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la opinión publicada / OPINIÓN

Salir a las aulas

10/10/2020 - 

Durante la primera ola de la pandemia, en una situación de confinamiento e incertidumbre, se reivindicó la importancia de muchos trabajadores del sector público. Evidentemente, el sector sanitario, que recibió el homenaje de la sociedad por su sacrificio en el cuidado de los pacientes, en condiciones de precariedad, sin tratamientos ni materiales adecuados, que conducían a menudo a convertir a los propios sanitarios en pacientes. Pero también los empleados de la limpieza, los transportes, las fuerzas y cuerpos de seguridad, etc., tuvieron un papel relevante en la crisis.

No fue este el caso, en cambio, de los trabajadores del sector al que pertenezco, el sector educativo. No lo fue porque en nuestro caso la pandemia nos obligó a deslocalizar nuestras actividades y desarrollarlas íntegramente online. Y no como una actividad programada, sino improvisada. De un día para otro (en Valencia tuvimos, al menos, el paréntesis de la semana fallera sin Fallas para adaptarnos), el profesorado y el alumnado de todos los niveles y categorías de aprendizaje, público y privado, tuvimos que adaptarnos a la docencia online. El éxito de la iniciativa fue desigual. Yo diría que se salvó el obstáculo, pero sin grandes alharacas. Y esto fue así porque no se trató de una docencia netamente online, programada y pensada, con los recursos y la formación previa indispensables.

Entonces no sabíamos casi nada del virus, pero ya estaba claro que había que limitar la movilidad de la población al máximo. Además, muchos dedos acusatorios apuntaban hacia los niños como supuestos propagadores del coronavirus, dado que también cumplen ese papel con otras enfermedades infecciosas. Por otra parte, cuando se levantó el estado de alarma ya habíamos entrado en el mes de junio. Todo ello llevó a que la comunidad educativa, considerada en su conjunto, no pusiera mucho énfasis en la posibilidad de reabrir antes del verano, aunque fuera unas pocas semanas. No se hizo para el alumnado de ningún nivel educativo, dándose el curso, en la práctica, por perdido a efectos de la presencialidad.

Fue un error. Alicaídos por la pandemia y por una docencia online en precario, y también persuadidos de que lo peor ya había pasado y como mínimo tendríamos un paréntesis de unos meses hasta que comenzase el invierno, la necesidad de retomar las clases presenciales, el modelo de docencia y de inmersión del alumnado que todos conocemos, se dejó para septiembre. Eso sí: también quedó claro que en septiembre, pasase lo que pasase, se reabrirían los colegios, institutos y universidades, porque una cosa era perder el final del curso y otra dar por perdido el nuevo curso, que es lo que pasaría si desde el principio se planificaba como docencia online en instituciones cuya docencia siempre ha sido presencial (por no hablar del problema mayúsculo que supondría dejar a los niños en casa mientras los padres tuvieran que salir a trabajar, como ya sucedió en la primera ola).

Ha pasado casi un mes desde la reapertura de los colegios y las universidades y la experiencia, globalmente, es muy positiva. Lo es porque está claro que el personal docente y el alumnado son conscientes de lo que nos estamos jugando. Nos estamos jugando, nada menos, la posibilidad de tener docencia presencial, vida académica, confraternización entre compañeros, una formación acorde con las necesidades del alumnado, en este curso 2020/21 que se verá inevitablemente afectado por la pandemia. Y a ello se han afanado profesores, alumnos y personal administrativo. Con éxito, por el momento, y no sólo porque no sean demasiado abundantes los brotes en centros docentes, ni en colegios ni en universidades (el lamentable espectáculo insolidario e irresponsable del Galileo Galilei es la excepción, y no la regla), sino porque la actitud, por parte de todos, es muy positiva, con ganas de disfrutar de las clases, impartir docencia o recibirla y, en fin, que esto funcione y podamos sobreponernos al telón de fondo inevitable de la pandemia. Con mascarillas, con distancia de seguridad, con metodologías docentes híbridas. Con todo lo necesario para que el asunto funcione.

Me permito poner como ejemplo a mi universidad, la Universidad de Valencia, cuya experiencia es la que mejor conozco. Desde hace meses, se ha venido preparando a la institución para un escenario insólito de docencia semipresencial, que supone, en la mayoría de los casos, que las clases se impartan a la vez para un grupo de estudiantes que están presentes físicamente en el aula y para otro grupo que siguen la clase por videoconferencia (cada semana, los alumnos online y presenciales intercambian sus roles). El sistema tiene sus problemas, surgen algunos fallos técnicos, obviamente la docencia online constituye una experiencia menos enriquecida que la presencial, ... Pero, si vemos el panorama en su conjunto, por ahora sólo puedo decir que el experimento está funcionando. Porque el objetivo del experimento es dar clases presenciales y que el alumnado se involucre en la vida universitaria, y eso es lo que está pasando. Y esperemos que sea así a lo largo de todo el año.

Si me permiten cerrar esta columna con una vivencia personal, les contaré la primera clase de máster que impartí, este mismo lunes (los estudios de máster suelen comenzar unas semanas después que los del grado). Un aula con capacidad para cuarenta personas. Quince estudiantes en el aula, y otros quince conectados a través del sistema de videoconferencia que utiliza la UV. Todos los presentes con mascarilla, y con al menos un asiento vacío en torno a cada estudiante. Hay que impartir la clase desde la mesa del profesor, con micrófono, para que los alumnos conectados online también puedan seguirla (si el profesor se pone a dar vueltas por el aula dejarán de verle y a veces también de escucharle).

Algunos problemas técnicos al comienzo. Despistes del profesor, que olvidó en una ocasión volver a compartir la pantalla para que los estudiantes que seguían la clase online pudieran ver los contenidos sobre los que se hablaba. Poca participación al principio. Mucha al final. Y frío. Mucho frío, porque las ventanas estaban abiertas de par en par y eso no es un problema a las cinco de la tarde, cuando comenzó la clase, aún de día y con calor, pero sí a las siete, ya de noche y tras dos horas de húmeda brisa valenciana, que obligó a casi todos los alumnos a ponerse el jersey o la chaqueta, o ambos. Yo seguí impertérrito, impartiendo mi clase en mangas de camisa, si bien es cierto que: a) mi mesa estaba ubicada en el extremo contrario a las ventanas; y b) soy aragónes, y para nosotros comienza a hacer frío cuando el viento corta tu cara, asola la piel y te paraliza, la escarcha se acumula en torno a los párpados, la nieve lo ciega todo y te encuentras en medio de una desoladora inmensidad nívea y dices "pues parece que refresca un poquico". Y no habíamos llegado a eso, ni por asomo.

Lo que sí he podido ver es muchas ganas en los estudiantes. Y no sólo en los de esta clase. Ganas de que esto funcione. De que podamos desarrollar el curso en unas mínimas condiciones de normalidad, asumiendo las circunstancias. De que el esfuerzo que estamos haciendo todos no resulte baldío. Por ahora, los peores augurios sobre lo que sucedería con la apertura de los colegios y universidades no se están cumpliendo. La pandemia está desbocada (no tanto en la Comunidad Valenciana como en otras comunidades autónomas), pero las soluciones no pueden ser las mismas que en marzo. Menos cerrar parques y colegios y más preocuparse por minimizar situaciones donde haya gente sin mascarilla en espacios cerrados. En otras palabras: saquemos los restaurantes a la calle si es preciso, que para algo vivimos en un país cálido. Incluso en Aragón.

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