VALÈNCIA. Cuando en los años 70 del siglo pasado muchas mujeres se lanzaron al mundo del arte, gracias al impulso del movimiento feminista y todos los cambios sociales y culturales que se estaban produciendo, lo hicieron a través de la performance, sobre todo, y de expresiones artísticas que incidían, de un modo profundamente subversivo, en el rechazo hacia la imagen pública de las mujeres y lo femenino. Mientras en la década anterior Yves Klein pintó con su famoso azul a mujeres desnudas a las que utilizaba como pincel en sus Antropometrías, las artistas de los setenta dijeron de forma irrefutable “mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero” y lo colocaron en primera línea de fuego en acciones impensables, algunas realmente violentas para ellas y para quien las observaba.
Ana Mendieta, Linda Benglism, Eleanor Antin, Carolee Schneemann, VALIE EXPORT, Gina Pane, Hannah Wilke, Marina Abramović, y muchas otras se desnudaron, golpearon, mutilaron, sintieron placer y daño, jugaron, sufrieron, se enfrentaron a los espectadores y desafiaron todas las convenciones en torno al sexo, el deseo, el dolor, el cuerpo y la identidad femenina ante un público que, quizá, no comprendía todo lo que allí se jugaba pero que, desde luego, no quedaba indiferente. Hoy en día, viendo sus acciones, tan provocadoras y profundas, no podemos dejar de admirarlas y darles las gracias por su valor y valentía, su capacidad de lucha, su libertad creativa y su firme disposición a romper clichés y normas sociales.
Que tantas mujeres artistas llevaran a cabo este desnudarse en todos los sentidos reales y metafóricos de la palabra, este abrirse en canal ante el mundo para, por una parte, desafiar toda convención pero, por otra, dejar clara su identidad y el radical ejercicio de libertad expresiva y vital que significaba, era nuevo. La novedad estaba en su carácter, digamos, sistemático, al convertirse en una forma de expresión que permitió a las mujeres contar cosas que no se habían contado de ese modo o de ninguna manera. Pero lo cierto es que exponerse ante la mirada, el pensamiento y la moral de los demás, utilizar el cuerpo como emblema de la opresión, como una forma de comunicación, como manifestación, testimonio y campo de batalla, ya existía. Ahí tenemos a Frida Kahlo o a Claude Cahun o, en literatura, a Sylvia Plath, Colette o Virginia Wolf.
Vamos a quedarnos con esta idea de la necesidad de las mujeres creadoras de exponerse sin tapujos, de abrirse en canal y de mostrar su interior con toda crudeza, porque parece que sigue siendo así. Gran parte de lo que hoy llaman autoficción, sea en literatura, cine o series, viene de la mano de mujeres que encuentran en su propia vivencia el material para construir sus ficciones. Aunque, ya les aviso, aquí vamos a muerte con lo que dice Lucia Lijtmaer al respecto en su podcast: “cuando es Sylvia Plath dicen que es autoficción y cuando es Philip Roth es ficción, cuando Philip Roth probablemente haya escrito siete veces el mismo libro”.
El caso es que parece que el modo de salir al mundo y decir quién eres, ocupando un espacio público hasta ahora dominado por los hombres, para muchas mujeres pasa por este ejercicio de exposición, que incluye el dolor y la angustia, y que es autoconsciente, deliberado y seguro que también liberador. Es parte de lo que sucede en muchos de los podcast que triunfan en nuestro país, hechos por mujeres, donde, además de la imprescindible visión feminista y el sentido del humor, encontramos gran parte de inspiración en sus propias experiencias personales y un modo de contarlas que rompe estereotipos e ideas preconcebidas sobre lo femenino y la vivencia de las mujeres: Estirando el chicle, con Carolina Iglesias y Victoria Martín, además de sus podcasts individuales CaroLate y Malas personas, respectivamente; Saldremos mejores, de Inés Hernand y Nerea Pérez de las Heras; Deforme semanal, con Isa Calderón y la citada Lucía Lijtmaer, o todos aquellos en los que participa Henar Álvarez.
Coinciden en este momento en nuestro país tres series dirigidas por tres parejas de mujeres que beben de lo autobiográfico, unas en mayor medida que otras, para presentar unos retratos femeninos singulares y provocadores, de esos que no dejan indiferentes. Me refiero a Cardo, la creación de Ana Rujas, que la protagoniza, y Claudia Costafreda; Selftape, creada e interpretada por las hermanas Mireia y Joana Vilapuig, y Autodefensa, obra de Berta Prieto y Belén Barenys, que también son las protagonistas. Aunque cada serie tiene personalidad propia, y tienen mucha cada una de ellas, créanme, las tres series coinciden no solo en su autoría femenina, también en otras cuantas cosas.