundial a través de viejas alianzas y que, de puertas para adentro, se ha enfrentado de manera furibunda a los enemigos de la versión oficial, como el extravagante Limonov.
No puedo mencionar a Putin sin que me venga a la cabeza la imagen de ese hombre pescando salmones sin camiseta. Dando de comer a los caballos. Alimentando un ternero. O abrazando y besando a un cachorro mientras duerme. Decía Marx (que de esto va el artículo) que la historia siempre ocurre dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa. En España debemos estar acostumbrados a lo segundo porque la versión ibérica de Putin es Santiago Abascal cabalgando, cual soldado de la reconquista, mirando al horizonte por las estepas andaluzas y seguido de una corte de jinetes con boina y forro polar del Decathlon o bodegones de cazadores que escriben con liebres la palabra VOX. Su particular Ruta Quetzal. La Cruzada contemporánea. Mitología o fantasma, ya saben...
Quien no añore la Unión Soviética es que no ha visto todavía Chernobyl. Vladimir Putin lo ha hecho ya y por eso ya han comenzado a proyectar la versión rusa del desastre nuclear, donde el causante de la catástrofe es (al parecer) un espía de la CIA. Los rusos han tomado la iniciativa para contrarrestar la propaganda estadounidense que nos dosifica el capitalismo americano a través de Netflix y HBO, y que pagamos religiosamente en una especie de crowdfunding familiar. De algún modo, estamos reviviendo esa carrera espacial entre las dos potencias mundiales, aunque esta vez en una competencia de ficciones y efectos especiales. Es decir, igual que en la carrera espacial.
Todo vuelve, hasta el telón de acero, igual que vuelve nuestro pasado más fantasmagórico. Y , en esa querencia tan española por emular la historia, no es de extrañar que Antena 3 invierta próximamente en una serie titulada Palomares, en la que aparezca Fraga Iribarne sumergiéndose en la costa de Almería y retozando en sus playas, junto al embajador estadounidense, mientras el NO-DO graba la escena para salvar el turismo español. La tragedia y la farsa de Marx, a orillas del Mediterráneo. Ojalá.
Lo malo de España es su perspectiva. No es su historia, ni su gente, ni sus identidades. Sino esa persistencia en la idea de que albergamos un destino en lo universal, nuestra bondad innata o nuestra perversidad intrínseca, una arbitrariedad mundial que nos hace ser diferentes. El gran pecado nacional es esa manía de esencializar todos nuestros males que, por otro lado, son los mismos que ocurren a norte y sur de nuestras paredes de agua.
El estrecho de Ormuz es un polvorín entre el golfo de Omán y el golfo Pérsico en el que Estados Unidos e Irán están retándose a muerte. La guerra de Siria ha superado ya los ocho años y, a pesar de que el Estado Islámico ha sido barrido del desierto de Sham, el conflicto sigue incendiado en la región. La guerra comercial entre Oriente y Occidente parece abrir una nueva etapa de recesión económica en la que Europa ni pincha ni corta, y África en su conjunto sigue ignorada por todas las partes.
Nadie habla de esto. Todo lo exterior llega a ráfagas, a impulsos, en aluvión, proyectado por la cultura global. Como la radioactividad de Chernobyl, el tsunami de Fukushima o las baratijas de Huawey. Lo ajeno llega como una extravagancia, igual que esa fotografía del Everest en la que los montañeros esperan atascados entre las montañas y la nieve, como monigotes de lemmings esperando caer al vacío. Ya no existen lugares desconocidos. Ya no quedan espacios por descubrir. Lo auténtico ha sido colonizado por Instagram y nuestro furor por captar “el momento” mágico o el acontecimiento de comernos un pulpo a la gallega.
En Francia, en cambio, sus intelectuales, sus escritores y sus viajeros prefieren escapar de su país. Hablan de Rumanía, de Marruecos, de Rusia, de Almería. La patria de Chateaubriand y Mérimée, todo vuelve.
Leí Limonov hace años, con envidia. Emmanuel Carrère no solo había escrito una novela adictiva, sino que además descubría un personaje conectado con la peor historia de Europa, con los movimientos neofascistas en auge y con un mundo desconocido para la mayoría de nosotros, es decir, el mundo mismo. Devoré ese libro, igual que devoré El adversario en una piscina de Vejer de la Frontera, un verano nefasto. Y como es natural, no me gustó, porque en ocasiones ocurre que los libros no encuentran sus mejores lectores.
Regresan los recuerdos de otros veranos y otras lecturas. Regresa la historia convertida en serie documental. Todo vuelve, hasta el telón de acero. Hasta las voces de Chernobyl que recogiera Svetlana Aleksiévich para que su memoria no muriera del todo. Vuelve incluso lo que nunca existió, pero con un olor a rancio que nos recuerda muchas fosas: el eterno retorno de Nietzsche contabilizado en 24 escaños para una formación ultra en el Congreso de los diputados.
Quien no añore la Unión Soviética, no tiene corazón. Qué tramposa es la nostalgia.