Un pueblo unido, armado con sus votos, se enfrenta a una sentencia judicial que les obliga a construir vivienda pública en sus barrios. Un alcalde les promete luchar contra los tribunales, pero pierde. Como acata la sentencia, le tratan de traidor. Esta lucha encarnizada entre la justicia y el estado de derecho y unos vecinos que quieren imponerse en su territorio para que sea homogéneo en lo económico, educativo y cultural, es quizá una de las mejores series políticas de la historia de la televisión. Detrás, cómo no, se encuentra David Simon adaptando un libro de una periodista del New York Times
VALÈNCIA. Comentaba hace unos días Luis Atienza en unas declaraciones recogidas por El Confidencial que la política no es plato de buen gusto para los profesionales que se ganan la vida por su cuenta. Dijo: "Los sueldos no son un aliciente para la mayoría de los profesionales; la mayor parte de la gente no resiste el escrutinio público al que ahora se somete a los cargos porque todo el mundo tiene algún renuncio, o cosas que pueden ser interpretadas como tales; la actividad política no da prestigio; la reinserción laboral, excepto para funcionarios, es complicada"
Ese "complicada" hace referencia a por qué algunos políticos se agarran con uñas a dientes a sus cargos. En la calle, lo saben, hace mucho frío. Especialmente para la gente que lleva años desconectada del trabajo o en el caso nada extraño en España y posiblemente también en otros países de que no hayan trabajado nunca fuera de los cargos representativos remunerados de la política.
No sería justo señalar que ese fuese el caso del protagonista de Show me a hero, una pequeña biografía sobre la trayectoria política de Nick Wasicsko, interpretado por Oscar Isaac, a partir del libro homónimo de la periodista del New York Times, Lisa Belkin. Pero lo bien que se refleja la desesperación de este político ante su desaparición de las listas electorales bien puede homologarse a la de nuestros egregios líderes. Tanto la suya como la de su amiga y enemiga Vinni Restiano, encarnada por Winona Ryder, que tiene un monólogo brillante en un bar explicando lo que se siente cuando se sale uno de los focos de la política: soledad miserable y la más absoluta irrelevancia.
Show me a hero es de 2015 y obra del padre todopoderoso de las series, David Simon. En su afán por, en sus propias palabras, "joder al espectador medio", la mini-serie consta de seis capítulos en los que se muestra en todo su esplendor un drama político-burocrático. No parece precisamente apasionante a priori, pero es una verdadera tragedia. En el barrio de Yonkers, un juez ordena que el ayuntamiento tiene que acatar las órdenes de desegregación, esto es, construir vivienda pública, que estaría habitada fundamentalmente por negros y latinos, en las zonas donde viven los blancos. Drama.
No hay más historia que la aplicación de esa sentencia, tal vez por ello puede que algún "espectador medio" se aburra, pero cualquiera con un mínimo de interés en el mundo que habita sentirá verdadera curiosidad por ver cómo se desarrolla la trama puesto que toca asuntos de total actualidad, aunque los hechos narrados ocurrieran a finales de los 80 y principios de los 90.
Para empezar, porque los vecinos, el pueblo, la mayoría de votantes se opone a la sentencia y, en consecuencia, votan a quien prometa luchar contra los tribunales. No solo el racismo motiva a los ciudadanos de Yonkers a desafiar a la justicia, también un hecho constatable y palmario: si en sus barrios se construye vivienda pública que será ocupada por gente con pocos recursos, el valor de sus propiedades se verá mermado. Eso les hace echar espumarajos por la boca.
En esta tesitura, al protagonista, Wasicsko, en una jugarreta poco meditada dentro del Partido Demócrata, le hacen presentarse a sus 28 años contra el republicano Angelo R. Martinelli, interpretado por Jim Belushi, que llevaba seis elecciones seguidas ganadas. La operación le sale mal a todos menos a Wasicsko. El alcalde le subestima y en los demócratas ven con gran sorpresa que su hombre de paja se lleva las elecciones. El motivo, que Wasicsko promete enfrentarse a los tribunales para que no se construya la vivienda pública, al contrario que Martinelli, que es más realista y ve que eso es misión imposible y que, de empecinarse, les llevará al desastre. Pero eso nadie lo ve. Se vota con ilusión porque si el pueblo unido vota todo lo puede, etcétera, etcétera.
Una vez en el poder, el flamante nuevo alcalde recurre la sentencia solemnemente y el tribunal no tarda ni veinticuatro horas en rechazar el recurso e instarle a construir las casas de una vez. A partir de ese momento, en cinco horas, veremos cómo este buen hombre no solo va comprendiendo el estado de derecho sino que además ¡llega a creérselo!
Por supuesto, los primeros en hacerle saber que ese no es el camino son sus votantes, que ahora le tacharán de traidor, le insultarán y llegarán a escupirle en la cara ante las cámaras, atávica costumbre para señalar a los desafectos a un patrimonio inmaterial de orden divino.
En el punto álgido de la serie veremos cómo su raciocinio y las leyes colisionan, como en un choque de trenes, con la voluntad de la mayoría de los votantes que quieren que su barrio sea homogéneo en lo económico, educacional y, ya de paso, si se tercia, en lo racial también.
Lógicamente, en las siguientes elecciones, Wasicsko sale propulsado de la alcaldía por el pueblo soberano y la ciudad y él correrán caminos distintos. En su caso, sufrirá el célebre fenómeno del jarrón chino y, conforme vaya bajando peldaños en la jerarquía política, comenzará a desesperarse. Los síntomas pasarán luego del nerviosismo a la ansiedad y finalmente el pánico del que ve ante sí la puerta de salida de la política. No adelantaré más hechos, que son históricos, por otra parte.
Porque la serie es mucho más. El problema social se muestra desde todos los ángulos. Desde el punto de vista de los negros y latinos, que sufren los problemas derivados de la pobreza, en cuanto a la salud, el trabajo, las drogas y la inseguridad de sus calles. Y también el de la gente bien, los oriundos del barrio, que consagran su vida a imponerse en su territorio llueve o truene.
Al margen de otras consideraciones, David Simon y su compañero del Baltimore Sun William F. Zorzi escribieron los guiones para que los dirigiera Paul Haggis, un cineasta que como guionista en Million Dollar Baby dio bastante dentera a un servidor y, como director, con Crash, la sensación pasó a ser de vergüenza ajena. Sin embargo, aquí hay que reconocer que lleva las seis horas de duración del proyecto con una elegancia y una sobriedad sorprendentes. Parece el mismísimo Sidney Lumet de El Príncipe de la ciudad.
Por último, admitir que sí, que el protagonista se parece físicamente a un joven Martínez Pujalte con bigote. Incluso al Aznar de Alianza Popular. Lo que hace que todo sea un poco desconcertante para el espectador español de determinada edad. También reconocer que suena Bruce Springsteen como para hacer vomitar a un encofrador de Brooklyn. Y que otra vez sí, que viniendo lo que se nos viene, la decisión final que toma Wasicsko parece muy razonable. Ya me dirán.