VALÈNCIA. El sábado pasado tuve la suerte de visitar la recientemente inaugurada Fundación Cristina Masaveu Peterson (Calle Alcalá Galiano nº6), y su actual exposición que comprende obra pictórica exclusivamente española que abarca desde las postrimerías del siglo XVIII a las primeras décadas del siglo XX sin entrar en las vanguardias. Es decir, el siglo XIX. Hasta el mes de enero la visita es gratuita, así que si alguien tiene una o dos horas libres en Madrid, recomiendo vivamente su visita. Felicitaciones y admiración a una fundación privada asturiana aunque de orígenes catalanes y desde hace un par de meses con una magnífica sede un edificio de Madrid. Un nuevo espacio expositivo de primer orden, que sumado a los otros muchos, de sobra conocidos todos están convirtiendo a la capital de España en un referente artístico a nivel mundial. Ahora que llegue sin mayor dilación el AVE “low cost”.
Aunque la fundación Cristina Masaveu abarca un enorme conjunto de obras que van desde la Edad Media hasta el siglo XXI la actual exposición se centra en el siglo XIX, lo cual es algo a celebrar. Es cierto que los nombres de Sorolla, Fortuny o Madrazo no necesitan demasiada presentación pero hoy día nuestro esplendoroso siglo XIX (que en el caso de València podemos afirmar que vive un segundo siglo de oro) ha quedado un tanto constreñido entre los grandes maestros antiguos sobre los que muchas exposiciones en las grandes pinacotecas se convierten en acontecimientos, y el siglo XX, las vanguardias y el arte contemporáneo tan visible mediáticamente y a través de ferias.
La presencia valenciana en la colección no pasa desapercibida. Para empezar Masaveu era un devoto de la obra Joaquín Sorolla y eso se pone en evidencia en la exposición pues se trata del artista con más obras colgadas entre estas un extraordinario y monumental retrato familiar y varias escenas de playa de primer nivel. De este período también hay en la exposición obras de Ignacio Pinazo, José Benlliure, Francisco Domingo y Muñoz Degrain y la muestra se abre con dos magníficas obras de dos valencianos más: un extraordinario boceto de Vicente López para una decoración mural y un retrato de Agustín Esteve que durante tiempo se tuvo por un Francisco de Goya.
Mucho más cerca, en la Fundación Bancaja, nos toca la exposición Sorolla y Benlliure. Pinceladas de una amistad, que muestra al público la estrecha relación entre ambos artistas. La pequeña exposición, que cuenta con la colaboración de Bankia, ha hecho coincidir ocho obras seleccionadas de ambos pintores junto con la reproducción de correspondencia que mantuvieron ambos y que proviene tanto del Museo Sorolla en Madrid y la Casa Museo Benlliure en Valencia, cuya visita de nuevo recomiendo. Por primera vez se exhibe en València, la serie pictórica de José Benlliure Las cuatro estaciones (1930-1933) perteneciente ya a su etapa final, propiedad de la Fundación Bancaja. Las obras han sido limpiadas para la ocasión recobrando las piezas el colorido que en estos cuadros es especialmente llamativo.
La exposición se completa con Yo soy el pan de la vida (1896-1897) una obra que repatriada por anticuarios valencianos hace cuatro décadas, si no me equivoco, de Italia, y con la idea de que pudiera ser adquirida por una entidad pública para su exposición, finalmente fue adquirida por la familia Lladró después de que la pieza de gran formato no despertara demasiado interés en la ciudad. Luego, a algunos se les llena la boca hablando de “museos Sorolla”, cuando en la ciudad nunca ha existido un verdadero interés coleccionista de su obra y como consecuencia no existe una colección relevante para completar sus salas con la dignidad que merece un museo de estas características. Sólo lo que cuelga del maestro valenciano en las paredes una sala de la Fundación Masaveu es mucho más importante que los Sorollas que podrían exponerse en un utópico-por irreal- museo en València dedicado al maestro.
La última crisis económica se cebó con la pintura antigua, que no tiene ese componente especulativo propio de parte del arte contemporáneo, pero especialmente lo hizo con la del siglo XIX. Respecto de esta última los coleccionistas literalmente se esfumaron. Es cierto que los precios que alcanzó la pintura decimonónica en la última década del siglo pasado fueron en más de un caso desorbitados, pero de igual forma en la actualidad los precios y el interés se ha desplomado de una forma poco lógica. En otros países europeos la pintura de artistas equivalentes a nuestros maestros, dejando al margen el impresionismo francés, está mucho más valorada que la española. Hace unos meses el historiador del arte y anticuario norteamericano Micah Christensen especialista en pintura española del siglo XIX me reveló un dato verdaderamente sorprendente: el numero de premios internacionales que en aquellos tiempos copaban los pintores de nuestro país era sensiblemente superior a la cuota por aristas y obras que les correspondería. La cifra era algo así como que el número de artistas estaba en torno al 3% y sin embargo copaban el 10% de los premios internacionales Es decir, la pintura española era una de las más premiadas de su tiempo en los certámenes a los que los pintores se presentaban. En parte por los importantes (en parte únicos en el entorno europeo) programas de ayudas y becas privadas, públicas y de las Academias destinadas a artistas con dificultades económicas.
Es imposible abordar con una mínima exhaustividad siquiera en un volumen las diferentes escuelas españolas y sus artistas relevantes entre los siglos XIX y primeras décadas del XX: escuela asturiana (Martínez Abades, Darío de Regoyos, Luís Menendez Pidal), andaluza (José Villegas Cordero, Manuel Barrón, Romero de Torres), catalana (Fortuny, Rusiñol, Casas, Anglada Camarasa, Nonell, Modesto Urgell..), gallega (Álvarez de Sotomayor), madrileña (Madrazo), vasca (Zuloaga, Iturrino) , y por supuesto la valenciana (Sorolla, Pinazo, Benlliure, Fillol, Degraín, Francisco Domingo…) y otros muchos artistas. La pintura del siglo XIX es una ventana incomparable para conocer la España pintoresca del momento: sus tipos, costumbres, fiestas y tradiciones, pueblos y ciudades y rincones de estas tal como estaban en aquel tiempo, formas de vida o paisajes naturales no urbanizados que hoy es imposible contemplar por ello estoy seguro que con el tiempo, a no muy tardar, estos artistas volverán a valorarse como corresponde.
El siglo XIX tiene identidad propia debe buscar sus espacios: por el tamaño de algunas de las obras, sobretodo las de temática histórica y por la numerosa producción existente merece que se les encuentre espacios museísticos propios. La idea que en su día se barajó, hace ya un par de décadas, de promover un museo del siglo XIX en València, independiente o extensión del museo de Bellas Artes, era mucho más realista y coherente que la ocurrencia de dedicar un museo a la figura de Joaquín Sorolla cuando se carece de la obra necesaria para ello. De igual forma quizás el Museo del Prado, que en su día se planteó la posibilidad de exponer el siglo XIX en lo que hoy es el palacio de Villahermosa, que ocupa el Museo Thyssen, debería al menos valorar seriamente, en un futuro a corto o medio plazo, destinar una sede independiente para su enorme y valiosa colección decimonónica. En este mismo sentido València debería sopesar esta posibilidad y ubicar en un espacio propio la obra producida en el período situado entre Vicente López (primeras décadas del siglo XIX) hasta Ignacio Pinazo (primeras décadas del siglo XX). Es decir, el período situado entre el Museo de Bellas Artes y el IVAM.