VALÈNCIA. Según el profesor e historiador Ángel Iturriaga, el documental Votad, votad, malditos de Llorenç Soler fue uno más de los prohibidos entre 1975 y 1977. Corrió el mismo destino que otros como La ciudad es nuestra, sobre las reivindicaciones de la asociaciones vecinales en barrios madrileños como Orcasitas o el Pozo del tío Raimundo. Desconozco el alcance y los términos de esa censura, pero no me cabe duda de que esa premisa confiere unos matices al documental que no los encontraría en otras circunstancias.
Lógicamente, su final, con el logotipo de UCD sobre unas nalgas humanas y la música de la serie Bonanza para recorrer los titulares de la victoria de Suárez en las primeras elecciones, ponían de manifiesto la frustración de los autores con el resultado de los comicios. La historia oficial de la Transición lo oculta y los que están en contra de la historia oficial de la Transición, o lo ignoran o también lo ocultan, pero en el año 76, en el primer semestre, las movilizaciones sociales, auspiciadas en su mayoría por el PCE y CCOO, mandaron a la vía muerta los intentos de reforma del franquismo, de establecer en España una pseudo-democracia.
En lo sucesivo, Suárez liquidó la dictadura dándole al carpetazo apariencia de legalidad franquista y se dispuso a cumplir una por una todas las exigencias que le puso encima de la mesa la oposición democrática. Estas primeras elecciones, lógicamente, eran una de las más importantes porque, a través de ellas, se daba salida al punto 11 de la Declaración de la Junta Democrática sobre "la forma definitiva del Estado".
El documental Votad, votad, malditos es un testimonio único de un valor incalculable. Toma el pulso a la Barcelona preelectoral. En él podemos encontrar ejemplos de todo. El primer entrevistado recuerda que votó en las elecciones de febrero del 36 y aseguraba que ahora volvería a depositar el voto en la urna. Otro caballero, de edad avanzada, también explica claramente que los simulacros de elecciones durante el franquismo no tenían nada que ver con lo que iba a suceder "porque ahora puede votar cada cual lo que quiera y entonces solo se podía votar una cosa" y añade "y antes el voto servía para toda la vida y eso no puede ser" porque "tiene que haber un espacio de tiempo para poder cambiar el criterio según las circunstancias". El hombre no se expresa con soltura, titubea un poco, ¿pero acaso se explica ahora mejor la gente? Lo que tiene claro es que exige un sistema democrático homologable.
Por contraste, otros ciudadanos que aparecen a continuación no tienen las ideas tan claras. Llama la atención un trabajador que dice que el sobre "nos lo dieron ya cerrado en la factoría, nosotros lo hemos echado allí y no sabemos ya...". Este señor no se acordaba de quién le había dado el sobre, pero un compañero suyo se lo recuerda: "El del Felipe González". Después, en una línea que no remite ni mucho menos, una mujer dice que va a votar a Alianza Popular porque "no le interesa ni el divorcio ni el aborto".
Ha habido artículos sobre estos documentales censurados donde se dice que en este se ponía el foco ante "niveles de abstención inesperados". La participación fue de un 78,8%, la segunda más alta de la historia de la democracia, solo un punto por debajo de las de 1982. En Francia en esa época la participación rondaba entre el 80 y el 85%. Además, lo visto en el documental no tenía nada de extraño. La población desinformada que no sabía quién estaba detrás de las siglas de los partidos era una consecuencia evidente de la dictadura. Lo raro habría sido lo contrario. Lo relevante es escuchar lo claro que lo tenían otros. Sobre todo los que habían votado en la II República, que no lo olvidaban.
En el nombre del documental había un guiño a Danzad, danzad, malditos, título en castellano de la película de Sydney Pollack They Shoot Horses, Don't They?, adaptación de una novela homónima de Horace McCoy. La historia se situaba en la California de 1932, en plena Gran Depresión, e iba sobre la gente que acudía a Hollywood en busca de algún papel -como volvió a pasar en los 80 con la desindustrialización- pero acababa participando en maratones de baile en las que solo con inscribirse, los días que estuvieran en la competición obtenían comida caliente y podían dormir en las instalaciones. Mientras, un público morboso iba a pasárselo bien y a divertirse asistiendo a su sufrimiento y angustia. Ese es el paralelismo que se quiso trazar con la Transición.
La trayectoria de Soler, no obstante, es de las más interesantes de nuestra cinematografía, aunque al no transcurrir por los circuitos comerciales no ha tenido la celebridad de otros coetáneos. El fenómeno del documental como un género poderoso y elocuente ha sido relativamente reciente. En su hombro iba la cámara de Gritos... a ritmo fuerte, uno de los mejores documentales sobre la Nueva Ola, en este caso en Barcelona. Además, es muy llamativo que Soler en el año 2000 quisiera grabar un documental sobre los españoles de Mauthausen y le dieran un portazo en TVE.
Sin embargo, a los políticos, así como los cineastas comerciales, seguro que les aguarda un futuro con menos relevancia que obras como uno de sus clásicos, 52 domingos, y su continuación en los 90 siguiendo el recorrido de sus protagonistas. Un testimonio único, una pieza magistral. Antes de emigrar a Barcelona, Soler era crítico taurino en Radio Juventud. Le marcó la única película neorrealista que existe con la tauromaquia de fondo. El momento de la verdad, de Francesco Rosi. "Lo que más me interesa es el origen de los toreros, de donde salen y cómo comienzan. Me interesan los maletillas , aquellos que aprenden este arte y que luchan para poder llegar a torear en una plaza; los marginados de este mundo...". Así surgió la idea para su clásico, que se convirtió en un fresco sobre las condiciones de miseria en las que vivía parte de la emigración que recibía Catalunya y fue el inicio de una carrera inquieta, inconformista y versátil.