VALÈNCIA. La tiranía de la inmediatez nos hace hablar y escribir sobre cada músico, cada estrella que desaparece de este mundo. Es como si nos acordáramos de los muertos de antaño únicamente por las efemérides que suelen ir asociadas al lanzamiento de un disco, la publicación de un libro o el estreno de un biopic o un documental. A veces me pregunto si el público aún es capaz de convivir con sus artistas difuntos como solía ser hasta hace unos años, con una cierta cotidianidad, sin que el recordarlos tenga que ver con alguna operación de marketing o de narcisismo por parte de los usuarios de las redes. Cada vez que escribo sobre algún artista recientemente fallecido, me acuerdo de Eduardo Benavente. No sé explicar el motivo, pero es así. Eduardo se fue de una manera repentina, inesperada y trágica. Murió con prácticamente todo por pero habiendo sido capaz de ocupar un lugar propio en un tiempo récord. Eduardo era una estrella y nunca sabremos qué habría hecho, qué habría ocurrido de haber tenido la oportunidad de seguir adelante.
El pasado 14 de mayo se cumplían 36 años de su muerte en un accidente de tráfico. Tenía 21 años, solamente uno más que yo. El vacío que dejó entonces, permanece hoy. Su inesperada marcha nos alertó a quienes en aquel momento vivíamos celebrando eufóricos aquella nueva era que llegó con el fin de los años setenta. Eduardo era uno de los personajes más destacados de aquella pequeña revuelta. Participó de grupos como Escaparates y Plástico, pero donde realmente comenzó a despuntar fue con Alaska y los Pegamoides. Primero fue su batería, luego su guitarra y también uno de sus compositores en la recta final del grupo, que dejó de existir en noviembre de 1982. Dos años antes había fundado Parálisis Permanente, vehículo para desarrollar sus necesidades creativas, porque Eduardo no había nacido para estar en un grupo que no fuese el suyo. En 1982 los Pegamoides reinaban gracias a ‘Bailando’, pero Parálisis Permanente eran el grupo alternativo ante el que todo caíamos rendidos. Ambas formaciones, cada una a su manera, eran irresistibles y seductoras.
En medio de aquel inagotable entusiasmo, nadie contaba con los avatares del destino. Todos los que de una u otra manera estábamos involucrados en aquella escena musical y artística vivimos la muerte de Eduardo con el dolor añadido que trae la consternación. Eduardo fue llorado en su momento, pero para la gran mayoría –los que no formábamos parte de su círculo familiar y afectivo-, su muerte fue algo que experimentamos siendo demasiado jóvenes. El tiempo aplaca la tristeza pero no llena los vacíos. Por eso quería hablar ahora de Eduardo. No es que crea ni mucho menos que ha sido olvidado. Ana Curra, su compañera a todos los niveles, mantiene vivo su recuerdo tocando canciones de Parálisis, acompañada por viejos camaradas como Rafa Balmaseda o César Scappa. Danny García realizó no hace mucho el documental Autosuficiencia, y Marcos Gendre le dedicó en 2015 un libro titulado Adictos a la lujuria.
Eduardo Benavente hizo historia en la música pop española. Pero como la música pop española es olvidadiza y caprichosa, uno siempre tiene la sensación de que no hay que dejar de insistir sobre determinados artistas heroicos, imprescindibles, que al final son más de los que creemos. Aquí nos olvidamos –nos cansamos- rápidamente de todo, y ahora que vivimos tan centrados en el flash del momento, es mucho peor aún. Queda también la posibilidad de fantasear con qué habría ocurrido después de aquel sencillo, Nacidos para dominar / Sangre, que se convirtió en su involuntario testamento. Cómo habría evolucionado musicalmente. A qué grupos habría ayudado y con qué músicos habría colaborado. En ese aspecto, Valencia tenía una cierta ventaja porque Eduardo admiraba mucho a Adolfo Barberá, guitarra de Glamour (la admiración era recíproca) y había planes para que produjera a su otro grupo, Ceremonia. ¿Habría llegado alguna vez a entenderse Eduardo con Carlos Berlanga después de la enemistad que sobrevino tras la marcha de este de los Pegamoides? ¿Cómo habría vivido el recambio generacional que llegó con los noventa y bandas como Los Planetas?
Mi recuerdo más personal de Eduardo es el de una persona tímida y generosa. Le hicieron una entrevista en Rock Espezial y nombró a Estricnina, el fanzine que hacía yo entonces, y eso me hizo sentir muy orgulloso. Era importante –en muchos casos sigue siéndolo- que mi trabajo guste a quienes admiro. Y aquel pequeño detalle, por muy anecdótico que pueda parecer, importaba. Sobre todo porque reflejaba esa generosidad que no siempre es moneda de cambio en este ni en ningún otro mundo. Bajo el cuero, el cardado, las muñequeras, Eduardo también era así.
La cuestión que aquí planteo es a un nivel bastante personal. Gira en torno a la sensación de que, si no estabas allí, en aquel momento, no puedes hacerte una idea de lo que supuso su muerte. Y por muy incongruente que resulte, eso es algo que he comprendido mucho tiempo después. Aquel 14 de mayo perdimos a un compañero generacional, a un músico –creo que Eduardo se mosquearía si me refiero a él como artista- que solamente había empezado a florecer. Soy fiel a toda aquella música que, no importa las veces que haya escuchado, al oírla de nuevo me produce sensaciones similares a las que sentí aquella primera vez. Hoy soy tres décadas y media más viejo, estoy infinitamente más harto, perplejo y desencantado de lo que pensaba que estaba en 1982, pero cuando escucho aquellas canciones –‘Unidos’, “’El acto’, ‘Autosuficiencia’…- sé que una brizna de aquel jovencito airado e ilusionado que fui todavía sigue intacta. Aquellas canciones de Parálisis, como las de los Pegamoides o Derribos Arias o Radio Futura o Gabinete Caligari, crearon poderosas conexiones con esa parte de mí que sólo desaparecerá cuando yo también me vaya. Es por eso que me planteo estas cosas acerca de Eduardo, aunque sea sustituyendo la voz por el ruido de mis dedos al teclear.