La nueva serie de Juan Cavestany, autor de 'Vergüenza', es como una adaptación de 'The Thick of it' y 'Veep', de Armando Iannucci, pero en castizo. Al estilo de los personajes de Santiago Segura. Una sátira de la política española, con los excesos que se cometen en este campo actualmente, era un reto demasiado complicado y no ha sido superado
VALÈNCIA. Con grandes similitudes con Veep y con un personaje muy parecido a Malcolm Tucker de The Thick of it (Joaquín Climent como Luis Vallejo) Vota Juan solo se puede calificar como la llegada a España del espíritu de las creaciones de Armando Iannucci, pero tras pasar por el filtro del espíritu de los personajes de Santiago segura.
Protagonizada por Javier Cámara, la serie trata de un gris ministro de Agricultura que aspira a convertirse en candidato a presidente del gobierno ganando las primarias de su partido. Como en las dos series de Iannucci, los partidos políticos no se mencionan y solo sabemos que Juan procede de Logroño, donde ha estado tiempo bregándose en la política rural. Y uno de sus asesores, el más pelota y relamido, es de Segovia.
El primer contraste con Hugh Abbot, el personaje de ministro más logrado de The thick of it, es que el papel de Juan Carrasco no es realista. La reiterada forma de la que miente para desvincularse de una familia, la suya, de la que se avergüenza, especialmente de su hija, que es obesa y gótico-siniestra -tribu urbana de las hijas de Zapatero hace años-, nunca la haría más de una vez un personaje de la serie británica, si se diera el caso de que recurriera a algo así. Aquí se insiste en ello.
En este detalle como en sus relaciones con las mujeres, el alcohol y su asistenta, el personaje de Juan lo que parece es un injerto de Jesús, el personaje de Javier Gutiérrez en Vergüenza, serie que también es de Juan Cavestany, en un entorno político. Aunque el resultado esta vez se parezca más a Torrente.
Los silencios y las situaciones lamentables que han hecho reír y sufrir a la vez a tanta gente en la Vergüenza, aquí transmiten sensaciones diferentes. El resultado bien se podría haber llamado Asco, porque es lo que desprende en todo momento el protagonista sin que logre salir de ahí.
Entre los guionistas destaca Diego San José, de Vaya semanita y Ocho apellidos vascos. Originalmente, Cavestany y él habían escrito junto a Borja Cobeaga Aupa Josu sobre un consejero de Agricultura y Pesca del Gobierno Vasco que trataba de ponerse en contacto con ETA para pacificar Euskadi y convertirse en el nuevo Obama Su estreno marcó un 10,2% de share y 293.000 espectadores y no se le dio continuidad. Vota Juan sería su heredera.
Un problema que tiene el humor es bien conocido. Un chiste, un gag, una gracia, una puesta en escena, etc... la primera vez que funcionan hacen que una persona estalle de risa. Pero lo mismo presentado en una segunda ocasión, pasa a sonrisa. Y por tercera, resulta molesto. Buena parte del personaje negativo, del anti-héroe que tenemos delante en Vota Juan, ya está explotado anteriormente. Y lo referente a la política, pocas novedades ofrece. Con los shows que está montando Pedro Sánchez, la personalidad que tuvo Rajoy y lo vacuo o banal que han sido tres cuartas partes de los ministros desde los años 90, la sensación es que había materia para mucho más.
Si hubiera que citar una parte de cierto interés habría que ir al final del cuarto capítulo, cuando la trama da un giro de 180 grados. No lea lo que viene a continuación si no lo ha visto. Se trata del momento de mayor decadencia del personaje. Como ocurre en la brillante segunda temporada de Vergüenza, Juan rechaza a su hija y le cuenta a otro político que en realidad ella es una rumana adoptada. Se juega con los tabús de la xenofobia como con el hijo negro adoptado en África de Jesús en Vergüenza, un chaval que en realidad les sobra en la familia desde que pudieron tener el segundo hijo. Un argumento inverosímil que estaba mejor llevado en la otra serie.
Ocurre todo ello tras demostrar Juan que no sabe ni restar delante de una clase de un instituto al que ha acudido en visita oficial para rivalizar con el ministro de Educación, al cual se enfrentará en unas primarias. El joven político es un intelectual preparado y guapo que encandila hasta a los niños. Ahí encuentra el protagonista su punto más bajo y, cuando se encierra a llorar en el coche oficial porque nada le sale bien, se entera por la radio de la remontada de España en un partido de clasificación para el Mundial. Con ese dato que el rival político desconoce porque no le gusta el fútbol, Juan por fin se gana a los alumnos gritando el controvertido A por ellos.
En ese momento el capítulo tiene un final en el alto en el que vemos que el patán que hemos tenido delante hasta entonces se puede convertir en candidato a la presidencia del gobierno. Como guiño al ascenso de individuos como Trump o la forma de hacer campaña vacía de contenido por redes sociales apelando a las emociones primarias y los símbolos, tiene un pase.
Sin embargo, lo que en algunos momentos es demasiado exagerado, en otros parece tibio. Hemos tenido al presidente Zapatero nombrándose ministros de Deportes cuando caían triunfos de la selección nacional de fútbol. Pablo Iglesias difundió en redes fotos suyas viendo el basket botella de Ballantines en ristre. Y del ex presidente Rajoy todos conocemos su fidelidad al diario Marca. Ocurre que la realidad da más de sí.
Tampoco parece que el navajeo político dentro de un mismo partido que se desarrolla en los siguientes capítulos sea tan trepidante como el que nos llega por los medios. Es difícil actualmente hacer una sátira mordaz de la política española. Se vende como un espectáculo, hasta hay programas que la siguen empleando la fórmula de Carrusel deportivo y, constantemente, los políticos apelan a lo más primario desde sus redes. Está todo tan desatado, el esperpento real es tal, que el gran Javier Cámara se ahoga dentro de su personaje. Algo que él mismo sabía.
Fue una serie británica de humor corrosivo y sin tabúes, se hablaba de sexo abiertamente y presentaba a unos personajes que no podían con la vida en plena crisis de los cuarenta. Lo gracioso es que diez años después sigue siendo perfectamente válida, porque las cosas no es que no hayan cambiado mucho, es que seguramente han empeorado