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SILLÓN OREJERO 

Rompepistas: Nostalgia por las tribus urbanas, calles de punks y skins hermanados

En el extrarradio barcelonés, en 1987, punks y skins se dedicaban a beber juntos y a huir de o tener sus más y sus menos con los llamados "chungos",  entonces quinquis. En este contexto transcurre 'Rompepistas', la adaptación al cómic de la novela homónima de Kiko Amat por la dibujante Rosa Codina. Una obra que reflexiona sobre aquellos años de nihilismo, alcohol y drogas entre familias desestructuradas, violencia callejera, poco futuro en el paro y solo una pasión confesable: la música.

2/12/2019 - 

VAÈNCIA. El historiador de las drogas en España Juan Carlos Usó ha sido quien mejor ha descrito la realidad de los barrios de trabajadores de los años 70 y principios de los 80 a través del consumo de drogas. En sus textos, ha hablado de una generación que había visto a sus padres matarse a trabajar para conseguir poco más que un piso. Ellos no querían pasar por lo mismo y decidieron buscarse la vida en lugar de ganársela. Es un fenómeno coetáneo al del pasota. Después de la Transición, tras una efervescencia ideológica y el hartazgo político correspondiente, junto a la llegada de la posmodernidad todas estas actitudes se vieron también influenciadas por cierto nihilismo, el que cristalizó en la moda del punk.

Como movimiento artístico, bajo la etiqueta genérica de punk la cultura popular cosechó importantes hallazgos. Además, el hecho de cambiar tu aspecto de forma desafiante para distinguirte de todo lo anterior también revolucionó la vida en las calles con múltiples propuestas que amenizaban la vida en tiempos de oferta de ocio muy limitada. Es todo lo que se ha conocido después como tribus urbanas.

Sin embargo, con los años, todo aquello que tuvo su sentido en un momento y un lugar se prolongó en el tiempo como cualquier otra religión, con un dress code (las pintas), liturgias (actitud) y salmos (canciones). La filosofía contraria al movimiento en su origen. Todo ordenadito y sin sobresaltos para el joven desubicado que necesitaba seguir unas normas para tener algo parecido a una personalidad. La diferencia intelectual entre el chaval con su estética y sus ídolos que va a un concierto comparadas con la señora mayor con su vestido y sus santos que va a misa, a grandes rasgos, era indistinguible.

Ese ejercicio de repetición de consignas, inevitable cuando no se tiene uso de razón porque se es joven, para muchos luego ha resultado romántico y lo recuerdan con nostalgia. Algunos hasta lo repiten de adultos o lo intentan prolongar si nunca lo cortaron. Se celebran las amistades en torno a unos gustos o elecciones estéticas, que luego eran bastante falsas. En realidad la afinidad más sólida que había era la tóxica. Bastaba el paso del tiempo para que la droga que te metieras fuese lo que más te hacía relacionarte con unas personas o con otras y no al revés.

En ese contexto psico-social se mueve Rompepistas de Rosa Codina, un cómic de La Cúpula basado en la novela homónima de Kiko Amat publicada en 2008 por la editorial Anagrama. La acción se sitúa en la periferia barcelonesa, un lugar ajeno a los esfuerzos de los lugareños colindantes por la distinción nacional, ya que puede ser intercambiable con la periferia madrileña, la bilbaína, la de Marsella o la de Milán. Esa patria internacional cuya lengua común es la falta de recursos e incluso la pobreza y la marginalidad. Ese es el lugar de los recuerdos al que regresa el protagonista como consecuencia de un funeral. Sus años de gloria fueron en 1987, una época de auge de las sub-culturas callejeras, pero que ya no eran los años de eclosión.

La obra merece la pena en primer lugar por el excelente dibujo. Las localizaciones son extraordinarias y en la interactuación de los personajes se puede sentir la ternura, la violencia extrema y los ciegos que se pillan. La parte más positiva del guión es la social. La familia en crisis del protagonista, esos hogares angostos donde naufragaban matrimonios asfixiados por el exceso de trabajo o su contrario, el paro, esa incomunicación entre generaciones... los sesenta metros cuadrados de esos pisos dan para mucha literatura.

No obstante, la profundidad psicológica de los personajes no va tan lejos. Hay tópicos, como el que está determinado a ser toxicómano y acabar mal, y en general toda la retórica-litúrgica del punk es cansina. Es más, el desenlace de la historia no tiene aristas. La trama de amor llega a buen puerto, la familia permanece unida, el grupo de música gusta a los vecinos en una actuación, los colegas son lo mejor del mundo... Un extraño mensaje complaciente en una obra cargada de vómitos, speed y crujir de dientes en un sentido literal.

El eje central del argumento es un desencuentro amoroso cortado por el patrón de los personajes de Nick Hornby. Analfabetos emocionales que necesitan la música y las canciones para expresarse porque por sí mismos son incapaces. Sin embargo, resulta mucho más interesante la rivalidad que los personajes tienen con "los chungos" que también habitan su barrio.

Con este apelativo se refiere a la población marginal igualmente conocida entonces como quinquis. Es interesante el choque que se produce entre los que realmente viven al límite del sistema y los que lo simulan con sus ropas, que acaba con violencia sin contemplaciones. No hay grandes viñetas dedicadas a las peleas, pero las que hay aportan lo suficiente, que siempre es mejor que el exceso, para transmitir una magnitud realista y, por tanto, dolorosa de las reyertas. En algunas viñetas parece distinguirse al Pirri con su camiseta blanca sin mangas de El pico 2 o De tripas corazón.

A transmitir estas sensaciones, sobre todo ayuda que la noche está muy bien dibujada, así como los interiores de los garitos infestados de gente y las escenas que tienen lugar en los baños, el espacio de convivencia por excelencia de este tipo de lugares. La viñeta superior de la página 116 me ha parecido digna de ponerle un marco y colgarla en casa.

 Más de treinta años después de toda esta época lo que es indiscutible es lo bien que ha sobrevivido su estética, que aún sigue vigente para muchas personas, algunas que incluso no habían nacido. Pasas por delante de un instituto y ves a algunos chavales nacidos en el presente siglo que visten exactamente igual que los de tres décadas más atrás. Por el recuerdo de los que vivieron estas épocas y estos lugares y formaron parte del rollo -generalmente, habla mucho hoy el que entonces era un tolai- parece que pasó algo importante, pero cualquiera que estuviera y no mitifique su juventud para darse importancia te dirá que pasar, pasó poco, más allá que luchar contra el servicio militar obligatorio, una batalla que, al menos, sí que se ganó.

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