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Arte frente al Gran Espectáculo en ‘La so(m)bra de lo real’ de Miguel Ángel Hernández

Holobionte Ediciones edita estos ensayos del escritor y profesor de historia del arte, en los que ya en dos mil seis se anticipaba un «ocularcentrismo expandido» que hoy día se dirige al metaverso.

20/09/2021 - 

VALÈNCIA. Unos delfines, en las Islas Feroe. El ojo no puede más. El ser humano no puede más con el ser humano. Ya basta. Una aparición: el presentador de las noticias en Network grita que todo está mal, que el aire es irrespirable y la comida no es apta para ser comida, y que nos sentamos frente al televisor y este nos devuelve un sinfín de crímenes y entonces solo tenemos ganas de decir: por favor, déjame tranquilo en mi comedor, con mis pequeñas comodidades, y ya está, es todo lo que pido. Cambiamos a otra pantalla: el móvil. Primero una red social, y después otra. La cascada de actualizaciones no se detiene: la sensación es la de querer seguir la gota que cae en un salto de agua. Ahí, allí, y después se pierde entre la espuma. Al cabo de unos segundos, el tiempo se cuenta en minutos, y poco después, en horas: las imágenes entran en el ojo como un enjambre frenético, recorren el nervio óptico, zumban en el lóbulo occipital, algunas anidan en el lóbulo temporal, las demás, se esfuman. ¿Dónde han ido a parar? Un estímulo nos hace detenernos: no identificamos exactamente cuál ha sido, si la miniatura del artículo en el timeline o una palabra en el titular. El hombre Facebook se ha aliado con Ray-Ban para retomar lo que no lograron las Google Glasses, para ir más allá que las Spectacles de Snapchat. Las gafas integrarán unos altavoces disimulados en las patillas, micrófonos, y una cámara. Para fotografiar o grabar lo que veamos. Para compartirlo. Zuckerberg asegura que le preocupa la privacidad, por lo que ha instalado una pequeña luz led que se enciende cuando las gafas capturan. Dice, además, que estas gafas son un paso previo a los visores con los que accederemos al tercer estadio de internet tras el internet de sobremesa, y el internet móvil: el metaverso. El internet que se recorre y se ve en 360º. Una nueva capa de realidad. Un océano de imágenes.

Cuando Miguel Ángel Hernández, escritor y profesor de historia del arte, escribió los ensayos que configuran La so(m)bra de lo real, que ahora edita Holobionte Ediciones, entre dos mil tres y dos mil dieciséis, el mundo había conocido la caída de las Torres Gemelas, que convirtió cualquier franja horaria en la que estuviesen desmoronándose, primero en directo, y después en diferido, en prime time durante días. El tercer milenio comenzaba con un espectáculo televisivo mundial como nunca antes se había visto: los especiales se sucedían sin descanso, y también las teorías. La gente saltaba de las ventanas de los edificios en llamas en un bucle que abarcaba programas de todo el planeta. Los aviones se estrellaban desde todos los ángulos posibles. El colapso final anunciaba una nueva era en la historia de la humanidad. Se han cumplido ahora veinte años. En lo que respecta al lugar del arte frente al Gran Espectáculo, en la sombra y la sobra y como resistencia a los discursos propagandísticos, como vehículo hacia lo real, las cosas no han cambiado mucho, tal y como explica el autor en el prefacio escrito en esta era de la posverdad; el arte sigue tratando de hackear el programa, en sus palabras: “el arte es capaz de mostrar modos de experiencia que escapan a las lógicas dominantes [...] eso sigue teniendo sentido en nuestro presente, a pesar de sus perversiones, sus parodias o sus fracasos”. Recientemente saltaba a las noticias teletipo una obra de arte invisible: solo estas y las que pulverizan los récords en su venta suelen tener cabida en ellas. El sardo Salvatore Garau vendía por quince mil euros su escultura inmaterial ‘Io sono’. El comprador recibía un certificado en el que se garantizaba la autenticidad de la obra, y un mensaje para instalarla: “Escultura inmaterial para colocar en una casa particular dentro de un espacio libre de cualquier estorbo. Dimensiones variables, aproximadamente 150 x 150 cm»”. Esto, tal y como explica Hernández en La so(m)bra de lo real, no es nada nuevo.

Dos elementos definen la el universo y su geometría en expansión [el espacio-tiempo es, en realidad, geometría], y no somos capaces de verlos, por eso decimos que son oscuros. Sin la presencia de la enorme cantidad de una materia invisible —la materia oscura—, que se estima, debe constituir el 80% de la materia del universo, las galaxias no podrían ser lo que son. Y sin el empuje de una energía todavía más misteriosa, la energía oscura, el universo no se estaría expandiendo al inimaginable ritmo acelerado al que lo hace, y que nos llevará, a nosotros o los seres vivos que lleguen a presenciarlo, en algún rincón de este entorno a escala inhumana, a un punto en el que será imposible ver nada, porque la expansión del universo será más rápida que la velocidad de la luz —nada dentro del universo puede viajar más rápido que la luz, pero nada impide que el propio universo lo haga—, y si la luz no llega, solo quedará la soledad cósmica. El ojo, de nuevo. El destino final del ojo será conocer lo que ya conoce, y nada más. Materia oscura y energía oscura. Y agujeros negros, que no dejan escapar la luz, que no nos dejan ver lo que hay dentro. Y aquí en casa, pantallas: el Gran Espectáculo fagocita cualquier cosa y la excreta en forma de titular cómico, de especial anfetamínico, de anuncio pretendidamente poético. La pantalla es eso que muestra pero también es eso que separa. Lo que se coloca en torno a luz demasiado brillante para que no nos deslumbre, nos dañe o nos ciegue. En los extremos, por otro lado, sigue la sombra y la sobra, la falta y el exceso. Quienes los habitan, eso sí, lo tienen cada vez más difícil. El listón está muy alto. El espectáculo debe continuar.

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