CASTELLÓ. Regresar al jazmín, al limonero, al árbol espléndido del laurel, la hierbabuena, el rosal de rosas rojas perfumadas, regresar a la acequia, correteando el agua, al bellísimo río Xùquer y sus árboles, a los viejos lavaderos públicos que añoran el croar de tantas ranas compañeras… Regresar a los lugares de los sueños, de las puestas de sol entre naranjos, caminando hacia el Huerto de la Viuda, con las rutas de esbeltas palmeras… La Ribera Alta, esa tierra que remueve las entrañas de quienes lo tuvieron todo y lo perdieron todo aquel 20 de octubre de 1982.
Gavarda, ese pueblo plano, junto al río y la acequia, crece ahora cerca de la montanyeta d’Albèric, entre calles con pendiente, sin sombras, con los únicos espacios verdes que generan las vecinas y vecinos en sus patios y corrales. Estos días pasados he habitado una casa tomada por el olor del jazmín y la sombra de un limonero familiar, Pancho ha dormitado bajo este imponente árbol que plantara mi abuela Pepica.
Octubre es un mes para la nostalgia y la tristeza. Fueron largos años sobreviviendo a la devastadora Pantanada de Tous. La rotura de la presa se llevó por delante vidas humanas y todo lo que poseían los habitantes de la Ribera, casas y huertas. Pueblos como Gavarda y Beneixida fueron trasladados y construidos en nuevos enclaves. Gavarda aún conserva, junto al río, su iglesia y varias casas en las pocas calles que sobrevivieron a la catástrofe.
Cada año que pasa la vida se va asentando en el pueblo nuevo de Gavarda. Cada año van sucediéndose generaciones de jóvenes que nacieron en este lugar diferente al que conocimos las y los más mayores. La vida se respira a fondo, a pesar de la soledad aparente que recorre unas calles uniformes, de casas adosadas. Pero, todo, sin perder de vista el imponente puente de hierro de Gavarda.
Solemos regresar a los lugares dónde hemos sido felices, dónde vivimos una infancia y adolescencia dichosas, dónde perseguíamos las enormes lunas rojas en los márgenes del Xùquer, arropados por los aromas de la marihuana cosechada y secada en los terrados y andanas de las casas. Las mareas de risas eran música para los sentidos. Éramos muy jóvenes y felices. Ayer Gavarda amaneció soleada, calurosa. Un octubre extraño merodea la floración del limonero. No es posible. Las rosas crecen en manojos y el jazminero trepa sin freno, gozoso, por las paredes de la casa, hacia el tejado, abrazando la casa, como lo hiciera en la vieja casa del lavadero, regando con su aroma todos los espacios. Pancho, mi perro, ha pasado unos días como un corazón tendido al sol, y a la sombra, corriendo por ese patio lleno de plantas, olfateando cada maceta y jardinera de la casa de mi tío Paco. Han hecho buena pareja. Uno complaciendo, el otro rastreando sus pasos para robarle caricias y comida.
Las cosas sencillas de la vida tienen, sin duda, un valor incalculable, representan una urgente necesidad en estos tiempos de penumbra y desasosiego. Una sonrisa, un abrazo, los gemidos de felicidad de Pancho, las miradas y las pequeñas manos de mis cuatro nietos cuando buscan las mías. Son estas y aquellas pequeñas cosas que escribiera y musicara Joan Manuel Serrat, las que nos dejaron un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel, en un cajón.
Ayer, el escritor y periodista Leonardo Padura hablaba la radio de la necesidad de regresar al lugar de dónde soy, a esa Habana marchita, sin alimentos, combustible, electricidad… sin esperanzas. Regresar al lugar de dónde soy es vital, decía, mientras presentaba su última novela Ir a La Habana, nueva entrega de la vida y milagros del inspector Mario Conde. Leonardo Padura destaca la tragedia que representa perder la esperanza para los pueblos, para sus habitantes. El escritor cubano lloraba la poca fe que quedaba en la isla, el dolor, la rabia y la tristeza.
Lloramos la poca fe que nos acosa y rodea. Lloramos, nos revuelve, la maldad de este mundo gobernado por los señores de la guerra, por un delirante y criminal Netanyahu que está devorando el mapa de Oriente a golpe de muerte, de ignominia y genocidio. Y el mundo calla, como repito cada semana en estos artículos.
Mi vecina Carmen también ha viajado a Gavarda. Cada día hemos degustado la comida de Nina. Fideuá, arroz al horno, pimientos rojos asados y rellenos de arroz, berenjenas rellenas como las cocinaba mi abuela Pepica… Ha sido un pequeño recorrido anímico por la gastronomía de la Ribera Alta. Carmen ha disfrutado con el paisaje, enorme, hermoso, oloroso, porque Gavarda siempre ha olido a sus huertos, azahares y jazmines. Nos ha cabreado, mucho, la falta de conciencia comunitaria respecto a la limpieza viaria del pueblo, sin recoger excrementos de perros ni basura abandonada en zonas comunes. Tampoco nos ha gustado la falta de árboles que den sombra y convivan verdes en las calles.
Estos días han sido, asimismo, de tertulias y largas sobremesas con mi tío Paco, y unas copitas pequeñas de absenta de Segarra. Hemos vuelto a exigir que el Rey Emérito nos devuelva el dinero, -centenares de millones de las antiguas pesetas-, que abonaron las arcas públicas del país a sus novias para silenciarlas. Hemos vuelto a clamar para que alguien escriba el guión de una telenovela con un monarca que viaja en helicóptero a un cortijo que se llama La Cantora para hablar con un torero que salía con una tonadillera y que tenía, al parecer, una relación con la misma novia. Y ya está bien que todo recaiga sobre una mujer, porque esta historia no puede arrastrar tanta misoginia y machismo en pleno siglo XXI. Todo es repugnante.
Ya estamos en Castelló. Llegamos ayer con el calor a cuestas. Comimos con mi amiga Silvia en el Mesón Navarro, el lugar de la cocina afectiva bien hecha, en la Plaza Tetuán, bajo la Minerva Paranoica de Miquel Navarro, un lugar donde también habitan los sueños.
Buena semana. Buena Suerte.