Existe en el cine un género transversal que gira alrededor de la educación en el que, salvo en las comedias infantiles donde el niño es más listo que el profesor, se mantiene un patrón que hace la historia creíble, que es que el profesor es más sabio y, sobre todo, más cabal que el adolescente. Nadie llega lejos en la vida si no ha tenido al menos un buen maestro. Películas como El club de los poetas muertos, Los chicos del coro, Mentes peligrosas, Escuela de rebeldes, El buen maestro, La sonrisa de Mona Lisa y Rebelión en las aulas, o series como la catalana Merlí recrean una experiencia en la que todos nos reconocemos y que se repite generación tras generación, aunque el resultado para los estudiantes en la vida real no siempre sea tan feliz como en la ficción.
Estas cintas cubren al maestro con un barniz de heroísmo basado en una vocación infinita que le hace superar los sinsabores de tan admirable profesión, entre los que no se destaca lo suficiente el esfuerzo de poner y corregir exámenes, quizá porque no da juego en la pantalla. Cualquiera que haya impartido una clase sabe que enseñar tiene una recompensa en forma de satisfacción personal que convierte esta profesión en vocacional. El esfuerzo del profesor va más allá de impartir clases sin más, su trabajo es que el alumno aprenda.
En el bachillerato, la cosa se complica con un estallido de hormonas de adolescentes rebeldes, contestatarios y hedonistas. La trama en las películas se repite: un profesor o profesora se enfrenta en su heroica misión a un grupo de alumnos sin interés por estudiar, a veces también a los padres o, incluso, a la dirección del centro educativo. Pasa todos los días en cualquier lugar del mundo. Lo que no parece creíble, y por eso no lo recoge ninguna película —que uno haya visto—, es que sean los alumnos adolescentes los que quieran a toda costa asistir a clase y no se les permita. Pero pasa, está pasando en València, en el IES Luis Vives.
Los estudiantes de segundo de Bachillerato de este céntrico instituto de València llevan tres meses reivindicando su derecho a ser preparados para el examen más importante que han hecho nunca en igualdad de condiciones que el resto. Los nacidos en 2003 se enfrentan este curso a la EBAU (Evaluación del Bachillerato para el Acceso a la Universidad), el antiguo Selectivo, cuya nota es decisiva para optar a grados en los que no hay plazas para todos. Compiten por esas plazas con estudiantes de toda España, y quienes quieren estudiar Medicina, por ejemplo, se juegan su futuro por unas centésimas.
Protestan a las puertas del instituto porque en esta carrera por encauzar su futuro parten en desventaja con el resto de estudiantes de la Comunitat Valenciana. La dirección del instituto decidió en septiembre que los seis grupos de la mañana —180 alumnos—, irían a clase de forma semipresencial, lo que significa que, salvo que puedan asistir a las clases online, no reciben las horas lectivas que para ellos tiene establecido la Conselleria de Educación. No reciben la misma preparación que el resto de alumnos de segundo de Bachillerato. Después de dos meses de protestas, la dirección del centro accedió a que los dos grupos con menos alumnos pudieran ir a clase todos los días. Dos meses tarde. El esfuerzo de los estudiantes de los otros cuatro grupos continúa lastrado por la inacción de los responsables de su educación ante un obstáculo que en otros centros han solventado de todas las maneras posibles.
Sin haber cumplido aún la mayoría de edad, estos jóvenes han tenido su primer desengaño con la Administración, que les ha enseñado su peor cara, la que bañada en la burocracia espera sentada que alguien piense una solución, con el 'no' en la boca porque las cosas son como son y no se pueden cambiar. ¡Bienvenidos a la vida! Ya están vacunados para cuando vayan a pedir su primera licencia al Ayuntamiento de València o tengan su primer tropiezo con un funcionario indolente.
No es el propósito de esta columna entrar en los pormenores del problema ni mucho menos proponer soluciones. Este periódico lo ha seguido de cerca con un trabajo encomiable de Alicia Soria, disponible aquí para quien quiera profundizar. Sí lo es insistir en que por encima de cualquier obstáculo físico y burocrático está el derecho a la educación de estos jóvenes. Problemas de espacio por las medidas frente a la covid han tenido en todos los centros y los han solventado con propuestas imaginativas, habilitando espacios como bibliotecas, salones de actos, capillas —el Luis Vives tiene una iglesia— o cafeterías. Hay institutos donde la primera decisión no fue analizar si cabían todos, sino hacer que cupiesen todos porque de ninguna manera contemplaban la semipresencialidad, ni en Bachillerato ni en la ESO.
Los tres meses irrecuperables para estos estudiantes son una mancha en el expediente de la Conselleria de Educación que dirige Vicent Marzà, cuya gestión —la de su departamento y de la comunidad educativa en general— en la preparación y arranque del curso escolar se puede calificar de sobresaliente. Él es el primer responsable de que la respuesta a un problema de falta de espacio se haya abordado con una mezcla de resignación y fatalismo por parte de la dirección del centro, que es igualmente responsable. Una dirección que cambió en agosto cuando Carmina Valiente, que ocupaba el puesto, fue nombrada directora territorial de Educación en Valencia.
También es inaudito que en el año 2021 los alumnos del Luis Vives a los que no se permite asistir a determinadas clases no puedan seguirlas todas online porque no hay medios técnicos —para las ruedas de prensa telemáticas de la Generalitat no se reparó en gastos por vía de urgencia— o porque algunos profesores no quieren, cuando debería ser obligatorio porque el derecho a la educación del alumno está por encima de los reparos funcionariales —en el mal sentido— de algunos docentes.
Lo único positivo de esta situación es que los alumnos afectados, con la ayuda de muchos padres curtidos en mil batallas, han aprendido la lección de que cuando la Administración te priva de un derecho hay que protestar. Sería una lástima que también aprendieran, ya en esta primera lección, que no siempre se gana.
De aquí podría salir una miniserie de ficción diferente a las de su género por mostrar a unos estudiantes exigiendo entrar en clase y a las instituciones impidiéndolo. Una serie en la que los guionistas pondrían a los profesores en la manifestación al lado de los estudiantes.