Vaya, cuando muchos decían “no sé nada de Franco, ¿estará bien?”, vuelve el muerto más vivo de la democracia española a protagonizar la actualidad. ¡Oh! Casualidad, unos días después de saber que el 10N se celebrarán de nuevo elecciones generales
Las encuestas reflejan el hartazgo de gran parte de la sociedad por nuestra clase política, un hecho que demuestra el sentido común de los ciudadanos. El hecho de que la política sea el 80% de la información que consumimos en medios de comunicación tiene gran parte de la culpa de este dato estadístico, pero además la actitud de la mayoría de líderes políticos, las declaraciones enlatadas (el politiqués, ese insufrible idioma ajeno a la realidad de la calle), y las actitudes enrocadas, el negar la razón al rival aunque la tenga y otras actitudes habituales de quienes se dedican a la clase política, conducen a que la sociedad quiera ignorar la política.
He utilizado el verbo querer con toda la intención, porque, aunque queramos, no podemos ignorar, o al menos, no debemos, pasar olímpicamente de la política ni de los políticos, porque son quienes con sus decisiones nos hacen la vida más fácil o más difícil. Habitualmente y de forma mayoritaria, suelen inclinarse por la segunda opción. Una magnífica prueba de ello la leemos durante estos días en la prensa local, y tiene como objeto la subida de impuestos que el Ayuntamiento de Valencia planea para nuestra ciudad y sus habitantes. Nos acorralan en la movilidad urbana y nos asfixian económicamente, siempre en la dirección de más regulación y más prohibición.
Las leyes, las normas, los decretos, los reglamentos y todas las herramientas legales pueden estar al servicio del bien o del mal, pueden buscar resolver problemas que se presentan en nuestra convivencia o curiosamente, pueden crear esos problemas para luego a través de otras normas intentar resolverlos. Es algo que no debería ser, pero es, es un poco aquello del mundo al revés, pero vivimos en una época donde la situación más estrambótica o la opinión más ridícula tienen un eco y una presencia que las convierte en asunto de estado. Y si no piensen, si hace veinte años le cuentan a alguien que en los últimos años del primer cuarto del siglo XXI el protagonista de la política y las noticias en España, sería Francisco Franco, lo mínimo habría sido soltar una carcajada.
El humor, ese gran antídoto que no todo lo cura, pero sí lo hace más llevadero, de hecho, con el asunto de la exhumación del generalísimo se han hecho todo tipo de chistes y bromas que, a través de la ironía, dejaban hasta un buen sabor de boca de un asunto que puede catalogarse de surrealista, o al menos irrelevante. Hace tiempo que cuando escuchaba la popular canción con el estribillo “¿y el anillo pa' cuando?”, pensaba “¿y el Caudillo pa' cuando?” Pues ya tenemos respuesta, para la pre-campaña electoral y seguro que también para la campaña. Otra total casualidad.
Tras conocerse la decisión del Tribunal Supremo, algunos altos cargos del PSOE hicieron declaraciones en las que parecía que les acabara de tocar el Euromillón, la emoción les embargaba. Tienen un argumento para el 10N que se podría titular así: “El gobierno en funciones de Pedro Sánchez gana la Guerra Civil 80 años después de su final”. El asunto de Franco no preocupaba a la inmensa mayoría de españoles, y la prueba es que el Valle de los Caídos jamás fue tan visitado ni conocido hasta que empezó a hablarse de la exhumación del Caudillo, el razonable olvido de la figura de Franco se había consolidado en la España del siglo XXI hasta que el socialismo sanchista lo resucitó gracias a una legislación revanchista zapateril mantenida por Rajoy, que no pretende mejorar la vida de las personas, ni ayudarlas a realizarse, ni facilitar el acceso al empleo, la sanidad o la vivienda sino a reescribir la historia de la manera más abyecta.
Lo más sangrante de este tipo de actitudes políticas es que anulan el debate serio y necesario sobre la historia y especialmente sobre los problemas actuales de la sociedad. Se pretende revivir las figuras del pasado para que, en lugar de un análisis desapasionado sobre hechos históricos, se les juzgue con beligerancia y sobre todo al que rehúya dicho debate se le tilde de todos los adjetivos negativos que posee nuestro rico vocabulario. Un motivo más para no quedarse en casa el diez de noviembre.