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Ricardo Menéndez Salmón: "El arte es un lugar de conocimiento y de asilo"

6/02/2020 - 

VALÈNCIA. Confieso que pocas obras me emocionan y apelan tanto como las de Ricardo Menéndez Salmón. De ahí que la charla que a continuación leerán tuviera lugar en un clima de profunda admiración e inabarcable curiosidad a propósito del universo mental y creativo de uno de los escritores europeos actuales más sólidos y brillantes. Recuerdo vivamente el lugar en el que leí cada una de las obras  de Menéndez Salmón y soy capaz de explicar buena parte de mi experiencia íntima a través de sus textos, repletos de un lenguaje profusamente esculpido, de unas referencias siempre exactas y sensatas -muy alejadas de cierta impostura que impera en nuestros días- y con un ritmo de escritura -de lectura- que se parece al aliento letánico de los textos sagrados. Menéndez Salmón publica ahora No entres dócilmente en la noche quieta (Editorial Seix Barral), probablemente su libro más íntimo, pues en él relata la “peripecia vital” de un padre enfermo, una herramienta narrativa para hablarnos, en verdad, de lo que siempre habla este autor: de la condición humana.

- Lo primero que me vino a la cabeza cuando comencé a leer este nuevo libro es cómo uno deja detrás todo lo que ha leído a propósito de la pérdida del padre para no contagiarse de ella y poder establecer un relato único y que respire verdad.
- Obviamente era una tentación constante, no solo por escribir a propósito de la figura del padre sino también, en general, cuando nos acercamos a cualquier lugar común de la experiencia, como puede ser el hecho de ser hijo, me parece que la literatura puede ser muy infecciosa. Sobre todo la literatura de la que uno se ha nutrido intelectual y emocionalmente. Y de alguna manera, a la hora de abordar la construcción de este relato en torno a nuestra relación, me he obligado, me he impuesto una suerte de cuarentena a la hora de no dejarme influir por la tentación de no convertir a mi padre en un personaje, sino en una persona. Me interesaba mucho recalcar desde el minuto cero que a lo que nos enfrentamos es a una exhumación de una vida real, no de una vida impostada construida a través de los ropajes de la ficción. La conquista de ese empeño se ha logrado a través de la distancia. Y para mí ha sido difícil encontrar la distancia justa entre un suceso tan íntimo e intraducible y, al mismo tiempo, escrutarlo con cierto desapasionamiento, con cierta mirada cenital, como se dice en el libro: “como si mi padre no fuera mi padre”. Ese ha sido un poco el gran reto de la traducción de la vida de mi padre a una estrategia narrativa.

- En alguna ocasión has dicho que “no todos somos padres, pero todos somos hijos”. ¿Será por esto que la literatura del padre ha sido tan fecunda a lo largo de la historia de la literatura y convoca a tantos lectores diferentes?
- Claro, lo has dicho bien. El feedback que estoy teniendo con el libro, más allá de prensa o del mundo editorial, es que es un libro-espejo. Un libro que te lee en la medida que lo lees. Y aunque muchos de esos lectores no hayan vivido exactamente lo mismo que cuenta en el libro, sí resuena en su propia peripecia vital. Independientemente de que sean hombre o mujer o en el tramo de edad en el que se encuentren. De alguna manera, trabajamos con el lugar común de la experiencia, sobre todo a partir de cierta edad. Es imposible sustraerse de la reflexión del lugar de donde uno procede. Yo creo que, lo reconozcamos o no, todos los escritores estamos preparándonos a lo largo de nuestra vida para mantener un diálogo con nuestros padres a través de la escritura. Y en mi caso ha llegado coincidiendo con una madurez de vida -me voy acercando ya a los 50 años- y una madurez de oficio -me siento más seguro en el manejo del rudimento de la escritura-. De hecho, creo que aunque mi padre hubiera fallecido hace 10 ó 15 años, yo no hubiera estado armado ni vital ni narrativamente para enfrentarme a este texto, que llega en el momento preciso.

- Hay algo que tiene que ver con el pudor en este libro que me recuerda a una frase de Victoria Ocampo que decía “El pudor es enemigo de la literatura”, ¿crees que es así?
- El pudor es un riesgo. Hay mucha literatura sobre la familia que, desde mi punto de vista, fracasa. Fundamentalmente porque arranca desde unas expectativas de honestidad y luego, en el camino, uno sospecha que el escritor está operando en una especie de tabú. Yo digo que a mí la literatura, desde muy joven, me regaló la experiencia del impudor. Hay un impudor maravilloso en la literatura y obviamente, aunque hay que correr riesgos a la hora de enfrentarse al impudor porque las heridas están abiertas, si el libro tenía algún sentido creo que debería enfrentarse desde esa especie de impudor que no debe confundirse con chismorreo. Es muy fácil en un libro de esta naturaleza caer en excesos, de sensiblería o tremendismo. Por eso te comentaba antes lo importante que ha sido para mí trabajar el tono y la distancia. La idea de contar las cosas no tal y como sucedieron, eso es imposible, pero sí desde el modo más fiel posible. Al fin y al cabo, este libro, siendo un libro sobre mi padre, es esencialmente un libro sobre mí. 

- La idea de la memoria como dispositivo narrativo está presente en toda su obra pero creo que, muy especialmente, en esta por motivos obvios. E incluso la memoria, casi diría yo, como género literario,  pues este libro no es una novela. Y no sé si, a la manera de Arnie Ernaux, has establecido un género propio como el de la autosociobiografia.
- Te agradezco mucho la comparación. Ojalá yo alguna vez llegara a tocar la estatura que, desde hace tantos años, toca Ernaux. Me parece uno de los grandes modelos y me alegra que en Europa se esté empezando a celebrarla como uno de los grandes escritores del tiempo. Yo creo que mi libro es una memoir. En España lo llamamos autoficción o novela y, a veces, notas que la editorial intenta acercase a la palabra novela para que los lectores no teman acercarse al libro. Esto de la autosociobiografia me gusta mucho. El otro día, hablando con el periodista Álex Vicente, me di cuenta cómo entre líneas el libro tiene un retrato de cierta España: clase media, urbana, en la que yo he crecido. Una generación que corría por unos carriles y que se ha ido modificando. El libro, por tanto, además de la peripecia vital mía, de mi padre y de madre, a veces daba destellos de algo más amplio, del lugar donde esta pequeña familia se inserta. Este es un libro que dice 'yo' constantemente. La marca de agua son los cuerpos que he conocido, los apellidos que llevo, el paisaje que he conocido. No hay mecanismo de ocultamiento.  Así que sí, esta etiqueta que tú has mencionado podría encajar muy bien en lo que es este libro.

- Me gustaría hablar de ciertos símbolos que hay en el libro. El más evocador, a mi juicio, el del caballo que ocupa la portada. Recuerdas una historia china que le leíste a Simon Leys: “Han Gan era un pintor del siglo VIII que retrató a un caballo de los establos imperiales. Al día siguiente descubrieron que el caballo cojeaba. Fueron a la pintura y vieron que Han Gan se había olvidado de pintarle uno de los cascos”. ¿Cómo se escribe un libro o se pinta un cuadro que conjure la realidad y qué significa esto realmente?
- Yo creo que cualquier experiencia creativa -arte y literatura, sobre todo, porque trabajan con figuras- están condenadas a lo que Kristeva llamó “la aporía de la creación”: una especie de victoria y derrota. Derrota porque en el intento de captar la realidad, siempre fracasamos los creadores. Es decir, la realidad se nos escapa entre los dedos. Pero, al mismo tiempo, somos conscientes de que el único modo de conjurar la realidad, de establecer un pacto con ella y de construir un relato sobre ella es a través de estos mecanismos. En este sentido, el arte tiene una capacidad de conjuramiento y adhesión a la realidad, mucho mayor que otras disciplinas. Fíjate, estoy pensando en la ciencia que nos reclama para sí -y con razón- una lectura de la realidad más intensa que cualquier otra disciplina. Pero mi pregunta es si la ciencia tiene realmente la capacidad de conjurar la realidad, es decir, de hacerla vivible, habitable. Cuando uno accede a los conocimientos científicos como profano siente una falta de adherencia. La explicación científica es de una arquitectura intachable pero uno, al final, dice: “Bueno, ¿y qué? No he entendido realmente”. Mientras que el arte y la literatura, aun evidenciando este fracaso, sí que creo que tienen esta capacidad de aprehender la realidad. 

- Por último, quisiera hablar de tres elementos que se suceden en tus obras y que se van modulando atendiendo a la trama e historia y que aquí se van ramificando. En primer lugar, el cuerpo y tu preocupación por el de tu padre (herido, invadido); en segundo lugar, el arte del que ya hemos hablado. Y en tercer lugar, el mal que, quizás, se exprese en ese alcoholismo como catalizador de una imaginación desbordante como la de tu padre.
- Sí, claro, todo esto podemos vincularlo a cómo la peripecia de mi padre que cronifica su existencia lo que hace es generar una debacle. Una de las intuiciones que tengo es que el tipo de escritor que soy y el tipo de temas que me convocan nacen de una experiencia personal a través de la biografía de mi padre y ahí creo que se insertan estos tres temas que mencionas. El cuerpo, por su evidencia, obviamente. La vida de mi padre me ha enseñado que el cuerpo es el lugar donde las cosas suceden. Es el espacio que nos condiciona y condiciona nuestra relación con todo lo demás. Es muy difícil disfrutar del mundo si uno carece de una armadura sana. Luego, el mal, que aquí se dibuja como un suceso íntimo. Aunque he investigado en mis libros la presencia del mal en grandes reencarnaciones de la historia -terrorismo, guerra, violencia, el miedo-, aquí se reflexiona sobre cómo el germen de esa preocupación nace de una experiencia íntima. Es un poco esa pregunta recurrente que había en mi casa: ¿por qué a mí, por qué esta injusticia, por qué el mal me golpea siempre a mí? Y, por último, el arte como una forma de conocimiento y lugar al que acudir para interrogarse pero también como un lugar de asilo, balsámico cuando la experiencia vital es demasiado compleja. Creo que desde muy niño he sentido la necesidad de recurrir a las ficciones como un lugar al que escapar y luego desde el que interrogarse. 

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