Aaron Sorkin está presentando la obra de teatro Matar a un ruiseñor. Es un clásico de actualidad, un chico negro es acusado de la violación de una blanca y nadie cree, a priori, en su inocencia. Sorkin ya se enfrentó a este problema en la serie The Newsroom, cuando uno de sus personajes manifestaba estar "obligado moralmente" a creer en la inocencia de un supuesto violador hasta que se demostrase lo contrario. Le llovieron críticas. Él mismo es consciente de que hoy, su gran clásico, El ala oeste, sería imposible de estrenar
VALÈNCIA. Estamos en plenas primarias demócratas en Estados Unidos con un debate típico y repetitivo. ¿Ideas firmes e insobornables y posibilidades de victoria relativas o principios un tanto más difusos pero posibilidades de victoria reales? La semana pasada Aaron Sorkin, el creador de El ala oeste de la Casa Blanca, opinaba al respecto en el New York Times. Era plenamente consciente del problema y aseguraba: "No importa cuál sea tu prioridad número dos si la número uno no es ganar las elecciones".
La cuestión es si la serie que le lanzó, El ala oeste de la Casa Blanca, sería posible hoy. Su reproducción del día a día en las oficinas del presidente de Estados Unidos apareció en 1999, un tiempo en el que los perros se ataban con longaniza, aunque fuese en plena crisis de las punto com. En aquellos tiempos los gobiernos eran respetables, aunque Bill Clinton no habría sobrevivido hoy a su affaire con Mónica Lewinski. No por las historias que salieron a la luz de sus relaciones o no relaciones completas con la becaria, sino porque estaba repitiendo una conducta que le costó la carrera a una mujer que le había denunciado antes por lo mismo. Ahora sí que le hubiesen creído.
Pese a este grotesco suceso para lo acostumbrado entonces, El ala oeste era una serie de bellísimas personas. Eso era lo irritante. Los hombres y mujeres del presidente tenían sus debilidades, sus defectos de carácter, pero en el fondo eran todos encantadores, tiernos y se comprendían sus manías, porque pese a sus flaquezas, eran unos extraordinarios profesionales comprometidos con el bien común. Por encima de todos ellos estaba el presidente que iba y venía, también con encantadores defectos, pero dejando sus acertijos budistas sobre la gobernanza a sus motivados colaboradores. Era un dios.
No sería de extrañar que esta serie llenase las facultades de Ciencias Políticas, lo mismo que con House, doy fe de que me lo contó un médico, en aquella época empezaron a aparecer MIR sin afeitar que iban de sobradetes por la vida.
Lo más complicado que tuvo que afrontar la serie fueron los atentados del 11S, cuyas consecuencias fueron labrando la tragedia de los estadounidenses del medio oeste, pero los efectos no se han notado hasta en la década de los 10, tras la crisis de las subprime y la epidemia de opio. Como ha puesto de manifiesto una novela como Ohio, de Markley Stephen, entre otras muchas películas y libros, en el país más poderoso del mundo hay zonas muy parecidas a un estado fallido. HBO llegó a analizar en un documental las causas del inesperado y acongojante descenso de la esperanza de vida.
El capítulo que le dedicó Sorkin al suceso tenía una gran carga moral. Ponía de manifiesto que el problema eran los terroristas, no los musulmanes. Hay que tener en cuenta que durante aquellos días, incluso en los bares más indies y sofisticados de Nueva York, se podía escuchar a espontáneos gritando "Nuke the arabs", como poco tiempo después de los atentados contó Daniel Lorca, bajista del grupo Nada Surf, en la revista Ruta 66.
Si algo transmitía esta serie era confianza. Una confianza en los gobernantes que existía antes de que se recrudecieran los conflictos internacionales, estallasen las burbujas económicas y los fraudes de Wall Street y aparecieran las redes sociales para que toda la rabia del pueblo pudiera salir a la luz como un volcán, amén de todos los manipuladores de opinión con fines políticamente psicópatas y las famosas fake-news.
El problema de la serie en aquel entonces es que fue contemporánea de Los Soprano de David Chase y The Wire de David Simon. Por un lado estaba la revolución televisiva más importante de todo el espectro audiovisual, la de series con una calidad superior al mejor cine y que si algo ponían de manifiesto eran las contradicciones tanto del ser humano como del sistema. Un hito que no ha vuelto a repetirse como en aquella época dorada, pero que hacía que El ala oeste resultase naif. Estaba más arraigada a los 90 que al siglo XXI. No obstante, si tenía un mérito, era la precisión con la que reflejaba el funcionamiento de la democracia estadounidense.
Las dos grandes series sobre el gobierno americano que vinieron después, Veep y House of cards, de 2012 y 2013 respectivamente, eran diametralmente opuestas. La de Armando Iannucci era una comedia hilarante que se basaba en egos hinchados y personajes extremadamente crueles para conseguir sus fines. Era una crítica abrasiva a la política contemporánea en general, como ya lo fue su absolutamente genial The thick of it Y House of cards era básicamente lo mismo, pero sin comedia. Una intriga exageradísima sobre los entresijos del poder. Ambas daban una visión negativa sobre la política, la que de algún modo asumía el público de los años 10, marcado por las vergüenzas que quedaron al descubierto en 2007 y 2008.
En la entrevista en NYT, queda patente que esos "personajes inteligentes que hablan rápida y ampliamente sobre ideas y problemas importantes para un público progresista" están pasados de moda. Sorkin considera que la ficción política actual está cortada por "personajes imbéciles o maquiavélicos" y sentencia que ninguna de esas dos cualidades le atrae.
Su obra estuvo motivada, explica, al entender que la Casa Blanca era un lugar de trabajo "interesante y glamuroso". Si tuvo éxito entonces es porque nunca se habían llevado esas cuestiones a la televisión. Hasta entonces, lo predominante eran series que trataban de no excluir espectadores. Es muy interesante esa parte de la entrevista ya que explica gran parte de la ficción del siglo XX y la fuerza que fueron tomando las propuestas llamadas alternativas que luego se han terminado haciendo mainstream.
La explicación que se da aquí es que la televisión siempre fue distinta al cine y al teatro, necesitaba reunir al máximo número posible de espectadores, como un candidato a unas elecciones, precisamente. La relación del espectador con los personajes es íntima, explica, se convierten en amigos personales del público, por eso se cuidaba muy mucho que no hubiera ningún factor religioso, racial o político que haga naufragar ese amor. De ahí el arquetipo de serie de los años 60 en las que no se sabía ni el trabajo del padre de familia. La gracia del Springfield de Los Simpson se refería a que en Estados Unidos hay nueve mil pueblos llamados Springfield. La ficción, dice Sorkin, "podía suceder en cualquier parte, todo eran blancos y nadie tenía religión, aunque estaba claro que no eran judíos".
Su serie fue idealista, mostraba un equipo perfecto y responsable que regía los destinos de la nación con un profundo compromiso con la justicia. Aunque semejante fenómeno fuese poco realista, era más creíble, se podía pactar con la ficción más fácilmente de lo que lo sería ahora. El propio Sorkin admite que en la actualidad su serie no tendría lugar porque cualquier ficción política está obligada a ser una respuesta a la administración Trump.
Hay más aspectos de la entrevista bastante interesantes. Sobre Facebook, Sorkin fue el guionista de la película que explicó su creación, La red social, dice que se siente un poco desengañado. También pecó de idealista. En aquel entonces las redes sociales parecería que nos unirían más, pero ahora piensa que lo más común es lo contrario. Sirven para hacer publicidad de uno mismo, es decir, transmitir una imagen falsa, y que nos han restado empatía. Cuando alguien habla cara a cara con una persona, explica, puede ver sus gestos y modular su discurso o la agresividad de sus palabras. En una red social no hay modo de hacerlo, lo que empuja masivamente a la gente a discutir como lo hace la gente en los atascos resguardada por su vehículo. Una metáfora muy acertada.
No obstante, hay algo más y mucho más relevante. El motivo de la entrevista es que Sorkin está presentando una readaptación teatral sobre Matar a un ruiseñor. Es la obra de más actualidad de todos los clásicos. Trata sobre un chico negro acusado de haber violado a una blanca ¿Quién debería creer su versión? se plantea la historia. En España acaba de asomar la patita una ley en la que, como ha adelantado Irene Montero, la denunciante tiene, básicamente, presunción de veracidad.
Sorkin en su momento recibió duras críticas por un capítulo de The Newsroom en el que había la trama de una violación. Era el quinto episodio de la tercera temporada, Oh Shenandoah, sobre una violación en grupo en una residencia de estudiantes en la que uno de los periodistas que la cubrían, Don Keefer (Thomas Sadoski), manifestaba estar "moralmente obligado" a creer en la inocencia del presunto violador hasta que se demostrara lo contrario. Hubo una guionista de la serie, Alena Smith, que rechazó el argumento públicamente. La disputa entre ella y el director se airó en redes sociales, lo que puso de manifiesto hasta qué punto existen líneas rojas. Una ficción y libertad de expresión limitada y encorsetada que, efectivamente, contradice el idealismo liberal e ilustrado de este director. Un reflejo de una sociedad que se niega a afrontar una condición inherente al ser humano: la contradicción.