VALÈNCIA. El 29 de abril de 1986, como todos los días ocurrieron cosas. La más importante, o al menos la que más eco mediático tuvo fue el accidente nuclear de Chernóbil, en el que fallecieron 31 personas y obligó a 100.000 personas a desplazarse. En la otra parte del mundo, medio millón de libros fueron las víctimas silenciosas del que se convertiría en el incendio más importante de un edificio público norteamericano, el de la librería pública de Los Ángeles. A casi nadie le importó entonces.
El amor por las bibliotecas de Susan Orlean provocó una enorme consternación por el hecho, y en La biblioteca en llamas (Temas de hoy, 2018) se dedica a investigar el suceso. Más allá de averiguar las causas del suceso, Orlean loa el espacio público, la cultura colectivizada, el acceso a la información… Todo aquello que supone un espacio que podría desaparecer.
La reflexión no le quita terreno a la intriga, y la historia ya ha sido comprada por Paramount Pictures para adaptarla a una serie de ficción. Sus otras dos adaptaciones fueron la mediocre Blue Crush, basado en una artículo suyo, y Adaptation, el film de culto de Spike Jonze con guion de Charlie Kauffman que adaptó parte de su libro El ladrón de orquídeas pero que retorció hasta quedar irreconocible. En está ocasión, ha decidido encargarse también de la adaptación.
La autora pasó ayer por València para charlar con la periodista Marta Robles en el marco de Xats a la Fundació, en una conversación con el título La maldición de la ignorancia. Antes, atiende a las preguntas de Culturplaza.
- El interés por los hablar de sucesos reales es una clara tendencia de la ficción en estadounidense, ¿es el género del true crime o del whodoneit la manera de hablar de la sociedad americana sin culpar a la política?
- En el caso de este libro, sí se ha cometido una especie de comentario sobre la política. Al principio no lo veía necesario, pero cuando la trama habla de un caso de destrucción de información se vuelve algo muy actual, y entre líneas se puede leer ese mensaje de la política actual. Cuando empecé a contar esta historia aún estaba en la época de Obama, pero llegó la era Trump y la idea de destruir una biblioteca adquirió un significado completamente diferente.
- El libro es un producto cultural de consumo más individual que otras disciplinas como el cine o el teatro. Las bibliotecas, como espacio público, colectivizan ese producto, ¿es eso lo que tanto te atrae del lugar?
- Me interesa mucho la combinación entre la lectura, que es algo mucho más íntimo que ir al cine a un auditorio, y hay algo maravilloso en cuanto a la idea de que la gente se reúna para dedicarse a esta actividad privada e íntima. También es verdad que las bibliotecas son un espacio común y protegido para estas voces individuales, me parece casi milagroso.
- En tu carrera, eminentemente arraigada a la literatura y a los libros, ¿te interesa más ese ámbito personal o el colectivo?
- Estoy muy atraída por las historias que hablan de las cosas que compartimos. Es una cosa bastante norteamericana de abordar la dialéctica entre el sentido de identidad individual y lo público. Me llama la atención las conexiones que pueden juntar a esta sociedad tan individualista, las cosas que pueden juntar a gente que tiene un sentido tan profundad de su individualidad. En mi primera novela, Saturday Night, fui a 18 lugares diferentes de Estados Unidos para observar cómo celebraban los sábados por la noche, y no importaba si era joven, mayor, rico o pobre, había un rito de preparación para esa noche.
- En tus artículos en The New Yorker hablas de historias cotidianas, de gente común. Obviamente, hay espacios de la literatura dedicados a estas, pero el periodismo vive ahora mismo de la actualidad frenética, ¿por qué cree que el periodismo se ha de encargar de este tipo de historias?
- El periodismo tiene la obligación de hacerlo. Existe esta tendencia a contar historias extraordinarias y espectaculares, virales, y nos hemos olvidado de las historias cotidianas. Debería ser parte esencial del periodismo hacer por conocernos mejor.
- El incendio del que habla el libro no transciende porque la atención mediática se dirige a Chernóbil, ¿qué nos estamos perdiendo?
- El problema reside en que ni siquiera sabemos lo que nos estamos perdiendo. En los últimos años ha habido tantas noticias dramáticas y distractoras que ni siquiera podría calcular lo que nos estamos perdiendo, de lo que no nos enteramos. Por ejemplo, la guerra de Sudán del Sur ha sido silenciada por polémicas de la administración Trump. Hay gente que piensa que esas noticias se fabrican con la intención de desviar la atención. Yo no quiero señalar a Trump, pero muchas veces sí que parece que hay noticias que se crean para que no se hable de cosas que a la población le puede interesar mucho.
- La biblioteca pública de Los Ángeles es la protagonista de su libro. Tanto en España como en EE.UU. hay una en cada pueblo, pero se está borrando del imaginario de las nuevas generaciones. No se trata de demonizar a las nuevas tecnologías, pero, ¿cuál es el camino que deben seguir?
- Las bibliotecas se entienden muchas veces como enemigas de las nuevas tecnologías, pero no es así, sino todo lo contrario: las han abrazado y ahora forman parte de sus actividades. Son espacios que ahora están abiertos a nuevas maneras de facilitar información y contar historias, han creado colecciones de fotografía, de cine y de música y continúan redefiniéndose... Si sólo se consideran museos de libros, acabaran siendo irrelevantes.
- Hablemos de la charla de esta tarde. Los estereotipos que desde Europa tenemos de los norteamericanos nos hace crear la relación simple de ignorancia con Donald Trump y la sociedad que representa, pero la realidad debe ser mucho más profunda, ¿no?
- Sí, por supuesto. En primer lugar, hay que decir que Donald Trump no representa a la mayoría de los votantes estadounidenses porque no habla de lo que realmente interesa a la gente. En el país tenemos la bendición y la maldición de vivir muchas realidades diferentes: es un país inmenso que durante cierto tiempo ha dominado el mundo, y eso nos ha hecho perezosos a la hora de conocer más allá de nosotros mismos. Pero aun así, no es cierto que la mayoría de estadounidenses sean ignorantes. EE.UU. es tan diverso como el mundo entero, somos un microcosmos, y no solo a nivel étnico, sino también cultural.
- Hay una diferencia perceptual entre la high y la low culture, como si dependiendo de qué artes, te dirigieras hacia el conocimiento o hacia la ignorancia. Pero eso es una visión tremendamente clasista ¿Qué significa -realmente- la ignorancia?
- Completamente de acuerdo. Primero estaría la definición de ignorancia como una falta de conocimiento, pero yo prefiero entenderla como la actuación deliberada de no querer saber. No se trata tanto de falta de conocimientos sino de tener una actitud pasiva ante estos, así que no creo que la low culture lleve a la ignorancia. Creo que mi visión es más optimista.
- Se lleva mucho culpar a las fakes news como causa principal de la ignorancia de la gente, ¿la única solución son las real news?
- Desafortunadamente, creo que las fakes news tienen la perversión de hacerte pensar que conoces algo que, sin embargo, es erróneo. No te dice que eres ignorante, y eso es mucho peor que ese estado pasivo de ignorancia.
- Trabaja para The New Yorker, pero también ha escrito para Vogue, Esquire o Rolling Stone. En EE.UU. hay todo un ecosistema de revistas muy populares que hablan de actualidad, ¿es este formato la mejor manera de llevar conocimiento a las clases populares?
- Creo que las revistas son un formato ideal: una manera de educación disfrutable. Arrojan luz a diferentes áreas y son un soporte que permite hablar de aquello que se desconoce, pero en los últimos 10 años su situación financiera ha sido malísima. Los libros son maravillosos, pero las revistas de alguna manera tienen la ventaja de que tu compromiso con ellas puede durar únicamente un día, en vez de seguir durante meses un libro.