Asistir sin acompañantes a una película, una pieza teatral o un concierto todavía es percibido como algo raro por gran parte de la sociedad. Hablamos con unos cuantos espectadores solitarios que buscan romper el tabú
VALÈNCIA. Haces la cola, muestras la entrada, encuentras tu asiento, dejas que las luces se apaguen y allí, en la pantalla o sobre el escenario, se va sucediendo la pirotecnia de una vida que no es la tuya. Una vida que lo inunda todo: que se cuela por los pasillos y te impregna las pestañas y los labios. Pocos humanos se resisten al torbellino sensorial y emocional que supone dejarse caer por un cine, un teatro o un concierto. A ese cabalgar por las ideas ajenas. Y sin embargo, sí son bastantes quienes se resisten a hacerlo en solitario.
Efectivamente: València, 2021, ir sin compañía a una obra, una película o una actuación musical es percibido por muchos como algo extraño. ¿Y si me ven esperando en la puerta yo solo? ¿Qué hago hasta que empiece la película? ¿Salgo en silencio cuando acabe?” “¿Finjo que estoy esperando o buscando a alguien para disimular? Ante tanto interrogante desazonador, la respuesta es evitar la soledad a toda costa. Aunque eso implique perderse a ese grupo que tantas ganas tenías de ver o arrastrar a ese amigo al que en el fondo no le apetece nada el plan. Para una parte de la masa social, la butaca debe ser conjugada siempre en plural. Y lo contrario es motivo, cuanto menos, de recelo.
En estos últimos meses en los que nuestra vida social ha menguado, algunos han aprendido a la fuerza a estar consigo mismos. Y quién sabe si en ese curso exprés de autoconocimiento impuesto se han dado cuenta de que también disfrutan de planes en los que no hace falta sincronizar agendas. Por si los más reticentes necesitan todavía un empujoncito, desde Culturplaza hemos hablado con varios de estos espectadores que practican con goce la cultura en singular. Esos a los que no les importa pedir en taquilla una única entrada.
Andrea y Andrés Torres son padre e hija. Ella, bailarina; él, arquitecto y actor. Ambos irreductibles espectadores solitarios por vocación. “No empecé a ir sola al teatro de forma consciente o deliberada para ver qué se sentía, sino que simplemente me interesaban ciertas obras y no tenía con quién ir...”, explica la Integrante de la compañía Dunatacá. En la misma línea, su progenitor defiende acudir consigo mismo al teatro “porque me permite situarme más en la acción, en la puesta en escena, en el diálogo, en la retórica… Que es el objetivo de la propia obra. En el caso del cine, me gusta incluso más ir solo que con compañía porque te metes en el túnel oscuro y estás dentro de la pantalla… Si vas con gente, no es que moleste, pero te quitan capacidad de recepción, te distraen en cierta manera del contenido de la cinta, no puedes observar todo tan intensamente”.
El documentalista audiovisual Santiago Barrachina lleva acudiendo solo a conciertos desde los 18 años “siempre me ha gustado. No necesito que nadie me acompañe, no tengo la necesidad de esa legitimación. Obviamente, si tengo compañía, genial, pero no es un factor imprescindible. Además, acabo encontrándome con conocidos con los que puedo intercambiar unas palabras. El objetivo, en cualquier caso, es disfrutar de lo que estás viendo”. Y precisamente por ello, anima “a cualquiera que todavía no lo haya probado a disfrutar sin miedo de esa vivencia en soledad”.
En algunos casos, es el contexto el que empuja a iniciarse en esa expedición. Así fue para Carlos Martínez: “comencé a ir solo al cine cuando me mudé a Madrid. Como allí hay una oferta más variada que en València y durante los primeros meses no conocía a mucha gente, era el plan ideal. Probé, me gustó y a fuerza de repetir para mí se ha convertido en la mejor forma de disfrutar de un film, voy solo más a menudo que acompañado, aunque con la pandemia he bajado bastante la frecuencia”, afirma este veterinario que hace poco regresó a lares mediterráneos. Desde entonces se ha abonado a la butaca para uno: “puedes elegir la sala, la sesión o la película que prefieras e incluso acudir a última hora sin haberlo planeado e improvisar -- indica Martínez-- Para mí ir acompañado es diferente porque en estos casos lo principal no suele ser la película, sino el acto social para el cual el cine es sólo una excusa, un escenario. Me gusta estar centrado en la pantalla, así que prefiero socializar en otros ambientes”.
Mara Landa es periodista y cinéfila impenitente, su rutina como asistente a las salas desde la individualidad comenzó con la catártica etapa adolescente: “recuerdo que, tras ver una de las películas de Harry Potter, sentí que no me habían dejado lo suficiente en el mundo de magia que tanto me gustaba y volví a disfrutarlo yo sola”. Y no ha dejado de hacerlo desde entonces. Sentarse frente a la pantalla con la única compañía de sí misma es una forma de quedarse “mucho más tiempo en el universo que has visitado o en el estado de ánimo en el que te sumergió la historia”. En la misma línea, argumenta que cada pieza audiovisual “te debe dejar con un sentimiento ya sea de esperanza, desolación, miedo, amor, nostalgia, rabia.... Ir sola me permite quedarme ahí mucho tiempo y alargar mi vuelta a la realidad… A veces incluso busco la banda sonora para recrearme más”. En opinión del sociólogo Ricardo Klein esta decisión de una cultura conjugada en singular depende a menudo “del tipo de actividad de la que se trate: es más fácil ver a grupos de amigos o familias que van a películas comerciales que cuando ponen, por ejemplo, un título de Tarkovsky en la Filmoteca”.
Los propios responsables de las salas valencianas tienen clara la existencia de un público que prefiere asistir a sus espacios de forma individual. “Hay una serie de espectadores que suelen acudir en soledad, pero en una soledad maravillosa, por lo menos en apariencia. Sabemos que tienen una necesidad imperiosa de ir al teatro y de que les hablen en escena y que les cuenten historias con la presencia fuerte de los creadores. Necesitan sentirse vivos viendo al otro, identificándose con sus males, adversidades, luchas, victorias, danzas…”, subraya Jacobo Pallarés, dramaturgo y codirector del Espacio Inestable.
Una circunstancia que también tiene fichada la gestora cultural Irene Cubells en algunos de los eventos que organiza, como La Ruta Más Corta, festival itinerante de cortos, donde cada año “viene alguien solo y se queda a todas las proyecciones durante todo el día. Siempre son señores de mediana-alta edad y siempre me dan ganas de hablar con ellos y preguntarles sobre su vida”. En ese sentido, Pallarés niega que existan “proyectos que demanden espectadores más o menos solitarios. Todos requieren la individualidad del momento, de la persona que está con sus ideas y sus decisiones y sus formas de mirar, absortos y respetuosos”.
Para muchos, una parte esencial del ritual escénico es la tertulia posterior. Ese ratito en el que se exponen, copa o taza en mano, los pareceres respecto al espectáculo visto. Un intercambio de puntos de vista que se va salpimentando con comentarios sobre el minuto y resultado existencial de cada uno. Unos momentos de tribu antes de regresar a la cotidianeidad acelerada. Optar por un visionado individual elimina esa fase de la liturgia cultural, ¿cuánto y cómo afecta esto a la propia experiencia como audiencia? “Cuando voy en compañía, lo vivo como una liturgia compartida: vivimos juntas el momento, ponemos en común nuestras opiniones Y quizás hay algo que no he captado y que al hablarlo con otras personas me llega de una manera nueva. El hecho de compartir también es un acto escénico en sí. En este tiempo de pandemia, ir al teatro está siendo uno de mis ámbitos de socialización: ves caras conocidas o desconocidas, saludas a gente...”, resalta Torres hija.
Para Landa, resulta inevitable que la experiencia grupal acabe distorsionando un poco la experiencia puramente cinéfila: “al ir acompañada, es normal que al terminar comentes si te ha gustado, quizás la analices un poco pero pronto caes en hablar de dónde vamos a cenar o los problemas del día. Un exorcismo que me saca muy rápido del sentimiento que me dejaron el director y su equipo”. Por ello, reconoce que cuando tiene muchas ganas de ver una película le gusta ir sola para, al terminar, “no tener que verbalizar lo que pienso o siento. De hecho, si la he disfrutado de verdad, suelo pasear para, según la obra, imaginarme en el mundo al que me llevaron, revivir los recuerdos que me evocó la historia o pensar en el mensaje o ideas que transmitió”.
En esta búsqueda de las diferencias entre el visionado individual o grupal, Cubells se remonta a antes incluso de poner un pie local en el que se celebra la proyección. Así, considera que la vivencia es en sí distinta desde el preciso momento “en el que decides qué te apetece ver sin ponerte de acuerdo con nadie. Vas, te sientas y te metes en la historia. En un concierto quizás sea diferente, ya que se interactúa mucho más. Yo no he ido sola a ninguna actuación musical, pero conozco a gente que sí lo ha hecho porque no quería tener la sensación de estar perdiéndose cosas por no tener con quién ir”.
“Es cierto que cuando uno va solo al cine o al teatro, se pierde ese tiempo de después. Esa ‘trastienda’, de ir a un bar, tomarte un café o una cerveza y hablar de la obra. El momento cultural no se fija únicamente por la pieza en sí misma, sino que luego continuamos hablando de ella cuando ha finalizado. Pero también hay una necesidad de dedicar una parte de nuestro tiempo de ocio a estar con nosotros mismos”, recuerda Klein , docente en la Universitat de València, quien también lanza aquí una derivada que merecería su propio reportaje: “para determinados grupos la soledad no es una opción elegida, como sucede con muchos adultos mayores”.
Los apasionados de la butaca en singular aquí congregados todavía son una excepción en el panorama cultural valenciano. El tabú de dejarse llevar en soledad por los fotogramas, los decibelios y las bambalinas todavía goza de bastante buena salud y tiene tentáculos alargados. E igual que la disciplina social nos empuja a estar continuamente ocupados, también censura el pasar tiempo con uno mismos y sus pensamientos. Algo sospechoso habrá en ti si no tienes siempre a tres o cuatro colegas a tu alrededor. “Lo he notado en mis carnes. Piensas que piensan que estás solo, que no tienes a nadie con quien ir. Pero te respondes a esa inquietud diciéndote que se equivocan porque te tienes a ti mismo, fuerte y decidido y con convicciones, por eso has decidido ir a ese teatro, cine, concierto y disfrutar de ello de cualquier manera”, resalta Pallarés.
“Nadie considera extraño ver la televisión o jugar a videojuegos en solitario, por ejemplo--apunta el veterinario--. Imagino que todavía hay mucha gente que sólo concibe ir al cine como actividad social, pero tengo la impresión de que eso está cambiando”. Postura a la que se suma Barrachina: “parece que que vayan a pensar que si acudes a una actuación musical sin tus amigos eres antisocial, pero es algo un poco absurdo: si realmente no quisieras ver a nadie, te quedarías en tu casa. Creo que es un estigma que tiene que ver con una concepción de la vida y el individuo cargada de prejuicios”. En opinión de Cubells, el recelo que todavía existe ante estas actividades ‘para uno’ se debe a que “a menudo esos planes se hacen no tanto por el evento en sí, sino por el encuentro con amigos, por la voluntad de socializar. Conozco gente que hasta le da vergüenza comer solo en algún bar”, sostiene.
En el caso concreto del celuloide, para Landa el estigma viene de la propia naturaleza de este espectáculo: “no estamos acostumbrados, quizás por los mismos orígenes de la exhibición cinematográfica ligada a salas o plazas con los aparatos necesarios (proyector, pantalla, sonido, etc). Incluso la televisión comenzó siendo común, pues no todo el mundo tenía en su casa”, explica Landa. Igualmente, la periodista señala que muchas personas “ven el cine como una parada más en una velada social. Efectivamente, es un acto comunitario maravilloso, pero si te gusta el cine creo que debes ser capaz de disfrutar de las ventajas de ambas… sigues creando una experiencia compartida con alguien que en el otro lado del mundo está viendo lo mismo que tú”.
“La soledad misma es una manera de esperar que lo inaudible y lo invisible se hagan sentir. Y por eso la soledad nunca es estática ni desesperada. Por otro lado, cada amigo que viene a quedarse enriquece la soledad para siempre; la presencia, si ha sido real, nunca se va”, cuenta May Sarton en Anhelo de raíces. Y a fin de cuentas, estar frente a la pantalla o el escenario esperando que lo inaudible o invisible hagan su aparición no parece un mal plan.
En la cartelera de 1981 se pudo ver El Príncipe de la ciudad, El camino de Cutter, Fuego en el cuerpo y Ladrón. Cuatro películas en un solo año que tenían los mismos temas en común: una sociedad con el trabajo degradado tras las crisis del petróleo, policía corrupta campando por sus respetos y gente que intenta salir adelante delinquiendo que justifica sus actos con razonamientos éticos: se puede ser injusto con el injusto