A la vista del nuevo escándalo en materia de contratación de personal en la empresa pública Divalterra (antigua Imelsa) del que viene informando con pelos y señales Rosana B. Crespo en Valencia Plaza, uno se pregunta a qué responde la temeridad de algunos protagonistas de esta historia cuando están a punto de sentarse en el banquillo, precisamente por contrataciones irregulares, los anteriores responsables de la empresa (del PSPV y Compromís) y los anteriores de los anteriores (del PP).
La respuesta está tan a la vista, que a uno se le había escapado hasta que vino alguien a subrayar lo obvio. Un breve resumen pondrá al autor sobre la pista.
Divalterra es la antigua Imelsa, creada en 1988 por el entonces presidente de la Diputación de Valencia, Francisco Blasco, dedicada a impulsar el desarrollo económico de los pueblos de la provincia y preservar su patrimonio forestal. Tiene unos 700 empleados, el 90% de los cuales pertenecen a las brigadas forestales.
Imelsa fue el epicentro de una sonada operación contra la corrupción de la que el pasado 26 de enero se cumplieron cinco años, que dio origen a numerosas piezas judiciales con dos nombres destacados entre los investigados: el expresidente de la Diputación Alfonso Rus y el exgerente de la empresa Marcos Benavent, el autodenominado ‘yonki del dinero’ quien nueve meses antes había irrumpido en escena presentándose en el juzgado disfrazado de anacoreta arrepentido que venía sacar a la luz "mierda a punta pala" que iba a hacer "daño a mucha gente". Y cumplió.
Hace pocos días se conocía que la Fiscalía pide ocho años de prisión para Benavent en el primero de los juicios y que la jueza está a punto de cerrar la instrucción de la pieza de la contratación de los llamados ‘zombies’ de Imelsa y de Ciegsa, con Rus y Máximo Caturla como principales encausados.
Cuando estalló el escándalo, en enero de 2016, el PSPV y Compromís ya habían recuperado la Diputación después de veinte años y al nuevo equipo de Jorge Rodríguez se le ocurrió cambiarle el nombre a Imelsa para desvincularla de la corrupción en el imaginario colectivo. Pero como si fuera una maldición, la rebautizada Divalterra empezó a sumar nuevos escándalos cuando aún no había pasado un año de la detención de Rus.
Primero, la dimisión del cogerente Víctor Sahuquillo por cargar gin tonics en sus gastos; después, la contratación irregular –según una auditoría– de una abogada cercana al PSPV, lo que llevó a apartar de su cargo temporalmente al responsable jurídico de la empresa, José Luis Vera; luego, lo de la Fundación Cical, el chiringuito de José Manuel Orengo que Divalterra se avino a financiar junto a Puig pero que, dadas las críticas recibidas, no llegó a funcionar. Y para rematar, el caso Alquería, que le costó el puesto de presidente a Rodríguez, quien está a punto de sentarse en el banquillo junto a otras 14 personas por colocar en puestos directivos a siete políticos de PSPV y Compromís en la empresa.
Con estos antecedentes y dos expresidentes de la Diputación a punto de sentarse en el banquillo, Divalterra vuelve a ser noticia por unos hechos que ya investiga la Agencia Antifraude: el intento de impedir la contratación de la persona que ganó el proceso de selección para un puesto, la jefatura de Recursos Humanos, que al parecer no estaba pensado para ella.
Y eso que Toni Gaspar quería despolitizar la casa de los líos imponiendo un consejo de administración con cinco técnicos, una representante de los trabajadores y solo cuatro políticos, uno de cada partido; de gerente, un funcionario de reconocida trayectoria, Antonio Mas, y en el tribunal evaluador para la jefatura de RRHH, cinco técnicos y ningún político. Pero es lo que tiene tratar de limpiar no solo la imagen de la empresa sino la propia empresa, que haces un proceso de selección y gana la mejor candidata.
Volviendo a la pregunta inicial: con todos los líos de Imelsa y Divalterra en la memoria colectiva gracias a la lentitud de la justicia, ¿qué lleva al diputado socialista y presidente de la empresa, Ramiro Rivera, a irrumpir como elefante en cacharrería al final de un proceso en el que no tenía voz ni voto para interceder en favor del candidato perdedor, José Fambuena, quien solo por su pasado en el Hospital General habría sido descartado en cualquier empresa privada?
¿Y qué lleva a José Luis Vera, renombrado el pasado 28 de diciembre director de los Servicios Jurídicos, Prevención de Riesgos Penales y Transparencia, a apoyar a Rivera en lugar de estrenar su ampuloso cargo previniéndole sobre los riesgos penales de su injerencia?
Vera, nombrado director jurídico por indicación de Orengo en 2015, es la salsa de todos los líos. Los propios, como la contratación de aquella abogada o el cobro de 10.000 euros en kilometraje estando de baja, y los ajenos, como el ambiguo informe sobre los dedazos del caso Alquería, en el que ahora es testigo de cargo, o el que redactó para justificar los pagos a la fundación de Orengo. Su último informe le ha posicionado junto a Rivera para tratar de echar atrás el nombramiento de Eugenia Fernández, que lleva en el puesto desde el 18 de enero.
Enfrente, el jefe de RRHH cesante y presidente del tribunal evaluador, Vicente Domingo, quien llegó al puesto avalado por Vera y que justificó que el director jurídico cobrara aquellos 10.000 euros en kilometraje estando de baja. Hoy ya no son tan amigos. Enfrente, también, la Intervención de la Generalitat y la Agencia Antifraude, que consideran el proceso de selección correcto.
El organismo que dirige Joan Llinares investiga el caso y ha otorgado el estatus de protección del denunciante a varias personas que han acudido a relatar lo sucedido. La tensión en la empresa es máxima y la presión sobre los funcionarios extrema, como ya ocurriera con los testigos del caso Alquería. Uno de los miembros del tribunal evaluador ha cogido la baja. No deberían olvidar los protagonistas que Rafael Blasco fue condenado gracias al testimonio de funcionarios que no se plegaron a sus órdenes y decidieron hablar.
La explicación de por qué tanta temeridad por un simple nombramiento está en el propio enunciado del puesto: jefe/a de Servicio de Recursos Humanos. Un puesto clave para las contrataciones de brigadistas en las zonas rurales, que es tanto como decir para el clientelismo político y sindical en comarcas que en unas elecciones pueden ser decisivas para lograr la mayoría en la Diputación. Acabáramos.