Las grandes plataformas de vídeo bajo demanda producen series basadas en personajes legendarios con el objetivo de atraer al público fan del original. Sin embargo, el algoritmo predictivo prefabricado en los despachos se desinfla en cuanto el proyecto sale a la luz debido a decisiones desacertadas. Es el momento en el que el fan pasa a ser el más cruel de los trols
VALÈNCIA. Este verano fuimos testigos del primer tortazo sonado de la temporada, según la crítica, con Perry Mason, el drama judicial producido por HBO que tuvo su versión televisiva durante nueve temporadas, entre 1957 y 1966. Desde el punto de vista de las audiencias, HBO pudo celebrar la renovación de la serie protagonizada por un exquisito Matthew Rhys. Con un arranque lento y desordenado, la serie desilusionaba a los expertos en sus primeros episodios. El nuevo Perry Mason no se asemejaba en nada al popular abogado, empezando porque no era letrado, sino detective. El visionado se veía lastrado así por la influencia borrosa del personaje original. Solo cuando uno olvidaba cualquier precedente y mantenía la paciencia hasta el final, quedaba algo satisfecho.
Como resultado, podría decirse que el nuevo Perry Mason funcionó como un programa piloto prometedor, de buena factura, actores brillantes y con la presentación de un figurín que en un futuro podría ofrecernos temporadas interesantes. HBO salvó los muebles gracias a las cifras de audiencia, el mejor estreno en dos años. Pero no pregunten a la crítica, aquella que cuando adora la serie, favorece la promoción como un fan. Si lo hacen, escucharán sapos y culebras.
La pregunta rondaba en el ambiente. ¿Es necesario basar una serie en un personaje de ficción famoso? El departamento de marketing nos respondería que al menos se ha logrado llamar la atención. Es tal el volumen de series en el mercado que por algo se tiene que destacar. Es cierto. Como efectos secundarios, costará convencer a los desencantados de que deben darle una segunda oportunidad.
El segundo fiasco lo encontramos en la producción de Netflix titulada El joven Wallander. A los lectores de los libros de Henning Mankell y a los espectadores de las versiones producidas por la televisión sueca o por Kenneth Brannagh les saltarán los ojos cuando vean que el policía que amaron por su personalidad retraída es un treintañero en la actualidad y no en los años 70-80, como se podía calcular si se había leído Los perros de Riga. En aquella novela Mankell explicaba por qué Wallander y su padre se habían llevado siempre mal. La decisión de hacerse policía enfadó al progenitor en 1967, año en el que fue aceptado en la Academia de Policía.
La nueva inspiración de Netflix nos presenta a un primerizo detective Wallander en nuestros tiempos, algo que podríamos aceptar como animal de compañía si no fuera por el resto de incoherencias. Es imposible no saltar del asiento cuando Wallander verbaliza todo lo que piensa en vez de expresarnos con sus silencios el suplicio que padece durante la investigación de un crimen. Aquel policía poco sociable ahora es un comunicativo vecino sin más tribulación que la de ayudar a una madre inmigrante. El actor que lo interpreta, Adam Pålsson, tampoco ayuda a dar credibilidad a la leyenda. Guapo y con un físico de gimnasio, el nuevo Madelman está lejos de haber interiorizado al personaje. La pesadilla como espectador se multiplica cuando Pålsson exterioriza una patética sonrisa para decirnos “yo tenía razón” o cuando expresa sus pensamientos, en vez de mascullarlos en su cabeza, aunque esto último se deba a una falta de sutileza del guión, y no al actor.
Los espectadores nuevos, es decir, aquellos que nunca han leído ni visto nada del personaje, han mostrado satisfacción por tratarse de una entretenida obra de género. Las incoherencias argumentales han pasado desapercibidas entre este público, para asombro de quien les escribe.
Resulta curioso observar la evolución final de ambas inspiraciones. La primera, que se basaba en el personaje de un abogado perfecto de los años 50, se ha convertido ahora, en la versión de HBO, en un antihéroe tormentoso. Y la segunda, inspirada en el afligido detective sueco, modela en este nueva versión a un personaje plano que lucha contra el mal pero no coquetea con él. El actual Perry Mason a quien se parece en realidad es al viejo Wallander, porque el detective atormentado especialista en actuaciones que bordean la ley es ya de por sí un arquetipo desde que nació Phillip Marlowe.
No es de extrañar, por tanto, que los espectadores fieles al personaje original se hayan llevado un chasco con ambos títulos. Los departamentos de marketing de ambas corporaciones parecen haber olvidado que cuando se usa el fenómeno fan como herramienta de promoción no se consigue únicamente la atención del público y ya está. Los seguidores más inmersivos querrán ver un buen trabajo. Y si no lo encuentran pasarán de ser fans a trols automáticamente.
La publicidad gratis se transforma en cuestión de segundos en un arma de destrucción masiva. Como ha ocurrido con Memorias de Idhun, una serie que arrancaba con la fortuna de poseer, antes de nacer, a un batallón de acérrimos lectores que acompañarían la promoción de la serie mejor que nadie. Material valioso aunque contraproducente si se les decepciona. Cuando se toman decisiones desacertadas, como la del doblaje, la animación pobre o la debilidad del guión, se comprueba cómo los mismos aliados que ayudaron a aupar el hype no tienen ninguna duda de que ahora deben hundirlo. Por una sola razón: aquel personaje que amaban ahora es una mala imitación. Y no hay mayor traición que esa
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado