“Si tiene usted ganas de llorar pulse uno, de lo contrario pulse dos”.
El chico se sienta al borde de la silla con las rodillas muy juntas, no roza el respaldo, ni siquiera se ha quitado la mochila de la espalda porque mantiene las manos en los bolsillos.
“Si el llanto es todos los días, la mayor parte del día, pulse uno…”
Salta a la vista que no quiere estar mucho tiempo en el box, le incomodo yo, mi pijama blanco, mi cara cubierta, mis ojos que no ha visto nunca y le son molestos o escrutadores.
“Si siente que no hay esperanza para su futuro, pulse…”
No quiere hablar pero aprieta los labios. No quiere mirarme pero se abotarga, enrojece, los párpados se tensan sobre dos globos brillantes que se hinchan como papel mojado.
“Si lo siente todos los días, la mayor parte del día, pulse…”
Sucede que la profe de filosofía y la orientadora lo han encontrado en la verja del instituto con los codos en las rodillas y la cara oculta por las manos. Sucede que quería irse, es lo que le ha dicho a las profesoras. Irse pero (y aquí por fin me mira a los ojos) no a su casa. Irse. Usted ya me entiende.
“Si querría matarse, pulse…”
Lo sé. Alguien en un despacho frío ha puesto Ideas de autolisis en su motivo de consulta. Discriminador: conducta extraña. Estado: en silla de ruedas. Estado: Andando.
“Si ha pensado Usted el modo pulse…”
Pero el chico ignora que hay una pestaña en su ficha electrónica donde todas esas opciones binarias lo definen, lo clasifican, lo lanzan por un sistema de iconos y alertas que él no asociaría nunca a su dolor. Le define el dolor, le define su mochila gastada por los bajos y el corte al uno que despeja sus sienes. No hay ni sombra de todo esto en el mundo de los algoritmos, los corredores y pasadizos virtuales que levantan los bytes, esos marcadores que aspiran a arponear su alma y hacerla transitable como un mapa de Ikea.
No hay ni sombra de mí tampoco en un algoritmo de la futura medicina personalizada, la que ya se está cocinando en las marmitas de los bioinformáticos y sanitarios entusiastas de la inteligencia artificial. Sistemas de datos que dilucidarán el estado de ánimo por el tono de voz o la cadencia y tono con la que se toquetea un Smartphone. Que traducirán las fluctuaciones de humor a una escala categorial, un sistema métrico que quizá derive en la pérdida del empleo si no se custodia bien el dato. Prodigiosas aplicaciones que aspiran a hacer la vida satinada, dócil. Mientras tanto los jóvenes no quieren vivir. Son profundamente infelices.
El chaval se encoge de hombros y hace una nueva pausa que ya no es tan incómoda. No soy un reloj parpadeante, ni un icono de búsqueda en espera. La pausa llama a las lágrimas y el chaval se tapa la cara para llorar. Minutos después se habrá liberado un poco la tensión de su mirada, estará fumando junto a mí en la puerta de urgencias. En cuanto el celador nos deje solos y nos explique dónde va el freno de su silla de ruedas, su historia cubrirá lo que abarca liarse dos cigarrillos. La mañana estará alta y será grata en la cara, como el tacto áspero del tabaco en la garganta, como el mes de abril que secará poco a poco sus pestañas apelmazadas. En unos cuarenta minutos me habrá contado que no, que nadie le había preguntado nunca quién era él, ni qué necesitaba, ni qué sueños tenía de pequeño. Que ni siquiera cuando lo intentó con las pastillas de su madre a los quince se sintió escuchado. Que sí, que recuerda una psicóloga, pero se dedicaba a arreglar cosas. Cosas dice. Cosas de alrededor. No sus cosas.
Miro el reloj de reojo y me alarmo. Tengo más pacientes esperando en la urgencia, todos parecen graves. Asombrada del tiempo que ha pasado, me pregunto si estoy viviendo una escena antigua. Una velocidad caduca. El tipo de encuentro a punto de extinguirse, como las pizarras de tiza y las cabinas de Telefónica.
Pero alguien tendrá que ponerse a la tarea con los adolescentes suicidas, ¿quién los atenderá cuando estemos agotados y no haya relevo? Somatizaciones, problemas anímicos, de agresividad, adicción a las tecnologías y desórdenes del sueño; es el sector que, después de los ancianos y sanitarios, más acusa la fatiga pandémica. La frecuencia de crisis se ha disparado de tal manera que pronto abreviaremos la acogida, la reproduciremos en serie, protocolaria y enclenque, en su versión magra, desprovista de sustancia. En un país que ni siquiera tiene aprobada la especialidad de psiquiatría infantil, no se prevé la pronta llegada de refuerzos. El reto abarca más allá de lo sanitario: educadores, familias, vecinos, voluntarios...
Pero los adultos también estamos secuestrados por nuestra vida digital y a veces temo que, en unos cuantos años, poca gente recuerde los códigos de una escucha a la manera analógica.
“Preocupan las conductas suicidas de los más jóvenes en relación con la pandemia”, dice Tabarés, el nuevo comisionado valenciano para la Salud Mental. parece el nuevo Quijote de los planes de salud mental, desanuda la esperanza amordazada del sector, abre sonrisas pero también bostezos maliciosos, ¿cuántos planes se han dado ya? Rafa está ilusionado con el catedrático, cree que sí, cree que por fin ya. Nos felicitamos por su visibilidad, el nuevo cargo no ha dejado de crear titulares y éste de los suicidios es, sin duda, es el que capta la atención de los redactores sensibles.
Rafa me trae una edición en papel de El País donde el comisionado domina la sección de Sociedad con pose de existencialista francés (gabardina incluida). Me emociono, me digo sí, creo que sí, creo que por fin ya. Los ojos se me escapan a la página vecina, en la que un hombre posa junto a su perro frente al Congreso: reclama una ley justa en el reparto de mascotas en los divorcios. Ambos hablan de justicia, de indefensión. Ambos se abrigan con una gabardina color avellana y brillan por encima de Fernando Simón, a quien marginan en un recuadro insulso bajo sus pies. El uno mira al cielo de la Academia, el otro a su perro. Juego un instante a las siete diferencias antes de leer que la Cámara declara por fin que los animales son seres con sensibilidad. En este punto, como en necesidad de un plan transversal de salud mental, brota un sorprendente consenso entre los grupos políticos. Deshumanizarnos es lo único que nos lleva a ser humanos.