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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Tres mil fugitivas

2/07/2021 - 

Tres mil palomas mensajeras se han perdido. Eran de élite y competían por cubrir rápido la distancia entre el Algarve y Oporto, pero no han llegado.

En un mundo que se ve impelido a opinar de todo, y rápido, y en voz alta, en un mundo que no se calma hasta obtener la explicación de cada cosa, me rebelo y sueño. Imagino el extraño fenómeno como un acto poético a escala animal. Un gesto de protesta. Necesito esa protesta, ¿seré yo también un ser picudo que lleva una anilla en la pata? No voy a inclinarme debajo de la mesa para comprobarlo, me basta con saber que la metáfora es poderosa. Se llaman mensajeras y se han perdido, ¿qué iban a contarnos? O, mejor, ¿qué mensaje tan grave será el que se inhiben de contarnos? Igual que la misteriosa extinción de las abejas, el fenómeno invita a pensar en efluvios invisibles que nos amenazan, campos de fuerza, nefastas extinciones por llegar, mensajes que no descifraremos nunca. No nos viene mal a nuestra penosa superioridad de especie.

Quizá mi cabeza sólo echa de menos la atmósfera distópica y quiere revivirla, quizá me ha bastado poco para comprobar que la nueva normalidad es una lata. Nos queda este repunte de casos entre jóvenes, pero a nadie le mueve al pánico, ¿nos hemos vuelto refractarios a las malas noticias?

Junio termina y los olores vuelven al bajar la mascarilla, se pueden disfrutar los efluvios urbanos, el olor dulzón de la basura o el cítrico del césped recién cortado. Valencia en verano exhala el tufo de sus acequias y se nos había olvidado, pero este año es bienvenido. En Viveros, el calor lo aplasta todo a partir de las nueve. Los pavos reales ya no se quedan acalambrados durante horas con el plumaje erizado porque cesa el celo, caduca la primavera. Estos animales atienden a las estaciones, pero nosotros lo mezclamos todo, desorientados. La semana de las tormentas, una lluvia de florecillas cubrió el parque y le dio un resplandor dorado a los senderos, un otoño inmiscuido en la entrada del verano. Cuando llegaron los operarios con su tubo de aire para despejarlos, me di cuenta de que la mezcla había sido sugerente, hermosa. Las flores volaban delante del tubo y creaban una cortina amarilla. Todo lo bello lo es por un instante y no tiene nada que decir. Sólo sucede. Sentí una punzada de envidia por el operario, su tubo de aire y sus cascos. Se los hubiera pedido prestados, pero sólo pasé por su lado mirando al suelo.

Ruinas del Palacio Real en los Jardines de Viveros. Foto: KIKE TABERNER

De la pandemia he heredado un curioso instinto de forzar las expectativas, sacar los lugares y tiempos fuera de la caja, descolocarme. Mezclo dimensiones y me pongo después a un lado para entender la mezcla. Oímos estos días que con junio terminaba el plazo para devolver las pesetas o que el Pazo de Meirás sería por fin abierto al público como propiedad del Estado. ¿Anacronismos? Parece que el siglo XX entre como un pasajero rezagado en un tren de alta velocidad y que nadie lo atienda. Yo quiero ser esa viajera que sí, que lo integre todo. Que domestique el vértigo, la falta de referencias.

Minutos antes he sacado mi pasaporte vacunal en dos clics y me he sentido tan moderna, tan a salvo. Lanzada a un futuro del que aún no soy consciente ni gestiono, pero orgullosa de vivir en este rincón del planeta. En un país donde se han vacunado en su orden a poderosos y desheredados, en arreglo a su turno. Lástima que un rápido vistazo al mapamundi, con sus áreas en green y sus áreas en red, provoque la vieja conmoción de siempre. Ahí el futuro se resiste a meter el pie, pero debería. El pie o, más bien, la pata: porque este podría ser el mensaje velado de las tres mil palomas.

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