Nueva York es la multiplicación del tiempo y del espacio, pero también lo es de la memoria. Piso estos días la gran manzana perseguida por un déjà vu que tarda días en disiparse porque, incluso cuando uno no ha venido nunca, uno tampoco se ha ido. La dominación de un pueblo sobre otro comienza por la creación de su memoria colectiva y en esto, hay que admitirlo, los norteamericanos son gente prodigiosa.
Camino por los bloques entre avenidas y pienso en quienes dan el imperialismo extranjero como algo remoto, cosa menor. Pienso en los patrioteros y en la campaña electoral española, la más sucia y enconada que recuerdo, y me pregunto cómo se puede creer y hasta exigir la pureza, pretender que la raíz de un pueblo permanezca intacta o descontaminada. Un solo viaje en el metro de esta ciudad sacude de un golpe toda ensoñación que apele a una humanidad sin mezcla. Quien saca pecho estos días y apela a la patria (“menos libros, más España”, como rezaba una pintada mural firmada por Vox), debería darse una vuelta por la gran manzana. La historia de los pueblos es la de sus imperios y mestizajes y, espejismos aparte, alguno debe ser el que nos incluya en su liga; entre la dominación rusa, la china y la norteamericana, yo elijo a esta última que aún se llama a sí misma democrática.
Los americanos son gente vitalista y entusiasta, intento desactivar mis prejuicios y pillarles el truco, cómo hacen cuando multiplican el dinero, la altura de sus casas, la hinchazón de sus cuerpos. Pueblo multiplicador, se han encargado de cebar nuestras fantasías durante más de cien años y cada rincón lo preñan de significado porque son los arquitectos del suelo que pisan nuestros mitos. El imaginario colectivo también es un país y habla yankee, es una realidad tan documental como el puñado de recuerdos personales que se mezclan con ella y bailan una danza en la memoria. Son nuestros gestos, nuestras propias emociones, viven en nuestra cabeza en una dulce confusión y venir a NY es pisar ese suelo neblinoso, ser Holly Gollightly frente a Tiffany's, Woody Allen flirteando en el Central Park o De Niro al volante de un yellow cab.
Para multiplicar la neblina, me resisto a ajustar la hora de mi móvil, con lo que puedo alargar el vértigo de mi jet lag y escribir estas líneas en medio de un borrón temporal, cuando se supone que son las dos pero son las ocho pero qué más da. Siento pereza de calcular, pereza de conocer mis coordenadas. En el aeropuerto ya supe que viajar suponía un lavado, un vaciado sano y necesario. Dejamos atrás un país rociado de gasolina para tomar un avión que, ahora lo sé, impulsa la fantasía de que hay mundos mejores en otra parte. Sé que es sólo un deseo, pero no quiero soltarlo: tiene que haber sitios en el planeta donde la gente todavía esté de acuerdo en lo esencial. Sitios al alcance de un par de aeropuertos, con sólo volar hacia un nuevo huso horario.
Sin embargo, un par de garbeos por Manhattan me bastan para darme de bruces con mi propio país, con la idea de sociedad que publicitan unos cuantos: do it yourself o la ley del más fuerte. Aquí no hay ni rastro de los jubilados aseados y libres (eso sí es libertad) que pululan por España, hay una epidemia de heroinómanos fuera de control y duele ver a gente que arrastra su desdicha por las aceras. Son los horizontales, gente que simplemente colapsa y dobla las rodillas en cualquier rincón, que se tambalea por culpa del fentanilo o se inclina para remover en las papeleras. Niños, pocos. Bocas de agua disparando a presión contra el asfalto. Derroche de aire acondicionado y gente exhausta que duerme en cuanto su vagón de metro arranca. Basura sin recoger, amasada por el calor de julio y dispersa en montones por cualquier calle. Glamour fascinante e irreal, miseria que corta la mirada de los escaparates en la Quinta Avenida, ¿es este el modelo de mundo que quieren importar algunos?
Miles Taylor, el ex secretario de Interior de Donald Trump que se confesó autor del artículo “Soy parte de la Resistencia dentro de la Administración Trump” acaba de lanzar una nueva advertencia: Trump y su gusto por forzar los cimientos de la democracia están vivos y coleando. Ha escrito un libro. Ha destrozado su vida. Se ha rehabilitado de las sustancias que le ayudaban a tolerar tantas pérdidas. El testimonio que da en el Guardian hiela la sangre, describe un infierno: no sólo el suyo sino el de todos. Quien dejó de ser Anonymous defiende que esconder la identidad o inhibirse de la denuncia pública de un tirano puede ser el principio del fin.
Pienso en él mientras observo a los neoyorquinos e intento remontar el sabor de boca que me han dejado sus palabras. No puedo creer que esta gente se deje pisar los derechos que conquistaron al bautizarse como nación. La tarde dora el Washington Square Garden y el bullicio sólo habla de pulsión de vida, de libertad, del lugar donde ser uno mismo. Hay un grupo nutrido bailando salsa en una esquina, tres guitarristas de jazz, un corner con jóvenes atletas ensayando números de circo, poetas urbanos (cinco dólares el poema) y hasta un joven mulato que cruza delante de mí con una iguana en cada hombro (el calor o el miedo provoca que abran unas alas inútiles y hermosas). Aquí nadie se molesta en esconder quién es, algo insólito para la vieja Europa y tantos otros lugares del globo. Gay Talese, el mítico periodista del New York Times, asegura que su ciudad es de inconformistas. “Para alguien con gusto por la variedad y curiosidad sobre la gente ―confiesa―, ésta es la ciudad de las ciudades”.
Es nuestra Babilonia, la puerta de los dioses, la gran metrópoli que conocemos. Es suya y es de todos nosotros, ¿puede algo tan hermoso esconder la semilla de su propio final?