Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Una piscina colgada de un árbol

5/02/2021 - 

La primera que se fijó en ella fue la niña, ¿quién si no? Los niños son los que saben mirar de verdad. Ponen el ojo en el cielo aunque no rastreen la lluvia, se fijan en todo lo que te mire desde un par de palmos del suelo o en la forma de monstruo que dibuja la chaqueta en la silla. “¡Una piscina, mamá, en el árbol!” Y era cierto. En pleno febrero. El modelo redondo de piscina hinchable estrellado en las ramas como un fruto obsceno y descomunal. Un año pinchado como un balón. Nuestros sueños de veraneo humillados.

Rocío me lo dijo a la salida del súper y yo sólo supe echar un vistazo y volver al carrito de la compra con gesto de buey. En el semáforo la examiné mejor porque la niña me obligaba a ensartar una explicación. “El viento de estos días la ha hecho volar desde algún terrado…” sentencié. Pero no era eso. No sólo. Un trozo de plástico de colores flúor, enorme y flácido como un globo viejo. A media asta. Triste. No era el modelo Toy de piscina que adquieren las familias pobres: eran nuestros sueños estrujados. El pellejo triste de un año que el poniente hace volar hasta que la ilusión acaba enredada en una copa. Mirando el tráfico desde las ramas. Sin decidirse al suicidio total.

Trajino estos días con mi segunda dosis de la vacuna puesta y sé que no es la última vacuna que me tocará llevar. Trajino también con una voluptuosa sensación de privilegio. El mal gusto de los políticos, funcionarios y hasta obispos que se han saltado la fila me lo recuerda. Y me hace pensar en aquello de “Los niños y las damas primero” que se acuñó para contener a los depredadores. La indecencia no caduca nunca. Es una hebra más en el tapiz de las pasiones humanas que queda este año al descubierto. 

Pero vacunas habrá tantas como remedios contra las hemorroides. Todo es cuestión de tiempo. Apenas me preocupó desarrollar escamas de lagarto pero ahora me da un poco de risa pensar en aquello: con no perder las orejas me conformo. La doble mascarilla las inflama y las enfermeras han popularizado un gorro salvaoídos con dos botones estratégicos en las sienes. Se compran de cuatro en cuatro en la red y elijo el color más vivo, no quiero tener cara de funeral. 

Esta semana doblamos el pulso a la curva, pero todo el mundo baja la voz al admitirlo. Y si sí. Y si no. El gerente me lo confirma con su languidez acostumbrada y parece que el entusiasmo esté bajo sospecha. Va contra el decoro alegrarse porque los valencianos batimos record de muertos esta semana (112 personas en un día). Se lleva la incredulidad. Y haber envejecido diez años. Curiosamente, cuando los intensivistas tratan pacientes con diez años menos, todos nos hemos echado una década. El gerente me saluda en la cafetería del hospital y aún no lleva gorro, necesita cuidar su imagen de capitán. Me ha reconocido por la voz pero lo disimula, sé que yo parezco una campesina ucraniana y que elegir el gorro más vendido en Amazon me diluye en el anonimato. Ya no me preocupa apenas la pinta que llevo. Ni coger el virus. Ni no cogerlo. Me preocupa no estar preocupada. La volatilidad del arrebato. De las creencias. De toda pasión a la que anclarse. Cualquier vehemencia caduca a velocidad de vértigo y es engullida antes de que eche raíces, hola y adiós, su rostro como un viajero cualquiera en el metro, un borrón en la luz amarilla. Fuera. 

Pero en las UCIs valencianas boquean 650 personas y eso desmonta enseguida la idea de que hablamos de lo que le pasa a otros. Ese concepto impermeable que llamamos gente y en el que no nos incluimos. Muchas son jóvenes o gente funcional, activa, que hace una semana planificaba su próxima excursión al supermercado. Empleados. Estudiantes. Runners. A los médicos les impacta la cara que ponen cuando los van a intubar. Cuando oyen la promesa de ser despertados hay unos ojos que parecen ser un anzuelo. Lo que más adelgaza la moral de un médico es ese momento en que se traiciona la propia lealtad con lo real para vender esperanza. Cuando uno se deja convertir en dios y no desmiente el engaño: se debe sacrificar la propia calma por quien la necesita más que uno mismo. Después, cuando las cosas salen mal, ese sentimiento de traición sedimenta muy adentro. 

“Doctora, hace un año que no hablamos y quiero que me vea”. Esta es la frase que más temen los médicos de Primaria estos días, abrumados por la patología no Covid que se estanca y mata en silencio. Me lo cuenta Luz, la misma compañera que, hace casi un año, me describía su primer caso de Covid. “No muy mayor, treinta y pico. Estaba sentado ahí. Donde tú. Hablando como tú” Me hizo acercarme a la pantalla para examinar su placa en la cándida asunción de que yo recuerdo lo que dice una placa. Descubrí sin emoción una lluvia de estrellas blancas sobre un fondo oscuro y me volví hacia ella. Por su gesto supe que no cabían las bromas: una lluvia de meteoritos golpeaba frente a la cabina de los estupefactos pilotos. 

Pronto llegará marzo y el mes vendrá con aniversario. “Te acuerdas cuando se oía decir que en Wuhan…” Rafa y yo paseamos a la perra mientras listamos lo que hacíamos justo hace un año y las imágenes que nos abordan vienen en sepia. ¿Quiénes éramos entonces? Nos cuesta reconocernos en ese pasado remoto. ¿Qué escribo esta semana para el Bitácora? Le pregunto para atajar porque necesito esquivar la nostalgia. Me sonríe, se mete conmigo, me compara con Capote porque le vampirizo ideas o instantáneas que lo traspasan sin piedad. No tengo tan mala leche, protesto. Y por supuesto tampoco su talento. Pero un rato antes Rafa ha perorado con amargura sobre el mundo como si fuera un gran parque temático y he sabido que arponearía esa imagen. “Unos se dedican a los bancos y las empresitas ─ironizaba─, otros a los libros, otros al cuerpo para cuidarlo y excitarlo. Todos somos igual de vanos”. Una estampa nihilista surgida del hombre que me sacó del nihilismo, ¿queda alguien que crea en algo estos días?

El mundo necesita líderes. Necesita una cumbre mundial para cuajar de una vez la forma de salir de esto. Me refugio estos días en Barack Obama porque es balsámico. A promise land, la biografía que promociona desde verano, es un alegato por la democracia escrito con frescura y honestidad por alguien que no tiene que fingir su compromiso con lo humano. Confiesa cultivar un optimismo cauto, ¿estamos ante un oxímoron de nuevo cuño? En el tocho que ha publicado emerge continuamente el hombre que buscaba convergencias y quería superar su cruce de identidades con ello. Mis pasajes favoritos no son los que revelan la trastienda política sino sus momentos fallidos como persona. Las calamidades con los suyos, sus lagunas y faltas, su lucha contra sí mismo. Describe el dolor del hijo que no está junto a su madre moribunda por culpa de la ambición, la pérdida de la intimidad a la que somete a su familia o ese momento en que debe decirle a Michele que se presenta para presidente y bordea la ocasión, las palabras; se convierte en el hombre minúsculo que hay en todo gran hombre. “We need to talk”, le dijo finalmente una noche, cuando las niñas estaban acostadas. Ella odiaba la política. Estaba cansada de las magic beans que anhelaba su marido. Como muchas, quería una vida ordinaria y familiar lejos de los sobresaltos. Miraba la tele en silencio pero él no se la apagó. Hay delicadeza y respeto hasta en esos gestos precisos. Tan sólo cogió el mando y eliminó el sonido. 

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