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‘Trol’, terror adulto con ojos infantiles de Luis Pérez Ochando

Profesor de Historia del Cine y de Arte del siglo XX en la Universitat de València, el autor de esta novela fantástica e inquietante tensa los tendones de la normalidad, los retuerce y nos libera.

19/04/2021 - 

VALÈNCIA. El movimiento mecánico de un autómata en un cuerpo humano, los ojos fijos en el horizonte pero sin destino en las cuencas oculares de un ser querido: la transgresión de lo que debería ser pero por alguna razón no es arrastra nuestras vidas al mundo ajeno de lo inquietante en un viaje escalofriante hasta los confines del día a día y a continuación más allá, al reino en el que la razón se subvierte y ya no sirven para nada nuestros esquemas. Sin poder predecir el siguiente paso, el ser humano se convierte en la pieza inmóvil de un juego macabro. Sin comprender lo que ocurre, porque ocurre lo que no debería ocurrir, quedamos en manos del miedo. Esta es la base de buena parte de aquello a lo que llamamos terrorífico. ¿Y si descubrimos que esa persona que creemos conocer mejor que a nadie hace cosas raras por las noches, sonámbula por vez primera, o peor todavía, sin serlo? ¿Y si nos levantamos un día para ir al baño y vemos a nuestro perro mirando fijamente a la pared a escasos centímetros del yeso, sin reaccionar a nuestras llamadas? ¿Querremos realmente que se gire? ¿Qué tal si nuestro anciano e inofensivo abuelo comienza a sonreír excesivamente al vernos sin que hayamos dicho nada gracioso? ¿Y si no deja de hacerlo aunque se lo pidamos? Lo realmente espeluznante no conlleva un peligro real, sino una amenaza torcida. La mueca rota de lo cotidiano, con la mandíbula descolgada y unos rasgos que parecen ser los de siempre al mismo tiempo que no lo son, sino que tienen algo de extraño, de antinatural, de máscara. Podemos concluir por tanto que lo inquietante es la realidad saludándonos en una calle a mediodía con una máscara demasiado humana.

Manejarse escribiendo en este registro no es sencillo. Implica tenerle tomado el pulso a lo que es normal, y la habilidad para capturar la vida de un taxidermista. Luis Pérez Ochando, quizás por ser profesor de Historia del Cine y de Arte —precisamente— del siglo XX, o bien por las inquietudes que lo han llevado a serlo, tiene lo que hay que tener, que diría Wolfe. Así podemos comprobarlo en Trol, su primera novela, que publica El Transbordador con unas cubiertas que evocan las fábulas y los cuentos maravillosos con que se acuesta y advierte a los niños, pero que no deberían llevarnos a equívocos: la de Ochando no es en absoluto una historia para niños, sino todo lo contrario. De hecho, ya en la tercera página nos topamos con una imagen perturbadora; para quien escribe, de lo más perturbador con que se ha topado últimamente en estos territorios. Lo que sucede nada más empezar anticipa un escenario emocionalmente desagradable: a partir de ahí, queda establecida una normalidad siniestra que sabemos que será el lecho conceptual cenagoso que transitaremos hasta la última página de esta historia que se lee de principio a fin con hambre de desenlace, mientras las zarzas crecen palpitantes a nuestro alrededor, envolviéndonos en un bosque vivo que se cierra sobre una casa con las fauces de una bestia, divina, ancestral, plateada, un hongo. Irene es una niña que descubre horrorizada que el bebé que sus padres han traído a casa no es un ser humano, aunque nadie más que ella parece darse cuenta, y por tanto, se ve forzada a convivir con él (ello) bajo el mismo techo. El ser respira en la habitación contigua con una boca como una raja de sandía pero llena de dientes en forma de agujas y unos ojos negros negros de obsidiana. Sus padres, sus papás, lo llaman Andrés, lo visten como a una persona, pero lo encierran en una jaula para perros con un terrible candado cuando lo sacan al jardín bajo el sol abrasador de un verano de cigarras y pantano.

Trol tiene el aroma de las Historias de la Cripta, del sustrato húmedo en el que florecen las setas, y de los cielos cósmicos de una ilustración en blanco y negro en la que se trata de recrear el vuelo astral sobre el viento del Wendigo. Hay un poco de todo ello en estas páginas tan singulares que asfixian al lector en el aislamiento de sus protagonistas, porque no hay nada peor que ser el único que ve, salvo quizás ser el único que no ve. Ochando hace gala además de una cualidad formidable: la capacidad de ser preciso al describir lo más vasto y lo más ajeno, consiguiendo que nos sintamos una carcasa despojada de órganos corriendo sobre las nubes pese a no haberlo sido nunca, igual que nos despertamos no creyendo, sabiendo que hemos volado, porque lo hemos soñado y allí ha sido, y sabemos que ha sido porque así debe sentirse volar, y no de otra forma. Pero, ¿cómo podemos estar seguros que así se siente volar? Y sin embargo lo sabemos. Pues esto es a lo que se llega en los mejores momentos de Trol, que son muchos, porque el autor no ha escatimado talento ni cuidado a la hora de tejer su novela, la primera de lo que sería fantástico que fuese un universo propio de fábulas y cuentos macabros. Irene se adentra en la madriguera de lo irreal y sus realidad parpadea, y en la intermitencia, unos ojos colosales se abren y se cierran, y de un plano se salta a otro, y nos adentramos más y más en el túnel y las raíces se nos enredan en el pelo, mientras a lo lejos suena una melodía que no es humana ni animal, que tiene más que ver con los árboles, con un concilio feérico o con el conjuro de la imaginación de la infancia cuando esta discurre por los derroteros menos infantiles, más oscuros e inhumanos.

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