VALÈNCIA. Dan Lyons es un caso de éxito dentro del periodismo. Trabajaba en la sección de tecnología de Forbes y Newsweek, pero no destacó por eso, sino por escribir un blog falso de Steve Jobs. Llegó a recibir 700.000 visitas mensuales. Gracias a ese éxito, obtuvo un contrato para escribir un libro, que también fue un éxito. De ahí, le cogieron de guionista de un programa de televisión y dio el salto a HBO escribiendo la serie Silicon Valley. Sin embargo, todo se fue al traste.
Según cuenta en la introducción de su último libro, publicado en España con el título de Cállate, el poder de mantener la boca cerrada (Capitán Swing, 2023) fue contratado para una startup, tenía un paquete accionarial importante, la única condición era que aguantase cuatro años. No pudo. Le perdió la boca, insultó a un directivo y le echaron. El despido le impidió ganar ocho millones de dólares. Su mujer también estaba harta de él y casi se separa por el mismo motivo, porque era un bocazas. Esas experiencias tan negativas las supo amortizar bien y las ha reunido en un manual de autoayuda en el que enseña a hablar solo cuando es oportuno en la época en la que nadie se calla.
Porque, según explica, todo el mundo está hablando en esta era, pero sobre todo lo hacen de sí mismos. Alude a un experimento de Matthias Mehl, psicólogo social de la Universidad de Arizona, con el que, tras una serie de grabaciones, se encontró que las personas que sufren ansiedad y depresión emplean “yo”, “mi”, “me” más que el resto de gente. Allison Tackman, la psicóloga que trabajó en la investigación con los dispositivos de Mehl, dijo que de las 16.000 palabras que se usan habitualmente a diario, unas 1.400 son en primera persona del singular, mientras que las personas ansiosas, deprimidas o estresadas superaban las dos mil.
De hecho, hay psicólogos que emplean una terapia de autoconversación distanciada en la que, eludiendo hablar de “yo”, refiriéndose a uno mismo en tercera persona como las grandes tonadilleras, se logran avances en el tratamiento de trastornos de la conducta. Otro aspecto interesante es el estrés que produce la mentira. Aunque la gente no mienta directamente, constantemente se está camuflando en las redes sociales, que es el lugar donde se muestran las apariencias y se combate con ellas a los demás. Eso requiere un esfuerzo y mucha frustración, lo que genera estrés. Hay también tratamientos, incluso métodos de trabajo, que recomiendan el silencio verbal tanto como el digital, ya que esos lapsos en los que no estamos “fingiendo” mejoran la conexión con uno mismo y el rendimiento. Porque no solo damos a los demás una información que no es real, también recibimos toneladas de información basura que no sirve para nada, más que para agotarnos.
O algo peor, también para enfadarnos. No es ningún secreto que los mecanismos con los que las redes sociales enganchan a sus usuarios es a través del enfado. Son capaces de mostrarte un producto personalizado, adaptado a tus datos e interacciones, para hacerte enfadar lo máximo posible. Lo curioso es que, confirmando lo mal que nos hacen sentir ciertas cosas, lo que nos muestre la aplicación a propósito, segregamos microdosis de dopamina. Es una paradoja y tiene difícil solución, ya que a largo plazo conduce a la melancolía. Hay, de hecho, técnicas de ayuno de dopamina que consisten en abandonar todas las pantallas y tratar de restablecer los equilibrios químicos del cerebro para quitarse dependencias. Vendría a ser un antidepresivo.
El propio autor confiesa que cuando desinstaló Instagram, Facebook y TikTok, tuvo cierto síndrome de abstinencia. Solo mantuvo Twitter, pero como filtrador de noticias, es decir, como lectura. Se prohibió a sí mismo intervenir, lo que le llevó a otro descubrimiento: “Twitter se vuelve mucho menos atractivo cuando no hablas y no puedes usarlo para alimentar el deseo narcisista de montar un espectáculo. Esto dice algo sobre mí, pero también sobre la aplicación y para qué está diseñada, así como sobre las personas que más tuitean”.
En su caso, también experimentaba un estrés por fingir. Reconoce que en Twitter estaba todo el día pensando cómo ser gracioso. Se levantaba dándole vueltas a ideas ingeniosas para soltarlas en Twitter en un hilo. Sin embargo, cuando dejó de escribir en la aplicación, al poco tiempo, se sintió liberado de esa presión: “No tenía ni idea de por qué había sentido siquiera esa compulsión. El mundo no estaba aguardando con la respiración contenida lo que yo tuviese que decir. El universo no necesitaba ni quería mis pensamientos y opiniones. A nadie le importó que dejara de tuitear. Nadie se dio cuenta. Mi ego se ofendió un poco, desde luego. Pero eso fue un precio pequeño a cambio de lo bien que se sentía el resto de mí”.
Como conclusión de este extraño ensayo, nos encontramos con que los finlandeses son uno de los pueblos más felices del mundo porque saben callarse. No los contrapone a los habitantes del sur de Europa, sino a los estadounidenses “que no soportan ni unos segundos en silencio”. Además de recopilar todos los tópicos sobre su sistema educativo, concluye que los finlandeses son felices porque no hablan de temas triviales y se las arreglan para comunicarse sin palabras.
Es curioso, hay otro término estadounidense, small talk, las conversaciones triviales, y para mí que no soy ni del norte de Europa ni estadounidense, me parece un embellecedor de la vida de primer orden. Con ellas sabemos de quién estamos rodeados sin necesidad de acercarnos más a ellos –te lo puedes ahorrar- y suponen una muestra de respeto y de reconocimiento del otro como interlocutor, lo que aporta bienestar social y menos soledad. Siempre me ha parecido una ventaja y una fuente de alegría la posibilidad de hablar con desconocidos en el sur de Europa sin que le resulte violento a nadie. De ahí proviene otra fuente de sabiduría también, la cultura oral. Supongo que las redes sociales pueden servir también para lo mismo. El problema, me imagino, tanto de una cosa como de la otra, es que vengas acomplejado de casa. Así nunca funciona nada y normal que quieras silencio sepulcral para relajarte.