* ALERTA SPOILER: Si no has visto Twin Peaks, no leas este artículo: contiene información relevante sobre la trama. Y hazte un favor, ¡no esperes otros treinta años para verla!).
VALÈNCIA. Hace treinta años, en 1990, la historia de la televisión cambiaba para siempre: con el estreno de Twin Peaks, el concepto de serie televisiva se desbordaba por los cuatro costados. El mundo se rendía ante un pastiche que, pese a sus evidentes novedades, tenía una deuda importante con productos anteriores: las soap operas corales y plagadas de cliffhangers al estilo Dallas, las serie policíacas o los seriales de instituto vertebrados por el amor romántico. Aunque otras series ya habían jugado a la mezcla de géneros con éxito -ahí está la celebrada Luz de luna, que encandiló al público con sus diálogos agudos y su cóctel de drama, comedia y romance-, Twin Peaks tenía muchos más ingredientes -melodrama, terror, comedia del absurdo, extrañamiento, lirismo onírico-, y todos llevaban mucha, pero que mucha sal. Cada matiz de la serie estaba potenciado hasta sus últimas consecuencias: lo triste era muy triste -el llanto desgarrador de Donna al enterarse de la muerte de su amiga Laura-, lo ñoño muy ñoño -la canción interpretada por James, Donna y Maddy en el salón de los Palmer, uno de los momentos más desconcertantes de la serie-, y lo violento muy violento -la muerte de Maddy a manos de su tío Leland.
Twin Peaks tuvo la capacidad de generar su propio universo, un crisol de imágenes imposibles de imitar sin caer en el burdo remedo -ahí situaríamos, por ejemplo, la logia negra y sus heterodoxos personajes-, y otras que fueron copiadas, reproducidas, calcadas y parafraseadas hasta la saciedad. A la cabeza de estas, el cadáver de Laura Palmer, esa Ofelia del SXX envuelta en un plástico que acabó deviniendo papel de regalo. Porque eso es exactamente lo que el personaje supuso para las series venideras: el regalo de la excusa narrativa perfecta, la semilla apropiada para que cualquier ficción desplegara sus alas y echase a volar. El cadáver de mujer como inicio de todo, como pretexto para la puesta en marcha de cualquier artillería narrativa.
La historia de la serie nos dice que el slogan de Twin Peaks, el consabido “¿Quién mató a Laura Palmer?”, era más un MacGuffin -expresión acuñada por Alfred Hitchcock para designar una excusa argumental que motiva a los personajes y al desarrollo de una historia, pero que carece de relevancia por sí misma-, que un meollo real. De hecho, el personaje de Bob, -el ser maligno que resulta estar tras la muerte de Laura-, surgió de la aparición fortuita de un atrezzista en un plano del episodio piloto. Obviamente, la resolución del asesinato de Laura no era la meta, si no el motor: la incógnita capaz de insuflar vida y legitimar cualquier elemento que David Lynch y Mark Frost decidieran incluir en la trama. El valor de Laura como MacGuffin quedó demostrado cuando, debido al empeño de la cadena ABC en tirar un hueso a su público, Lynch y Frost se vieron obligados a resolver el asesinato de Laura, poniendo por fin rostro -o rostros, más bien- a su asesino. Desde ese momento, en torno a la mitad de la segunda temporada, la audiencia de la serie cayó en picado. La lección estaba servida -más largo el cadáver, más larga la ficción-, y las cabezas pensantes de la televisión posterior no dudaron en aprenderla de memoria. True Detective, El puente, la segunda -y brillante- temporada de Top of the lake, Heridas Abiertas, The night of, The investigation, The Undoing, The Killing. Todas comienzan con una mujer muerta que constituye el punto de partida y el centro gravitatorio en torno al que gira toda la serie: mujeres preferiblemente jóvenes -si el cadáver puede estetizarse, mejor que mejor-, asesinadas quién sabe por qué y por quién, portadoras de una serie de secretos que el televidente irá descubriendo.
Este personaje/cadáver suele limitarse a transitar entre otros dos arquetipos femeninos, los más usuales en la representación cinematográfica de la mujer: de la santa (la mujer ingenua, formal, integrada), a la mujer fatal. Conforme avanza la trama, a ese cadáver inicialmente inocente, incluso angelical, le van saliendo escamas, se va transformando en otra cosa. Un arco para un personaje pasivo, que más que personaje es objeto -el cadáver, a fin de cuentas, poco puede hacer-, cuya construcción se apoya enteramente en la mirada ajena.
En el caso de Laura Palmer, la objetificación es tal que su historia no se nos cuenta mediante flashbacks -salvo en un par de ocasiones, no vemos al personaje en movimiento- si no mediante una serie de imágenes estáticas a las que se vuelve una y otra vez a lo largo de la serie. En lugar de construirse una vida tridimensional, se nos ofrece una iconografía, una serie de Lauras aparentemente ajenas las unas a las otras, igual que sucede con, por ejemplo, las Vírgenes del catolicismo: de la casi niña de la Anunciación a la mujer sin pecado concebida de la Inmaculada Concepción, de la madre sufriente de La Dolorosa a la embarazada revestida de sol que derrota al Dragón Rojo en el Apocalipsis.
La primera de estas Lauras es la más providencial de todas: la Laura muerta en su sudario de plástico, hallada en el lago, sin signos aparentes de violencia. En una serie tan regada de rojo, al cadáver de Laura Palmer no lo mancha una sola gota de sangre. Es una ensoñación en tonos fríos, una Blancanieves fundida con el azul del lago. Ni siquiera el forense de Twin Peaks, el padre de Donna -la mejor amiga de Laura-, quiere tocar ese cadáver exento de heridas. Hay un deseo de preservar su cuerpo intacto, de continuar con la fantasía de asepsia, incluso si eso implica frenar las pruebas destinadas a esclarecer el caso. Ahí es donde el carácter de mártir de Laura alcanza su máxima expresión: su muerte funciona como la cristalización de los pecados de una comunidad entera, tal y como subraya Bobby Riggs -el novio oficial de la mártir- en su funeral: aunque todos sabían que Laura Palmer tenía problemas, nadie hizo nada entonces y nadie lo hará ahora. Prefieren dejar su cadáver intacto, no indagar en ese cuerpo que alberga horrores que conciernen a todo el pueblo.
Sin embargo, a medida que avanza la trama y vamos descubriendo el carácter más plural de Laura -ya no es solo la jovencita voluntariosa que ayuda al niño con diversidad funcional a hacer sus deberes y reparte comida a los necesitados, también es la adicta al sexo, la consumidora de drogas, la prostituta-, esta imagen de quietud azul va desmoronándose. Conforme nuestra víctima se interna en la senda de la femme fatale, su imagen se vampiriza, se llena de rojos. Tanto es así que se la acaba situando en la Logia Negra, único espacio de la serie donde abandona el estatismo, donde la vemos en acción. Un lugar histriónico, deformado e ininteligible: la otra cara del espejo, donde la normalidad no es siquiera una opción.
La Laura todavía viva se nos presenta a través de dos imágenes que enfrentan dos ideas de felicidad opuestas. La primera es la que cierra cada capítulo de la serie: ese retrato como Reina del Baile que nos observa desde la vitrina del instituto y la repisa de la casa paterna. Una imagen expuesta y a la vez aislada del exterior, protegida, que sin embargo se quiebra ya en el tercer capítulo de la serie, cuando Leland Palmer, -aún solo un padre destruido por la muerte de su pequeña-, protagoniza uno de sus catárquicos bailes con la fotografía. Ante el delirio de Palmer, entregado a su particular ritual dancístico, la madre trata de proteger el retrato de su hija. En el forcejeo, sin embargo, el cristal del marco acaba hecho añicos, y Sarah Palmer se raja la mano. La sangre se derrama entonces sobre el retrato, pervirtiendo la imagen de la Laura popular, integrada y -por ende- presumiblemente feliz. Esa Laura normal que resulta no ser más que un trampantojo. La metáfora es clara: tanto el padre incestuoso como la madre acobardada, incapaz de defender a su hija de la voracidad del padre, destruyen la opción de normalidad real de Laura, la conducen del ortodoxo -pero falso- territorio de la Prom Queen al perturbador espacio de la logia negra.
La Laura realmente feliz solo existe en el vídeo que la retrata junto a Donna en un día de picnic. De nuevo se trata de una imagen captada desde la mirada ajena: es James, el héroe trágico, amante de Laura, quien graba la toma en la que ella baila, ríe y hasta lanza un beso a cámara. Siendo Lynch un creador con nulo miedo a los extremos, la escena es de un bucolismo propio de la Aldea del Arce. Sin embargo, es su carácter excesivo lo que la hace funcionar: la mascarada de felicidad de la Reina del baile resulta puro cartón piedra frente a la dicha campestre de la Laura que baila junto a su mejor amiga.
Que Twin Peaks instauró el cadáver femenino como motor narrativo por antonomasia no es ninguna novedad, aunque hay diversas opiniones en cuanto a si este fenómeno es problemático o no y a qué niveles. Obviamente, la propuesta no bebe del viento: la violencia sexual y física contra las mujeres es de lo más corriente, de modo que su traslado a la ficción resulta natural. Sin embargo, lo cierto es que el mundo nos ofrece muchos más cadáveres masculinos que femeninos en lo que respecta a muertes violentas. Según un estudio llevado a cabo por la Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito en 2013, el 80% de las víctimas de homicidio a nivel mundial son hombres, siendo el 95% de los homicidas también varones (dentro del ámbito doméstico, eso sí, el 70% de las víctimas son mujeres). En suma, la realidad homicida nos dice que la mayoría de cadáveres son de hombres asesinados por otros hombres. Por supuesto, las series con cadáveres masculinos son numerosas -ficciones bélicas, sobre la mafia, westerns, etc-, pero sus caídos están exentos de la fascinación estética y la romantización de la que es objeto el cuerpo femenino asesinado. Una tendencia que, en lo que respecta a ficciones televisadas, alcanza su máxima expresión en las víctimas de estética horror-folk de True Detective.
Para determinados públicos, la repetición de la mujer-víctima-pasiva puede suponer un hartazgo. Hay quienes la consideran monótona como semilla argumental, y también quienes opinan que la ficción, lejos de solo entretener, educa o instiga determinados comportamientos. Ahí es donde entra el asunto de la neuroplasticidad: un cerebro que recibe una imagen muchas veces, aunque sea consciente de su carácter ficcional, la acaba interiorizando como normal. Este es un diálogo usual en lo que respecta a, por ejemplo, la pornografía. Deba o no tener un carácter didáctico, lo cierto es que cumple con ese papel para un número importante de jóvenes varones, que aprenden qué es el sexo a través de la pornografía y cuyo imaginario de prácticas puede resultar poco halagüeño para sus futuras compañeras de cama. Adjudicar un papel educativo a las ficciones, sin embargo, resultaría una maniobra propia de la Liga de la decencia, limitadora a nivel creativo, potencialmente aburridísima, hasta peligrosa. Esto no debe privarnos de su análisis desde toda perspectiva posible: es difícil encontrar un espejo más ilustrativo de una sociedad que las ficciones generadas en su seno. El estudio de nuestra cultura popular -de la que sin duda Twin Peaks forma parte- es imprescindible para entender nuestras inercias, anhelos y expectativas. Al fin y al cabo, ficciones, publicidad y pornografía son la triple entente de nuestras quimeras, nuestro incansable horno de fantasías precocinadas.
En cuanto a esta mujer-víctima en concreto, lo cierto es que David Lynch genera un retrato bastante realista del estrés traumático de quienes sufren abuso sexual en la infancia. Según la Asociación para la prevención de los Abusos Sexuales en la Infancia (Aspasi), entre las consecuencias de estos abusos a largo plazo se encuentran, entre otras, la hipersexualización y las conductas sexuales de riesgo, el consumo desmesurado de alcohol y drogas y las prácticas autodestructivas. Las inercias de Laura, aunque trufadas de elementos sobrenaturales, no son un brindis al sol. Lynch, además, se atreve a tocar un tema que hasta el momento había sido evitado en las ficciones televisadas estadounidenses (no así en el cine, que al fin y al cabo no se te mete en casa a la hora de la cena). Hablamos del abuso sexual incestuoso padre-hija.
Debemos tener en cuenta que en USA la producción audiovisual ha estado históricamente regida por decálogos morales como el Código Hays, y que los grupos conservadores pueden ejercer mucha presión sobre el medio. También existe una devoción tremenda hacia la institución de la familia, siendo la figura del padre su máxima autoridad. En 1997, siete años después del lanzamiento de Twin Peaks, la escritora californiana Kathryn Harrison publica El beso, una novela autobiográfica en la que narra la relación incestuosa con su padre. La prensa norteamericana del momento se le echa encima, pese a haber alabado de forma casi unánime sus tres primeros libros. James Wolcott, crítico del New Republic, afirmará que en el momento del incesto Harrison no era una niña inocente si no una adulta consentidora, preguntando a sus lectores, además, si ella llamaría a su padre “papá” durante sus relaciones sexuales.
Hasta el momento, en el campo televisivo, la violación usual era producto de un malhechor al final de un callejón oscuro, y no ejercida por un miembro de la familia, traicionando la realidad. Por excéntrico que sea David Lynch, su reflejo del abuso sexual al menor es más veraz de lo usual: dentro de la familia, es decir, incestuoso, y cometido por un padre o un tío. De hecho, en la película que funciona como precuela de Twin Peaks, la oscura y desasosegante Fuego Camina Conmigo, (1992), vemos que el asesinato de Laura tiene un detonante concreto: el padre encuentra el colgante con forma de corazón que James le ha regalado. En cuanto el padre teme que la hija pueda escapar de su control sexual y vital, iniciar su propio camino, es eliminada. Leland somete a Laura a la ley paterna, la única que acepta. Este deseo de control de la hija no suele ser reflejado en clave de thriller. Sin embargo, en su magnífico ensayo Daddy issues, (Alpha Decay), la psiquiatra y sexóloga Katherine Angel señala la existencia de varias películas -El padre de la novia (1991) o Los padres de ella (2000), por ejemplo- que en clave de comedia nos hablan de ese deseo de control de la hija, ese deseo de salvaguarda de su sexualidad, de la cual los padres se sienten dueños. En estas ficciones los padres no abusan de las hijas, pero desde luego quieren apartarlas de la esfera de otros hombres, evitar su desarrollo sexual independiente. El eslogan promocional de El padre de la novia no puede ser más claro: Love is wonderful. Until it happens to your only daughter.
Al tratar el incesto, David Lynch está llevando a las pantallas un terror social primigenio. Según Charles Darwin, antropólogos como Levi-Strauss y psicoanalistas como Freud, prohibir el incesto es la base de cualquier civilización, lo primero que se regula: así se elimina la endogamia y se construye una sociedad a base de diversos núcleos que se cruzan, no encerrados sobre sí mismos. Históricamente no se ha prohibido lo que no sucede. El hecho de que el incesto esté regulado y penado, quiere decir que existe y que se practica. Por eso precisamente, su mención -especialmente si se sitúa fuera de la ficción-, causa un virulento rechazo social: Kathryn Harrison, la mencionada autora de El Beso, llegó a recibir amenazas de muerte tras su publicación.
¿Por qué el abuso incestuoso de Leland hacia Laura no resultó en absoluto polémico para el telespectador estadounidense? Fácil: porque no se trata como tal.
En el caso de Twin Peaks, ni la voluntad ni la culpa del abuso residen en el padre. Todo el mal se sitúa en manos de un ser diabólico, ajeno a la familia; un entrometido ser de otro mundo, un demonio en la tierra. Bob. De esta forma, Leland Palmer no es Leland Palmer cuando ataca a Laura. No se trata de un padre haciéndole eso a su hija, si no de un demonio haciéndole eso a una desventurada joven. Ni Lynch se atreve, -en realidad, es de suponer que no lo hace porque no quiere-, a poner el abuso en las manos del padre: carga los hechos sobre esa presencia maligna que hace que brote el döppelganger que cada uno llevamos dentro. Si Bob representa en realidad la culpa de Leland Palmer, su lucha interior, es un asunto menor. Lo definitivo es que tenemos un personaje ajeno al padre para descargar a este de su identidad incestuosa.
La tendencia a situar la culpa en un lugar misterioso, alejado de lo humano, no sólo se ha dado en la ficción. El tratamiento mediático y social del caso Alcasser (1993) dejó clara nuestra inercia a la hora de inventar motivaciones relacionadas con lo oculto, con lo diabólico. En el caso de Desiré, Toñi y Miriam, no nos bastó con la violencia del hombre de a pie como explicación. Imaginamos sectas satánicas, cultos demoníacos. Quisimos creer que debía haber algo más: una Logia negra o un Jack el tuerto donde encapsular la violencia para alejarla de nuestra cotidianidad, de los hombres que conocemos; esos que son humanos y que son -somos-, en última instancia, nosotros mismos.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado