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LA LIBRERÍA

Sánchez Dragó: “El único deber revolucionario que tiene un escritor es crear belleza”

Planeta publica 'Galgo corredor', segundo volumen de las memorias del escritor que irrumpió en el mundo de la literatura con la obra monumental sobre la historia mágica de España que es Gárgoris y Habidis.

20/07/2020 - 

VALÈNCIA. Las restricciones producto del coronavirus no han impedido que Galgo corredor. Los años guerreros (de 1953 a 1964), segundo volumen de las memorias de Fernando Sánchez Dragó tras Esos días azules. Memorias de un niño raro, haya llegado a los anaqueles de las librerías. Conversamos con el escritor por teléfono: nos atiende desde su refugio soriano en Castilfrío de la Sierra para hablar de la vida y del tiempo —que es en definitiva de lo que uno habla cuando habla de la memoria—, y también de la textura del pan, y de una flor amarilla.  

En esencia, ¿has cambiado mucho de los años de militancia antifranquista de los que se habla en este libro hasta hoy? 

En esencia, nada. Absolutamente nada. A mí me sorprende comprobar, cuando releo las cosas que escribía en mi juventud o en aquellos años, incluso las redacciones que escribía en el colegio, que más o menos decía las mismas cosas, en un lenguaje, en fin, menos elaborado, que las que digo ahora. Creo que hay algo que nunca cambia en una persona, y es el carácter. El carácter, decían los griegos, es el destino. Yo tengo fama de ser persona versátil, porque en aquellos años estaba en el Partido Comunista y ahora no se puede decir que sea un gran entusiasta de esa ideología, pero la actitud con la que me enfrentaba a la vida era exactamente la misma que la de ahora, es decir: la rebeldía. En aquella época lo que quería era oponerme, oponerme a lo que hubiera. Ya lo decía mi madre y lo cito en el libro: cuando yo llegaba a un sitio lo primero que decía era, de qué se habla, que me opongo. Ese era mi carácter, y lo sigue siendo. Así que no, en esencia no he cambiado absolutamente nada, pero matizo: estoy muy de acuerdo con esa frase célebre de Ortega que dice que yo soy yo y mis circunstancias. Lo que sí han cambiado son las circunstancias. 

En un pasaje del libro referente a una de tus detenciones y entradas en la cárcel mencionas que podrías haber huido de España. Ahí mismo indicas que no entiendes por qué no te fuiste. En otro afirmas que ya no te sientes español, pero también eres una persona que ha escrito Gárgoris y Habidis, que es una declaración, se diría que de amor y respeto profundo a estas tierras. Has viajado mucho, pero, ¿te has planteado alguna vez huir definitivamente de verdad? ¿Cómo es ahora mismo tu relación con España?

Sí, me he planteado en infinitas ocasiones huir definitivamente de España, pero claro, cuando escribí Gárgoris y Habidis no era esa mi actitud: en aquel momento estaba en el exilio, y en el exilio, pues bueno, la verdad es que la patria chica o grande que sea crece, crece, crece. En mi caso creció hasta llevarme a escribir un libro tan monumental y que me dio tanto trabajo como ese. Ahora no escribiría ese libro; bueno, mejor dicho: sí lo podría escribir, pero es Alicia en el País de las Maravillas. Me inventé una España apoyándome en un verdadero aluvión de datos —porque trabajé mucho, me documenté mucho—, pero ahora ya no tengo esa misma actitud. ¿Huir de España? Me encantaría. Sigo viajando, sigo viajando mucho, pero antes viajaba para conocer sitios, ahora ya no, ya los conozco todos y además el turismo los ha planchado. Ha convertido el mundo entero en algo que es idéntico a sí mismo, ya no hay variedad alguna, no cabe buscar nada en el viaje, no cabe buscar eso que decía Baudelaire de irse al fondo del horizonte para encontrar lo nuevo al fondo de lo desconocido. Ahora viajo no para conocer sitios, sino para huir de España, pero es que España se ha convertido para mí en un lugar inhabitable, porque me conoce todo el mundo, y yo eso, ya sé que no me creerás, nadie me cree, pero no lo puedo soportar. Toda mi vida he sido un solitario, de hecho te estoy hablando desde este villorrio solitario de Castilfrío de la Sierra que es donde paso buena parte del tiempo cuando estoy en España. 

Por eso España se ha convertido para mí en el peor país del mundo para vivir, pero también por otros motivos: escribí un libro que se llama Y si habla mal de España es español, que es un libro antipático, el único libro antipático que he escrito, porque generalmente mi literatura es jovial, alegre. Aquel no lo era, estaba muy encabronado con España. España es un país donde el número de sinvergüenzas es muy superior al número de sinvergüenzas que existen en otros países, y esto pesa. España es un país devorado por la envidia, la aristofobia que denunciaba Ortega, todo el mundo tiene envidia de sus semejantes, y eso realmente lo convierte en un país muy incómodo para vivir. Por otro parte pues chico, yo no soy de bares, no soy de playas, no soy de terrazas, parece ser que aquellos que dicen que España es un país fantástico son de bares, de terrazas y de playas, tres cosas que a mí no me gustan. Así que me siento incómodo en España. Ahora bien, también reconozco que mi familia, mis amigos, mis hijos, están aquí, y sobre todo mi lengua, la patria de un escritor: estar en contacto con la lengua viva es algo para mí importantísimo. Pero vamos, si pudiera marcharme al planeta Marte, no titubearía un momento.

Lo que pasa es que claro, y eso sí tiene que ver con este libro que publico ahora, esa España, la España de esos años, los doce años que abarca el libro, y que yo pinto con colores muy halagüeños, era una España extraordinaria, pero era una España extraordinaria no como fácilmente interpretarán algunos por el régimen que imperaba en ella, no, no, era una España que seguía siendo la España del noventa y ocho, que seguía siendo la España de las novelas de Baroja, la España de Valle-Inclán, la España de la generación del 27, la España en definitiva de los años anteriores a la Guerra Civil, esa España todavía no se había extinguido. Esa España en su día llevó a Hemingway, antes siempre de la Guerra Civil, a decir que España era el mejor país del mundo para vivir, al menos para una persona como él. Bueno, yo intentaba en aquellos años de juventud, y no lo escondo en el libro, parecerme a Hemingway. Pero ya no existe esa España, no queda ni rastro, ni sombra de ella, así que...

¿Has callado mucho en estas memorias? ¿Ha habido algo que hayas omitido? En cuyo caso tampoco creo que me lo fueses a decir, claro, pero, ¿te has quedado con ganas de contar algo?

[Risas] Hombre, es verdad que no lo puedes contar todo, pero no lo puedes contar todo no por voluntad de ocultamiento, sino porque ya me ha salido un libro lo bastante grueso. Sucedió mucho en aquellos años, fueron años de una intensidad extraordinaria: la generación del 56, el motín de los universitarios, las luchas políticas sin las cuales no se entiende la España posterior a la muerte de Franco, la España de la Transición e incluso la España actual. Se cruzaba la historia de España con mi historia personal, la historia de un polluelo que rompía el cascarón, salía del barrio de Salamanca, salía del colegio del Pilar, y de repente se daba de bruces con aquel Madrid, con las primeras mujeres, con los pinitos literarios, la bohemia, y con aquella España que acabo de evocar hace un momento, y eso lo llenó todo de luz. De hecho mi libro es un libro alegre, pero claro, no he podido contarlo todo. Hubo mucho más. 

Lo del pan tipo chicle que mencionas cuando hablas de los bocadillos de Madrid, parece que es una epidemia: ¿por qué es tan malo el pan ahora en tantos sitios? ¿Y por qué parece que nos da igual?

Es un símbolo. Pasa en Madrid, en València, en Burgos y en Bilbao. Pasa en toda España. El pan se ha convertido en algo asqueroso, se ha convertido en chicle. Claro, con algunas excepciones. Por ejemplo aquí, en este villorrio de Castilfrío, a diez kilómetros de donde me encuentro hay una panadería, una tahona de las de toda la vida, que elabora un pan verdaderamente extraordinario, que dices, ¿por qué esto no se puede hacer en el resto de España, y por qué mis compatriotas, que están acostumbrados a comer pan desde la noche de los tiempos, no protestan y siguen consumiendo ese pan? ¿Por qué uno va a comer algo tan exquisito como el bocadillo de calamares, una ocurrencia genial, y se lo ponen en ese pan? El español es muy sumiso, es muy mansueto. Aquí habrá mucha tauromaquia, pero luego los toros salen más bien mansos. 

Al principio de este segundo volumen dices que solo te interesa la literatura egográfica. ¿Qué lees últimamente? ¿Qué autores actuales te interesan, en caso de que te interese alguno? 

Empiezo por el final: a mí fundamentalmente me interesan los clásicos. Suelo decir que el mejor de los modernos es peor que el peor de los clásicos. Pero debido a esos ochenta y tres años que ya llevo a cuestas, lo que más me gusta es la relectura, volver a leer aquellos libros que me marcaron, algunos de ellos en años infantiles. Saco mucho más gusto a la lectura de esos libros que a la lectura de las novedades. Cuando leo novedades, a veces hay libros que me interesan, por su tema, por el autor, pero lo hago porque bueno, aunque cada vez menos, he practicado periodismo cultural, programas de televisión, de radio, y claro, eso me obliga a leer las novedades, pero las cojo con mucho escepticismo. Y esto que me pasa con los libros, me pasa también con el cine. A mí me gusta mucho el cine: el cine, que es la narrativa de nuestra época, está presente en Galgo corredor. Ahora mismo estoy leyendo un libro que se llama Dominio, de Tom Holland, medio historiador medio periodista británico, del cual leí hace unos cuantos años un libro sobre el imperio romano que se llamaba Rubicón. Este cuenta la historia de la mayor revolución que ha habido en la historia del mundo, que en definitiva es la historia del cristianismo. También estoy leyendo un libro de Emilio del Río, sobre la vida menuda, cotidiana, que precisamente se llama Calamares a la romana

Tienes un perfil de Twitter desde marzo. ¿Qué te llevó a crearlo?

El confinamiento, la verdad. Yo había despotricado de las redes sociales, había jurado y perjurado que jamás entraría en este lodazal, pero me quedé confinado y me sucedió una cosa curiosa: me expulsaron, me echaron manu militari del periódico en el que yo colaboraba prácticamente desde su fundación, y en el cual en los últimos doce años con puntualidad británica he estado publicando mi columna El lobo feroz. De repente de la noche a la mañana, con una llamada de un minuto y medio de duración, me ponen de patitas en la calle. Yo había fundado un periódico a los ocho años, un periódico que se llamaba La Nueva España, manuscrito, hológrafo, de ejemplar único, que era un plagio del ABC —el periódico que se leía en mi familia—, y que además alquilaba a mis vecinos del inmueble en el que vivía por cinco céntimos de peseta, [risas] con lo cual puedo alardear de haber cobrado ya derechos de autor cuando tenía ocho años. Ahora con ochenta y tres me vi desposeído, porque yo desde entonces siempre he tenido un órgano de prensa, a veces multitudinario, a veces minúsculo, en el que podía exponer mis opiniones y publicar lo que escribía, y de repente en el mes de marzo me encuentro sin él. Entonces miro a mi alrededor y digo, pues me voy a meter en las redes. Por curiosidad, con ánimo de diversión. Mi estrategia en la vida siempre ha sido aprovechar el impulso del enemigo, como en las artes marciales. ¿Me cierran la columna? Pues ale, me meto en Twitter. Puertas que se cierran, ventanas que se abren. 

Hace poco dijiste en Twitter que habías comprado tu tumba, y mucha gente se preocupó. ¿Tenemos demasiado miedo a mencionar la muerte? ¿Por qué?

Hay un pudor estúpido en la sociedad actual. Oye, la muerte está ahí. Desde que nacemos es nuestra compañera. La muerte es el reverso de la vida. Los sabios de la antigüedad hablaban continuamente de la muerte. Incluso los santos del yermo tenían una calavera en la mesita de noche. Yo desde hace ya muchos años, aquí en mi estudio de Castilfrío, tengo enfrente de la mesa de mi escritorio un ataúd, sobre el cual he ido colocando todos los premios que me han ido dando a lo largo de la vida, esas estatuillas, en fin, porque todo eso es vanidad de vanidades. Esta zona es muy pobre, es un ataúd que nos encontramos en un pueblo abandonado, un ataúd solo de velorio, porque a la gente la enterraban a pelo porque no había dinero para funerales más pudientes, y el ataúd, debidamente fregado con lejía, lo recuperaban para sucesivos velorios. Lo lavé yo también, lo restauré un poco, y lo tengo delante de la mesa en que trabajo. 

A mí todo eso me divierte. Yo me he pasado la vida entera, la vida pericolosa de los años que ya evoco en Galgo corredor, jugueteando con la muerte. He estado en guerras, he estado en la Guerra de Vietnam, por citar un clásico, he estado en el terremoto de Fukushima, en tsunamis, volcanes... La muerte siempre me ha interesado, y el humor negro también me ha fascinado siempre. Es verdad que he comprado mi tumba. Es literal. Es más: tengo un documento muy divertido que quiero fotografiar para colgarlo en Twitter, el documento por el cual el obispado del burgo de Osma, que es el propietario del camposanto de Castilfrío donde yo tengo ya mi parcelita preparada,  tenía que concedérmelo, y para eso tenía que revisar que yo era una persona que no iba a desentonar en un entorno sagrado [risas]. Tiene un texto muy divertido, lo quiero publicar. He tenido que pagar doscientos cincuenta euros y todavía me quedan por añadir, que le tengo que dar al párroco, quince euros. 

¿Tienes ganas de escribir de todo lo que ahora vivimos -pandemia y demás-? ¿Te interesa esta época como sustancia sobre la que escribir?

A mí la actualidad no me interesa, me interesa la historia. Yo llego al extremo de que me gusta leer el periódico con varios días de retraso. Incluso con varios meses de retraso. Me acostumbré a eso precisamente cuando andaba por Asia los años del exilio. Entonces no había internet, no se vendía prensa española en los países que yo visitaba, y mi padrastro, que era un santo varón, se tomaba el santo trabajo de enviarme el ABC: reunía treinta ABC, hacía un rollo con ellos, y me los enviaba por correo postal. Tardaba en recibirlo yo, en Tokio, en Delhi, en Yakarta, dos meses. Me acostumbré a leer la prensa atrasada y me di cuenta de que es utilísimo, es mucho más interesante, porque te permite discernir entre las noticias que se esfuman, que no tienen ningún peso en la historia, y aquellas que permanecen. Escribir sobre esto que está sucediendo ahora, bueno, lo he hecho en las columnas, pero hacer literatura con eso, no, no tengo la tentación. 

¿A cuántos volúmenes está previsto que lleguen estas memorias?

Te lo digo casi, casi en secreto, que no se entere la editorial [risas]. ¿Por qué mi literatura es egográfica? No, como la gente pueda pensar, por egolatría, por narcisismo, ¡qué va! Es porque como yo a los tres años —eso está contado en el primer volumen de mis memorias, el de Esos días azules. Memorias de un niño raro— ya dije que iba a ser escritor —yo nací escritor, siempre me he sentido escritor, para mí la verdadera realidad es la literaria—, todo lo que he hecho en la vida ha sido conducente para poder escribir. De ahí que empecé a construir mi propia vida como la de un personaje literario: mi vida es muy novelesca, no sé si soy mejor o peor escritor, no soy yo la persona llamada a decidir eso, eso lo tienen que decidir los lectores, y en todo caso la posteridad, esa señora de opulentos pechos si es que llego a ella, pero lo que sí sé es que soy un buen personaje de novela. Soy un buen personaje literario: guerras, cárceles, exilios, mujeres, matrimonios, rupturas, hijos. Entonces bueno, lo normal es que a la hora de echar mano de un protagonista para mi literatura, eche mano de mí mismo. Por eso prácticamente toda mi literatura es egográfica, y claro, como he vivido así, pues esa vida mía novelesca da mucho de sí literariamente: estoy ya prácticamente empezando el tercer volumen de mis memorias, del que tengo ya el título, que a lo mejor cambia, pero que en principio se va a llamar Una flor amarilla. Los años viajeros

Y luego, la verdad, calculo yo que me quedan otros tres. Claro: tengo ochenta y tres años y yo no sé si voy a tener vida suficiente para afrontar esa tarea, o si mi cabeza y mi corazón van a tener la vitalidad suficiente para afrontarla. Escribir es muy duro, la gente no se da cuenta de lo duro que es. Yo escribo con el alma y en todos los sentidos posibles. No soy un escritor rápido, soy un escritor lento, que busca cada palabra, que coloca cada coma, que busco la perfección. No digo que la consiga, pero al menos la busco, por eso [risas] no sé si voy a tener tiempo. Por otro lado, en fin, ahora que hablamos de la muerte [risas], te confieso que yo abrigo la convicción de que las personas a las que les queda todavía algo importante que hacer para que se cumpla, para que se complete el ciclo de su vida, no se mueren hasta que no lo hacen, entonces imponiéndome esta tarea hercúlea, colosal, de añadir otros tres volúmenes por lo menos a mis memorias, pues a lo mejor estoy prologando mi vida: un elixir de la eterna juventud. 

Esa flor amarilla, si no me equivoco, aparece en tu libro La prueba del laberinto. 

Claro, claro, eso es una obsesión: cuando yo irrumpo con fuerza en la literatura fue que cuando me puse a escribir Gárgoris y Habidis, emprendiendo una tarea de años y años y años de acumulación de material y de redacción de ese material, y eso se puso en marcha cuando viajando por la India en mil novecientos sesenta y ocho y sesenta y nueve, viví un episodio que yo no sé si era fruto de la imaginación o fruto de la realidad hindú que es como es, y es que estaba yo atravesando de lado a lado la India, a la altura de la cintura, por así decirlo, desde las cuevas de Ayanta —de ahí que mi hija, escritora también, se llame Ayanta— hasta Madrás, en el océano Índico. Estuve conduciendo toda la noche el indómito Volkswagen, ese coche que tanto aparece en mi novela El camino del corazón, y ya a las cinco de la mañana, aturdido al haber estado conduciendo toda la noche, cuando llegué, se abrió frente a mí el Océano Índico: aparecieron las palmeras, despuntó el Sol, un momento mágico, y había un paso a nivel que me cerraba el paso. 

Frené, y se me acercó un faquir, uno de estos individuos desgreñados, febriles, de ojos brillantes que pululan por la India. Yo estaba fumando un cigarrillo y tenía el codo apoyado en la ventanilla del coche, entonces me dijo imperiosamente: echa la ceniza de ese cigarrillo en tu mano, cierra la mano, y yo le obedecí, lo hice, abrí la mano, y ya no había ceniza, había una flor amarilla. Interpreté que había llegado la hora de tomarme la literatura en serio, de sentarme a escribir durante todo el tiempo que fuese necesario, y eso se inspiraba en una página de Borges que se refiere a la rosa amarilla que un momento antes de morir vio el poeta barroco italiano Giambattista Marino, y en ese instante comprendió que el arte no era como su vanidad había soñado, un espejo del mundo, sino algo añadido al mundo. Me dije: hostias, claro que sí, porque yo, como buen revolucionario de la época, como buen rebelde de la época, creía mucho todavía en la literatura comprometida, en la literatura —o el arte en general— puesta al servicio de la revolución, de la democracia, de la libertad o de lo que fuera, y ahí me di cuenta de que no, de que el único deber revolucionario si quieres llamarlo así que tiene un escritor, es el de crear belleza. El de añadir algo nuevo al mundo.


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