Ahora que se ha confirmado la dureza del invierno y su persistencia a lo largo de las semanas, busco ese calor del alma como refugio. A veces sirven los recuerdos imaginarios. A veces, las palabras. Otras, en cambio, las voces
VALÈNCIA. El mes de enero se extiende como un blue monday interminable. Hoy, día 28, cuarto lunes de este mes agotador, el frío parece más intenso, la gripe ha alcanzado el grado de epidemia y ni siquiera percibimos esa ganancia de horas de luz que nos conducirá (quién sabe) a la primavera. Recuerdo ese texto de Jaime Gil de Biedma que arranca con esa premonición que ahora cristaliza cada mañana cuando suena la alarma del despertador: “definitivamente / parece confirmarse que este invierno / que viene será duro. / Adelantaron / las lluvias y el Gobierno, / reunido en Consejo de Ministros, / no sabe si estudia a estas horas / el subsidio de paro / o el derecho al despido, / o si sencillamente, aislado en un océano, / se limita a esperar que la tormenta pase / y llegue el día, el día en que por fin / las cosas dejen de venir mal dadas.”. Son versos de hace sesenta años, pero valdrían para esta misma mañana.
De vuelta a casa,observando la ciudad a través de la ventanilla, todo adquiere la misma cadencia que Der Leiermann, la preciosa canción de Schubert. Acordes menores, tempo lento, y la voz del barítono Thomas Quasthoff se adentran en esa noche punteada por la luz de las farolas, los intermitentes y los escaparates, mientras la letra cuenta en un alemán que no entiendo la escena de un organillero haciendo sonar su instrumento a la intemperie, convocando quizás a la muerte.
No conviene confundir la ternura con la tristeza, ni la delicadeza con la languidez. Hubo un tiempo en que sonaba Spiegel im Spiegel de Arvo Pärt y su dulzura lo invadía todo, como si una nevada lenta, copiosa, escandinava cubriera inocentemente los tejados, las aceras o las chapas de los coches. Una vez, en una clase de literatura, estábamos leyendo un poema de Rubén Darío en el que el poeta (la voz) entraba en un salón y encontraba a Carolina dormida en el sillón, vestida con finura y elegancia, y ese soneto cursi terminaba de esta manera: “Abre los ojos; mírame con su mirar risueño, / y en tanto cae la nieve del cielo de París”. Te juro que en ese preciso instante nevaba y que ese mismo cielo gris, plomizo, helado, cubría el extrarradio vacío de París.
Ahora que se ha confirmado la dureza del invierno y su persistencia a lo largo de las semanas, busco ese calor del alma como refugio. A veces sirven los recuerdos imaginarios. A veces, las palabras. Otras, en cambio, las voces.
Dejo como sonido de fondo las clases magistrales que Ricardo Piglia grabó para la televisión pública argentina a propósito de Jorge Luis Borges. Lo oigo como se oye la radio, enlazando sus frases con mis pensamientos, volviendo a la argumentación del maestro, recomponiendo el hilo de esa lección y tratando de retener algunas frases, algunas ideas o algunos versos que en la voz del profesor parecen magníficos.
Escucho la historia del guerrero y la cautiva, y anoto el título para leerlo al día siguiente. Un guerrero que en el asedio de Ravena, fascinado por una ciudad que no comprende pero que manifiesta una inteligencia superior, decide cruzar los muros y perecer en la defensa de la ciudad sitiada. Una cautiva inglesa que termina sus días bebiendo la sangre caliente de una oveja degollada, ante los ojos de la civilización del Fuerte Lavalle. Quién sabe las traiciones que nos adjudicarán a lo largo de nuestra vida y que nosotros, en cambio, las viviremos como una conversión salvífica.
Escucho a Beatriz Sarlo mientras hago la cena. Ahora que las noticias y las tertulias de actualidad se equiparan al ruido, encuentro un placer extraño en esa combinación de actividades prosaicas y exquisitez intelectual. Lo pienso mientras saco las sartenes, enciendo el fuego o pongo la mesa. No por una vocación de esnobismo, sino porque en el fondo me ayuda a mantener la esperanza de que lo inmediato no acabará desplazando siempre a lo importante.
Los oigo hablar de los héroes de Borges. De las historias de infamia, de los guapos, de los hombres de la esquina rosada. Disertan sobre la transfiguración de héroes en ciudadanos y, como en una pendiente pronunciada, de la transformación de los ciudadanos en consumidores. Reflexionan sobre la existencia de un orden inmutable en los mapas, en las bibliotecas o en la memoria, aunque los seres humanos no alberguemos la capacidad de conocerlo.
Me concentro en esa idea mientras abro y cierro la nevera, los cajones y controlo la hora para que no se haga demasiado tarde. Piglia alude al cuento La casa de Asterión, en el que el minotauro de la mitología griega, cansado de vagar por un laberinto sin final, se deja matar por Teseo como punto culminante de su liberación. Nunca accederemos a la percepción del otro. Explica en Deutsches Requiem, la vida y la muerte de Otto Dietrich zur Linde, un joven alemán aficionado a la música y a la metafísica y que, a causa de la amputación de una pierna, acaba dirigiendo el campo de concentración de Tarnowitz y asesinando de manera cruel al insigne poeta David Jerusalem: “Ignoro si Jesusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable”.
Quisiera retener todas las historias. El aleph magnífico, que contiene en sí todo el saber del mundo. La memoria de Funes, capaz de archivar todos los recuerdos. La lotería de Babilonia, un funesto juego que lleva a la perdición de los hombres espoleados por la vanidad y la vergüenza, y expuestos peligrosamente al azar de los acontecimientos.
Quisiera escuchar una vez más ese verso que Borges sustituyó por otro y que no se encuentra en ninguna de las ediciones de sus obras completas, “en el margen de la gloria, el olvido”, con el cual reivindicaba la figura de su bisabuelo, héroe de la batalla de Junín en las filas del ejército peruano, comandado por Simón Bolívar.
La batalla de Junín tuvo lugar el 6 de agosto de 1824, en pleno invierno austral. Gracias a la victoria libertadora, el ejército de Bolívar se enfrentó al imperio español en la definitiva batalla de Ayacucho, el 9 de diciembre del mismo año. Una batalla que resultó decisiva para la independencia del Perú.
Me entretengo, antes de sentarme a cenar, pensando en esas historias que ya no importan y en cuanta gloria olvidada. Oigo las voces de Piglia y de Sarlo, explicando durante horas los cuentos de Borges, las claves, las anécdotas, las polémicas. Escucho la voz de Quasthoff y los acordes de Pärt. Controlo la alarma para el día siguiente. Y el frío, o acaso lo parece, se vuelve menos frío.