Vivimos enfangados. Incluso en la zona seca de la ciudad, el crujido de las hojas bajo mis pies me provoca sentimiento de culpa, porque hay otros que tardarán mucho en sentir este lujo llamado normalidad. Caminamos con el pensamiento anegado, denso, hay un zumbido en alguna parte que nadie oye pero todo el mundo escucha.
No he podido ocuparme en nada, me dice una paciente, solo en planchar y dejar todo en cajas y subirlo al altillo. La búsqueda del orden cuando no hay orden. En anhelo de limpieza. Una psicóloga que vive refugiada en casa de un amigo también se ha puesto a cocinar, como yo (pollo al curry con trozos bastos de jengibre como icebergs). Este zumbido mental me recuerda al de la pandemia, doy saltos como una abeja libadora entre cientos de chats de voluntarios, psicólogos, sanitarios (nadie nos convoca desde Conselleria después de haber dejado nuestros datos en un formulario que circuló el viernes). Me ensucio con los vídeos y las noticias. Siete días después de la Dana, ya no me impresionan los vídeos de Gozilla levantando coches como juguetes, taponando calles, balcones, brazos, piernas, he visto las furgonetas parpadeando con sus luces agónicas y sus alarmas inservibles y estoy todavía procesándolo. Pero ya hay quien no tolera el sonido de una alarma del coche o de una lavadora centrifugando porque es un sonido de agua que corre: el trauma amanece.
El domingo me acerqué con mi hermano a Sedaví a casa de un amigo. A un lado del puente vi un mundo, al otro su opuesto. Crucé por una película de entrar y salir. Una de guerra sin explosiones, de zombi sin cachos de carne, de éxodo, de Mortadelo y Filemón, de culebrón turco, de grave drama shakespiriano. No sé pillar el género, pero sí la extrañeza, el artificio, la dificultad de procesar como real lo que tengo delante. Caminamos por una vía de tren desvencijada y le tomé el pulso al agua revuelta que bajaba intimidante y marrón hacia el mar. Miré el nuevo cauce del Turia desde el puente y mi hermano me señaló una grieta que ya ha memorizado, no te acerques, niña. Abajo, un árbol recio estrellado en la orilla parecía una palmera pero sólo era un chopo desfigurado. ¿Cuántos kilómetros habrá recorrido ese tronco muerto? El tronco retenía morralla de madera y plástico. Me decía el agua es vida. El agua es muerte. Una misma cosa está en su opuesto y yo no debo olvidarlo.
A eso he venido, me dije, a aprender algo. Quiero medir mi lugar en este gran hormiguero, aprender a apartar lo superfluo. Quiero despertar, no volver a desconectar de ese árbol y su mensaje. A lo mejor sólo quiero morbo, o explicaciones, o engordar mi ego. Quizá todo a la vez. Estaba histérica y necesitaba un bálsamo contra mi sensación de monstrua por estar viva. Si no pudiera atender la salud mental de nadie, apartaría barro, empaquetaría alimentos. Mi hermano me obligó a dejar las escobas y las palas en el coche porque aseguraba que había de sobra.
Los voluntarios no deberíamos estar aquí, pero seguimos viniendo, cada vez más acomplejados por si somos un estorbo. La administración dice no vengáis, los vecinos dicen gracias, ¿cómo saber quién acierta? El domingo llevaba bonus de riesgo: una alerta naranja (o roja, quién sabe) para la tarde y una restricción a la movilidad publicada en el Dogv. Hay quien dice que era por la visita del Rey a Paiporta. Mi hermano canturreó el estribillo de La Polla Records y me hizo reír: se ha reunido la Asamblea de Mamones… han decidido: ¡mañana sol y buen tiempo!
Nunca pensé que La Polla y la Asamblea de Mamones pudieran juntarse en el mismo escenario, el mismo espacio tiempo, ¿cómo puede la condición humana ser tan dual? Pero ya estoy harta de esperar órdenes de Arriba y sigo el rastro de los de Abajo. La Conselleria no me llamará, ninguno de mis colegas ha recibido respuesta tampoco y ya se organizan brigadas autogestionadas, ¿quién hay al otro lado? Una inmensa algarabía. Una nada. Pero aquí está todo, así que vengo con dudas, pero vengo.
Soy una psiquiatra pero podría ser saqueadora de paisano. También se dice que hay policías sin uniforme que se han cansado de esperar órdenes, como yo, y se mezclan con los vecinos. Bomberos forestales, bomberos de Madrid. Tardamos una hora en dar con el epicentro del pueblo y los grumos de uniformes: policía, UME, gente con chalecos reflectantes que se movía concentrada y grave. En el Instituto de Secundaria ha dado tiempo a limpiar y montar un punto de abastecimiento. Alimentos para humanos, para perros, enseres de limpieza, fármacos. Un grupo de jóvenes que arrastraban un carrito de víveres recorrieron con nosotros varias calles, si se les puede llamar así, hasta dar con esto. Filas de gente en la acera. Colas del hambre. Psicólogas de la Cruz Roja. Gente con logo en el chaleco mezclada con gente como yo, que llevaba la peor muda que había encontrado en su armario. Gente de cualquier provincia, una psicóloga de Málaga llevaba un trozo de cinta americana en la solapa y había escrito Psicóloga con un rotulador, pero ya no sabía ofrecerme uno porque no sabía dónde lo había dejado. Todo de quita y pon. Cosas brotadas y perdidas, como yo misma. Me sentía colada en una fiesta, un extraño baile de vampiros con policías de la local dirigiendo el movimiento humano. Soy médica, psiquiatra, le dije al de la puerta. Y me creyó. Pedí una pegatina improvisada o un chaleco, pero nadie podía ocuparse de los detalles; la psicóloga que me había acogido ya se había escurrido entre las colas.
Yo podría ser psiquiatra o curandera, me dije. Coach. Vendepócimas. Daría lo mismo. Aquí entra quien se lo propone, y me dio risa recordar el pdf que se extendió ayer con el decreto del gobierno para la restricción a la movilidad. Me hizo perder un buen rato buscando mi tarjeta del colegio de médicos por casa, pero no di con ella. Daba igual. Las fuerzas de seguridad estaban a lo suyo y no era tan difícil apartarse cuando venía un tractor (el llauro de L´Horta con sus nietos en el remolque manchados de barro, pagando el gasoil de su bolsillo). No entiendo por qué tanta insistencia en que no vengamos: el formulario del protocolo del logo oficial lo exige. Pero venimos igual. A riesgo de un tétanos o una hepatitis, ¿es tiempo para priorizar eso? No lo tengo claro. Traía guantes, botas impermeables, mascarilla. La gente ha podido abrirse paso estos días gracias a esta riada de voluntarios y quizá esto sea una rebelión espontanea contra los logos, los formularios, las restricciones; hay cadáveres bajo la burocracia pero se retirarán cuando podamos eliminar el fango.
La burocracia es fango, hemos aprendido. La naturaleza es tan de hija puta como ya sabíamos.
En casa, vacilé en meter cajas de ibuprofeno en mi mochila porque estaban todas abiertas, pero pronto descubrí que daba igual. Mundo sin ley. Aquí la necesidad parece una boca sin fondo, pero ya hay quien sospecha que sobrará medicación, como ya sobra ropa. Vi un chiringuito a la entrada del instituto donde una enfermera hacía inventario de las donaciones: catalogaba, repartía, yo me tomo una del colesterol, señorita, yo lo que llevo es una rogeta para el azúcar... Y ella daba con una dosis equivalente y la entregaba. Como aquel puesto de gafas que vi en Marruecos, donde la gente pasaba la mañana trasteando en una pila de monturas hasta que acertaba con su graduación.
Mi hermano vino el jueves y el domingo vio que todo estaba mucho mejor. Me dejó derrotada que el paisaje le pareciera amable, que le molara poder avanzar por las calles sin dar con tapones de coches, como fallas del horror. El martes, su amigo salvó la vida trepando como un mono por una fila de coches hasta un balcón, unos coches que se volatilizaron una vez alcanzó la barandilla. Le di toda la comida que traía en mi mochila y se hizo enseguida un bocata. Estaba espitoso, como de coca, pero enseguida me llegó el olor del DBD y una invitación a echar una calada. Se le iluminó la cara con mis bolsas (jamón, queso, pan, chucherías para su peque de tres años, cajas abiertas de lo que fuera y hasta líquido de lentillas). Mi hermano estaba destinado a morir con él el martes en su clase de capoeira. El badén que se inunda a la entrada del pueblo es ahora un enigma y un cementerio, pero ni él ni mi hermano están allí porque alguien canceló la clase. Ambos han vuelto a nacer. Cientos de valencianos han vuelto a nacer estos días, otros tantos no pueden decir lo mismo.
Mi hermano hizo de guía por la selva, conocía un parking en Malilla desde el que echar a caminar por las vías. Era domingo y estaba lleno, al aparcar me dije si seríamos domingueros, turistas del fango, ejército de escobas, ¿qué especie es esta que no está clasificada? Quizá venimos a purgar la culpa de estar bien, de tenerlo todo a un kilómetro de aquí, quizá esto empezó a cocinarse con Ucrania, con Gaza, con Líbano; con el deseo de escapar a nuestra estirpe maldita. Necesitamos conjurar la impotencia y de pronto esos escenarios del horror quedan a un paso.
Supongo que sólo necesitamos sentirnos humanos en un planeta inhumano.
El espíritu que dominaba el parking estaba a medio camino entre una estación de esquí y la antesala a un parque temático: grupos de jóvenes uniformados, como en la ruta del bakalao. Íbamos a por nuestra ración de emociones fuertes. Éramos uno en muchos, muchos en uno. Mismas botas de trekking, atuendo de pesca los más afortunados, escobas y cubos de bazar chino los más. Enseguida vi cómo protegían sus pies intercalando una bolsa entre el calcetín y la bota, amarrando el plástico a la pantorrilla con cinta americana. Yo me he comprado unas buenas de Goretex porque las de lluvia no quedan, el tipo del Corte Inglés me dijo que el mismo martes por la noche ya llegaban los primeros pedidos por la red. Si quiere ir usted a la avenida del Puerto, señora... Pero me rendí: las botas de lluvia son como el papel higiénico en esta provincia, hubo un río de pedidos, una riada. Todo es masivo estos días: los suministros que se agotan, las noticias espeluznantes, los vídeos de coches como hojas en un sumidero, los alaridos y las gargantas mudas. La mujer de Xoan me vendió en su bazar un par de palas estupendas, recogidas a las cuatro de la mañana en algún punto de reparto para bazares como el suyo, dosificadas por algún chino madrileño que las trae desde allí prodigiosamente.
Rogelia. O Rogilia. El apellido llevaba doble be, “con doble be, doctora”. Nadie dice doble be si no es sudamericano y ella lo era. Le hice una receta de diazepam y le intenté quitar el miedo a engancharse. Rolliza, de cara hinchada, melena tupida, ojos de rímel borroso. La psicóloga que la atendía vio la providencia en mí cuando me presenté. Traía del brazo a esta madre angustiada por las pastillas de su hija discapacitada: en casa voló hasta la última caja. Subimos a la Segunda Planta (Psicólogos: segunda planta). Un aula de la ESO donde el martes no cancelaron las clases y el miércoles ya no entró ningún alumno. El instituto está en un recodo alto y se ha salvado, me dirían luego. Un pupitre lacado en verde, tres sillas. Rogelia y su relato en medio de nosotras. Su marido estaba fuera, con el camión. Ella y su hija metidas pronto en la cama, a las ocho. A los pocos minutos, el golpe de la alarma en el móvil y enseguida agua entrando a presión por las ventanas. Una escalera. Una ventana. Ella había logrado apartarse de la puerta de la calle, que se abrió de cuajo, y apartar a su hija. La escalera. La chica paralizada. El miedo a subir. El miedo a no subir. Pánico. Gritos. Vecinos. Dios nos ha salvado, doctora, pero ahora por las noches... Aquí podía llorar, pero en casa se sujetaba el llanto porque a su hija le asustaba, no llores mamá.
Le soltamos nuestra chapa psicológica, hay que ventilar. Nos sentimos muy expertas con nuestro palabro: ventilar. Era como un chaleco con logo. Le dijimos que llorar puede también transmitirle a su hija que ella es humana, o que el llanto expresa a veces cosas buenas, como la gratitud por vivir. No hablamos hasta que ella calló, la dejamos vaciarse sin prisa. Sin embargo, no tengo claro si lo que dijimos aporta algo de valor o la envuelve en celofán, ¿acaso sé algo de lo que es sacar a una hija de ciento y pico kilos por una ventana de vidrios rotos?
Le descargamos la aplicación de la GVA en el móvil y revisamos sus recetas, las de la hija, la cita del psiquiatra. Depakine lo podía buscar allí mismo, aclaramos, no debía interrumpirlo. Para dormir podía doblarle a su hija la dosis de quetiapina. Gracias, gracias… Y el abrazo que me dio en la puerta fue de otro mundo, de uno anterior a este, quizá el que había ido a buscar, un retazo de humanidad que brotaba a ciegas en medio de esta niebla, de toda esta gente inflamable que trasegaba, que mudaba su desamparo de aquí a allá. Después, la psicóloga y yo buscamos folios, yo llevaba boli: atención psiquiátrica, segunda planta. Y escribí mi móvil debajo, pero nadie iba a llamar. Lo supe pronto. Por la tarde se anunciaban esas lluvias que activarían el trauma, multiplicarían el miedo. Ese miedo que todo el mundo hoy lamenta no haber tenido el martes.
Con la tormenta, mi papelito y mi anuncio quedaría reducido a un borrón. La psicóloga era dulcísima, trabajaba en un centro de diversidad funcional, justo al lado. Nos intercambiamos los móviles y ella se borró con Rogelia por la planta baja, entre filas de gente que retiraba tuppers humeantes con lentejas, puchero, pienso para perros, garrafas.
Broté en el vestíbulo y me di de bruces con un puñado de psicólogas uniformadas, como un banco de pececillos. Estaban excitadísimas. Vamos a hacer grupos, me dijo la portavoz, ¿tienes formación en catástrofes? No sabía si calificar mis dos décadas de guardias hospitalarias como una catástrofe. Dije no. Dije bueno sí. Querían formar a los voluntarios. Ventilación emocional, todo el tinglado. Antes de que supiera cómo, alguien me estaba empujando hacia el módulo sanitario. Que te conozcan. Que te digan. Ellos te darán faena. Una clase de la ESO con montañas de medicamentos en cajas de plástico. Un trajín imparable de gente con pijama blanco y logo, un tal Juan, o Manuel, ¿el coordinador? Espera, suplico, no te vayas: ¿cómo voy a saber quién es? La psicóloga ya se había esfumado y oí a una señora con cara de enfermera veterana y un carrito de la compra en la mano. Salía ya mismo hacia un domicilio, pero le faltaba el Zolafren, el trankimazin... ¡Voy contigo!, exclamé. Pero rechazó mi ayuda educadamente, ya le acompañaba su sobrino, que era farmacéutico. Quizá fueran a casa de un familiar y no aceptaran extraños. Entendí entonces que la mitad de la gente era del pueblo y se conocía, que estaban en su radio de acción, allí donde podían llegar andando. Haciendo tribu. Que la tribu es mucho más eficaz en el consuelo que nosotros, los técnicos venidos de lejos con palabras como cacharrería inútil, ruido.
Tomé por coordinador a un hombre canoso con cara de cansancio y le dije. Le ofrecí. No estaba segura de que me hubiera entendido, porque sólo se vació conmigo y me dijo que no somos una sociedad de voluntarios, sino de profesionales, ¿me estaba mandando a casa? Escuché con educación y pronto supe que sólo necesitaba quejárseme. Que su agotamiento le impedía ser tajante o claro. ¿Y los enfermos mentales que están atrapados en su casas?, se alarmaba, sin medicación van a brotar pronto todos… Lo desmentí. Le dije que la cosa no iba así, lo habíamos comprobado en la pandemia. Pero, igualmente, había que estar atento a los inyectables, los equipos de salud mental ya sabrían, había que pedirlos a La Fe. Me dio las gracias, no sabía el detalle de los inyectables, qué iba a saber si era urólogo o alergólogo o algo impracticable en este pueblo ahora mismo, como lo mío. Antes de que pudiera darme cuenta, ya se había borrado hacia otra planta y yo ya no encontraba más Rogelias, ¿dónde estarían?, ¿el amigo de mi hermano sabría? Había que ser local y ser un experto para crear una ruta. Tenía que haberlas a cientos, dispersas y atomizadas, bloqueadas en sus casas. A menos que pasaran por allí a por una ración de agua y comida, no se las podía pescar, no había forma de hacerlas subir a nuestra Segunda Planta; esos felices encuentros requerían de infraestructura, entendí: requerían de la Asamblea de Mamones.
Di con una psicóloga de Málaga que era muy viva y me enganchó del brazo para ir conmigo a la cola de la comida. ¡Salud mental!, voceamos como gitanas de mercadillo, ¡Atención a todos: si alguien necesita un psicólogo…! Y yo añadí mi coletilla con todo el brío que pude: ¡psiquiatría! ¡pastillas para los nervios!
Sólo recibimos sonrisas tibias. Cansancio borroso. ¿Quién va a admitir delante de sus vecinos que necesita un paso por la Segunda Planta? Deseé volver donde el amigo de mi hermano a empuñar la escoba. No quería ejemplificar por más tiempo el caos, no era una maniobra inocente. Una madre de pronto se cabreó con nosotras porque nadie le había advertido de que allí había gases peligrosos, ¿gases peligrosos? Ella gritaba junto a su hija y nos reprochó la negligencia, ¿no ven que aquí hay niños?, nos increpó. La de Málaga las envolvió con su gracejo y se las llevó a alguna parte, me había robado la clientela, ¿de qué iba todo esto?, ¿era una fiesta rara en la que intentaba ligar sin éxito?
La gente escupía fuego por la boca y yo sólo representaba el sindiós de organización, quizá la Asamblea de Mamones, o su ausencia. No bastaba con plantar a una especialista en un aula de la ESO con un fajo de recetas en su mochila: hacía falta un encuadre, un itinerario, una forma de facilitar que los encuentros no fueran un puro milagro. Una sala de espera, una administrativa, unas citas, alguien haciendo triage: decidí borrarme entre los voluntarios ordinarios, esos que se han convertido en elemento del paisaje valenciano estos días (botas, escoba, fango). Quería el anonimato. Y agotarme un poco, pero no de esa forma.
Llamé a mi hermano y no cogía. Me quedé helada. Una colega acababa de llamar para advertirme de que saliéramos ya de ahí porque la alerta naranja podía pasar a roja, ¿quién lo duda?, y los lodos, y la lluvia, y los barrancos atascados. Me imaginé volviendo a pie por el puente y las piernas me flaquearon, pero ya había puesto mis penosos carteles, ¿y si alguien me buscaba allí? Asumí que no. Pero igualmente pensé en mí misma durmiendo en la segunda planta, bajo una mesa (comida no faltaba, ni agua), y me pareció mejor que cruzar el puente hacia casa. Miré en mi móvil, busqué la AEMET. Quedaba una hora y media para que me aplastara el icono de una nube negra con rayito amarillo.
En mi bandeja de mensajes, mi amiga Rosabel había dejado por fin un audio y me sobresaltó. Llevaba desde el martes sin contestar y solo me quedaba ir a su trabajo a preguntar por ella. En el Facebook sonreía junto a sus compañeras de EGB en un encuentro de semanas atrás y esa sonrisa me dejaba helada. De pronto su voz, algo apagada y ronca, contaba que había estado tres días sin agua ni luz, con el agua por las rodillas. Sola. Hoy por fin tenía una rayita de cobertura en una zona de su terreno, donde antes estaba el huerto. Estaba bien, aplicando la resiliencia que había estudiado en la facultad. Podría ser una de las psicólogas que brillaban aquí como pececillos, buscando pacientes como yo. Podría ser un amasijo de carne pudriéndose en un coche. Todos bien, seguía el audio, mi hijo, mis perros, mi gato... Creí que esta lluvia solo era aquí, en la montaña, decía, pero me voy enterando de que es algo muy, muy gordo, que tampoco quiero saber del todo. Me cuido…
Quedaríamos y nos lo contaríamos todo.
Y me eché a llorar. Allí mismo, invisible entre un tumulto de invisibles, rascando algo de humanidad en mi no humanidad, dejando que las lágrimas me ganaran la mejilla porque el temor se había cancelado y Rosabel tenía que vivir. Teníamos todos que vivir. Como le acababa de decir a Rogelia, las cosas buenas nos hacen llorar y no hay que esconderlo, ni siquiera delante de un hijo vulnerable que nos necesite enormes, sobrehumanos.
No hay que cejar en el intento de que la dignidad se haga costumbre, que dijo alguien. Barro eres, que también escribió alguien, pero hace dos mil años.