El procés y los consensos europeos sobre las garantías en democracia
Los lamentables hechos que hemos vivido en España en torno a la “cuestión catalana”, procés o como se la quiera llamar, nos han dado no pocos motivos en la última década para deprimirnos ante la incapacidad de todos los actores para, en mayor o menor medida, articular alternativas viables de resolución de problemas políticos en democracia de un modo mínimamente civilizado. Cada cual puede repartir aquí las culpas como prefiera, según sus afinidades y obsesiones, pero conviene no perder de vista que, como suele considerarse que el tío Ben dijo a Peter Parker a modo de enseñanza vital que conformaría para siempre la personalidad de Spiderman, “todo gran poder conlleva una gran responsabilidad”.
Más allá de percepciones subjetivas sobre quién tendría aquí esa gran responsabilidad, sobre lo que sin duda podríamos discutir mucho, hay en cambio otras cuestiones respecto de las que, a estas alturas, cabe ya poco debate. Y es que hasta de lo malo se extraen enseñanzas aprovechables. En nuestro caso, la primera y más importante es que la reacción de las instituciones y autoridades españolas ante los “hechos de octubre de 2017” se ha producido al margen de los parámetros y reglas básicas de respeto a los derechos y garantías propios de las democracias occidentales.
Y es que, por mucho que al Jefe del Estado y a los tribunales españoles les parezca otra cosa, y no pierdan ocasión de demostrarlo, tenemos ya más que sobradas evidencias de que la manera en que nuestras instituciones y autoridades reaccionaron frente a la pretensión de los independentistas catalanes de conducir una consulta de autodeterminación totalmente al margen de la legalidad española -que había dejado claro reiteradamente en todo momento que una actividad así en ningún caso puede tener cabida en nuestro sistema constitucional- no ha sido considerada como apropiada, ni siquiera como aceptable, en cuanto ha tenido que ser juzgada en el resto de Europa. A estas alturas esta afirmación no debiera resultar en modo alguno controvertida. Pero, por si acaso aún hay quien viva instalado en el planeta alternativo que nos dibujan los tertulianos, repasemos mínimamente, ayudados del VAR, las jugadas más importantes.
Tuvimos pistas de ello desde un primer momento, gracias al tratamiento mediático del “a por ellos” y los porrazos y palizas generalizadas a los votantes que todos pudimos ver en la jornada del 1 de octubre de 2017. Mientras la prensa española, en general, se deleitaba con las imágenes desde primera hora de la mañana como forma de sublimar frustraciones por el hecho de que las urnas y los votantes hubieran aparecido finalmente pese a todos los esfuerzos realizados para impedirlo, a medida que la jornada avanzaba era patente que en el resto de Europa la castiza convicción de que así es como se contiene a gente de todas las edades y condición que quiere expresar ideas políticas no acababa de ser compartida. ¡Todo culpa de las fake news! Hasta el punto de que alguien acabó teniendo que dar la orden de cancelar la exitosa operación de imagen, ya bien entrado el día, y una vez constatado tanto que ni así cientos de miles de personas habían acudido a participar en la jornada de consulta como que el repaso a los titulares de a prensa extranjera no jaleaba precisamente la operación. Cargas policiales que, por cierto, todos y cada uno de los mandos policiales que han tenido que declarar en sede judicial han explicado que no fueron ordenadas por nadie y que ocurrieron un poco por generación espontánea. Ya se sabe, la verdad policial… y la legendaria empatía de nuestros tribunales con toda milonga que venga relatada por la autoridad competente.
Si esta primera reacción, que incluso llevó a las instituciones europeas a tener que fruncir un poco el ceño para no parecer cómplices de una operación de contención tan poco sutil, ya permitía intuir problemas de comprensión hacia nuestra idiosincrática manera de resolver las diferencias de opinión, los siguientes episodios han ido confirmando el desacople entre Europa y España en todo esto de cómo entender lo que es un Estado de Derecho fetén cuando ha de actuar frente a la disidencia política. De los problemas con las extradiciones en Suiza, Reino Unido, Bélgica y demás lugares donde diversos actores del procés huyeron para escapar de la acción de la justicia española, que han sido una constante, pasamos al espantoso ridículo a cuenta de la Euroorden que obligó a las autoridades alemanas a encarcelar a Carles Puigdemont a petición del Tribunal Supremo español. Detención que duró lo que unos jueces de por allí tardaron en confirmar que las normas penales alemanas no establecían un castigo ni siquiera mínimamente semejante a las salvajes peticiones de cárcel de fiscalía e instructores españoles por los hechos imputados al antiguo presidente de la Generalitat. Algo, por lo demás, no tan sorprendente si tenemos en cuenta que también todos los especialistas españoles en la materia, incluyendo al mismísimo Gobierno de José María Aznar, que por ello tipificó un delito nuevo ad hoc de convocatoria de referéndum ilegal posteriormente derogado en época de Rodríguez Zapatero, habían pensado tradicionalmente que conductas así podían ser, como mucho, y si no se tipificaba nada que en concreto lo penara de otro modo, meros delitos de desobediencia. Pero eso era, claro, antes de que el Derecho penal del enemigo se convirtiera en el credo oficial de la judicatura española y los politólogos de servicio encargados de glosar sus gestas en los medios -donde, curiosamente, en cambio, no aparecían penalistas para hablar del tema, salvo los cuatro debidamente alineados, dado que la opinión del gremio en cuestión, por muy experta que pudiera ser, no era nada conveniente que se difundiera en público, no fueran las tropas a desanimarse-.
Posteriormente, como también es sabido, las cosas siguieron su debido curso… y como no podía ser de otra manera las consecuencias han ido siendo también disímilmente previsibles a uno y otro lado de los Pirineos. Condenas salvajes en su vertiente sur, con un Tribunal Supremo proporcionándonos un “juicio con todas las garantías propias de un Estado de Derecho” y un Tribunal Constitucional “velando puntualmente por la exquisita protección de los derechos de defensa”, para los políticos independentistas, y cualquiera que pasara por allí, que se quedaron en España. Sucesión de revolcones europeos en todas las sedes judiciales posibles respecto de los independentistas que se habían largado fuera del país, sin necesidad de que se escondieran en países lejanos y sin tratados de extradición, sino dentro de la Unión Europea, a poco que los órganos encargados de analizar la situación estuvieran radicados en el pérfido extranjero. Todo ello aderezado, a modo de guarnición, con sentencias que se han ido sucediendo a ritmo regular en las que órganos como el Tribunal de Justicia de la Unión Europea o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos reconocen el derecho a presentarse a elecciones o ser eurodiputado a estos políticos catalanes si los ciudadanos los votan, las garantías a la libertad de expresión de raperos independentistas o críticos con el Rey y, en general, que a nuestras instituciones les iría bien un cursillo en materia de derechos fundamentales y su protección de mínimos en los instrumentos y tratados europeos -aunque, como es obvio, mejor si no impartido por los expertos españoles en la materia, que en general se han cubierto de gloria-. En todo caso, como España era y es reconocida por todos como una “democracia plena”, el rumbo estaba marcado y, firme el ademán, no se iba a variar lo más mínimo.
Como resultado de esta tenaz convicción de que si chocábamos contra los arrecifes de las normas europeas en materia de derechos humanos, pues tanto peor para Europa, que no se entera de nada, ya hemos tenido esta misma semana un primer pronunciamiento en relación concreta a los juicios contra los presos catalanes. Es el primero de los muchos que irán viniendo, en este caso con la asamblea de parlamentarios del Consejo de Europa votando por abrumadora mayoría un dictamen que explica que estos presos son en realidad presos políticos, que esta situación en toda Europa se da sólo en España y Turquía, que la actuación del Tribunal Supremo es incompatible con los valores de una democracia pluralista y que la propia regulación española del delito de sedición, a la vista de cómo se interpreta por estas latitudes, es propia de un Estado autoritario y habría de ser revisada urgentemente. Los jueces españoles no se han llevado como premio de consolación ni siquiera el juego del concurso. Así que quedan dos únicas formas de explicar al buen pueblo español lo ocurrido. La primera es la previsible explicación de que el Consejo de Europa no sirve de nada, hay que cerrarlo y salirse, que lo importante es la Unión Europea y que “si ellos tienen ONU nosotros tenemos dos”. Nada nuevo bajo el sol, vaya. La segunda es más interesante porque culpa de todo al actual gobierno español por ser incapaz de manipular las instituciones de por ahí y lo que decidan los tribunales europeos como es su obligación, a la manera en que gobierno y jueces actúan en casita con sus buenas sinergias. Una explicación a la que se han apuntado con entusiasmo, muy significativamente, casi todas las asociaciones de jueces del país.
El resultado de este primer episodio de revisión por el VAR europeo de lo que hemos ido haciendo en España augura, además, nuevos éxitos de público y critica ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en cuanto éste empiece a analizar los greatest hits de nuestros tribunales en su larga marcha contra los independentistas catalanes y, de paso, contra todos los derechos de defensa y garantías que se han topado por el camino. Algo que al menos en parte explica la repentina urgencia del gobierno por sacar de la cárcel, vía indultos, a estos presos, con la doble pretensión de retrasar esta intervención -el TEDH no concederá la misma urgencia a estos asuntos mientras no haya gente en la cárcel- y de, llegado el caso, poder decir, al menos, eso de “yo no he sido, todo es culpa del PP y de los fachas”, que es el lema oficioso que la izquierda española aplica a cualquier asunto enojoso desde la muerte en la cama de Francisco Franco Bahamonde.
En cualquier caso, y visto lo visto, como decíamos al principio, resulta difícil negar a estas alturas que la reacción general de nuestras autoridades e instituciones se ha situado, sencillamente, fuera de los contornos del Estado de Derecho tal y como es habitualmente entendido en Europa. Se puede discutir cómo de grave sea esto. O si los europeos tienen o no más de media hostia, si saben de democracia o no están sino demostrando, en realidad, que se mueren de envidia cochina hacia nosotros. Todo eso ya es valorativo. No lo es, en cambio, que, sencillamente y de momento, hemos demostrado movernos con donosura por fuera de ese contorno marcado por el consenso europeo sobre garantías y derechos humanos. Que tiene su mérito haber logrado que algo así sea indiscutible, la verdad.
A este respecto, resulta necesario e instructivo analizar mínimamente, y recordar, en qué posiciones nos hemos posicionado cada uno de nosotros durante estos años. Incluso, que es muy sano, hacer análisis de conciencia democrática. ¿Dónde hemos estado? ¿En el consenso europeo o con la visión que podríamos llamar “turcoespañola” siguiendo la denominación del Consejo de Europa en torno a cómo una democracia de verdad resuelve sus problemas? ¿Pensamos que la unidad de la patria es un elemento previo a la democracia y el acuerdo como bases de la convivencia? ¿Creemos que la autodeterminación está bien para otros pueblos y lugares pero no para quien la reclamen en nuestro país? ¿Los problemas de articulación de la convivencia confiamos en que hayan de ser resueltos con hostias a mano abierta, sean policiales o judiciales, porque plantearlos como problemas políticos y hasta votarlo sería traicionar las esencias de lo que creemos más importante? Son ejercicios que, además de sanos por devolvernos una imagen más realista de lo que en realidad somos de la que muchas veces tenemos de nosotros mismos, proporcionan sorpresas divertidas.
Por ejemplo, constatar que la izquierda turca sí es capaz de criticar tanto internamente como ante el propio Consejo de Europa la actuación de sus instituciones, votando incluso en favor del mencionado informe -y eso, como decía un diputado turco, ¡que los estaba equiparando ni más ni menos que con España!-, mientras que en nuestro caso el partido hegemónico de ese espacio, ya en la oposición o en el gobierno, ha dado siempre un apoyo entusiasta y sin fisuras a las actuaciones policiales y judiciales destinadas a preservar la sacrosanta unidad de la patria, fueran las que fueran. Sus terminales mediáticas y opinativas, estos días entregadas a vendernos la conveniencia de los oportunistas indultos con los que se pretende poner la venda antes de la herida, llevan unos añitos, de hecho, cubriéndose de gloria, con éxitos llenapistas en las verbenas de pueblo de todo el país como “tenemos la Monarquía con valores más republicanos del mundo”, “todo lo que sea votar cuestiones política es profundamente antidemocrático” y el legendario “no se les condena por sus ideas, sino por la comisión de graves delitos de golpe de estado y han de cumplir por ello íntegramente unas penas que son absolutamente proporcionadas” del mismísimo Pedro Sánchez que en el resto de Europa, incomprensiblemente, no dan ni para pipas.
La cuestión a estas alturas es si, más allá de movimientos tácticos para tratar de minimizar los costes internacionales que sin duda irán llegando en forma de más condenas, o del oportunismo para contar con los votos de los partidos independentistas para apuntalar al gobierno, hay quien haya analizado de verdad por qué razones se ha podido producir este espectacular desalineamiento entre cómo habría de reaccionar un Estado de Derecho y cómo lo hemos hecho nosotros. Que no lo parece. Lo que es una verdadera desgracia. Porque para poder aspirar a ir poniendo las bases de una rectificación que nos permita albergar alguna esperanza de que algún día se pueda avanzar en una solución democrática normal al problema de que la mitad de la ciudadanía catalana quiera independizarse éste habría de ser el primer paso. Y a la vista está de que aún estamos bastante lejos, siquiera, de empezar a gatear con soltura.
Se nos quedó cara de tontos cuando vimos a los golpistas catalanes exhibir su euforia y chulería fuera de la cárcel. Una prueba más de la rendición del Estado ante un nacionalismo reaccionario y racista. Pero no será la última. Falta reformar el Código Penal y convocar un referéndum. España va camino de ser la Yugoslavia del sur