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la nave de los locos / OPINIÓN

Caminar, leer, vivir

La vida criba las pasiones hasta dejarnos las imprescindibles. Pocas pero buenas pasiones. Las mías son los paseos y los libros. Caminar es mi forma de leerme y de leer a los demás. Son las dos muletas en las que me apoyo para seguir tirando 

10/01/2022 - 

A veces sucede que un hombre frío, quizá demasiado frío, esconde algunas pasiones. Las mías son dos: caminar y leer. A esto se ha reducido el furor de la vida, a caminar y leer. No es poco, la verdad. Lo otro —la comedia del sexo, el cine, el vino y los viajes siempre pendientes— son ocupaciones más o menos placenteras que no alcanzan la categoría de pasión, ni de lejos.  

Soy un andarín solitario. Caminar es mi manera de desaparecer unas horas. En todo caminante hay un fugitivo del cuarto sin ventilar que es la vida. Yo ando para huir de mí y de los demás, que son siempre el enemigo, según recordó Sartre. En la calle oreo mis odios, inseguridades y miedos.

En el encierro de la primavera de 2020 me salté, casi todos los días, la injusta ley que nos impusieron. Me buscaba cualquier pretexto para echarme a la calle. Luego se vio que aquella ley era inconstitucional, pero no pasó nada. Nunca pasa nada en este país. Vivimos en una España que va tirando, medianía y error de la historia, con una población embrutecida que prefiere quedarse en casa viendo un programa de redichos niños cocineros a respirar el aire turbio de las plazas.

El autor del artículo pasea por la Explanada de Alicante la semana pasada. Foto: JAVIER CARRASCO

Yo me limpio de las costras de la vida deambulando por las calles de mi pueblo de adopción. Pateo el casco viejo y sus polígonos. La soledad de los almacenes y de las naves industriales me tranquiliza. En los polígonos, como en los cementerios, estoy a salvo de las miradas de la gente. Son una de mis últimas certidumbres.

Fruterías de paquistaníes y bazares chinos 

Me gusta redescubrir barrios como el de San Marcelino, en València, como aquellos arrabales que gustaba visitar Pío Baroja en el Madrid de principios del siglo XX. Mis barrios elegidos están mal iluminados, casi siempre sucios de orines y mierdas de perro, tomados por las fruterías de los paquistaníes y los bazares chinos. A veces me cruzo con gitanas rumanas que me piden una limosna y yo, que carezco de corazón, sigo la marcha. Aun así, prefiero los barrios a los centros urbanos, con esa elegancia artificial, todos idénticos en su combinación de franquicias de moda, semáforos y pandillas de muchachas en flor que, antes de ser desvirgadas, imitan el peinado de Ursula Corberó. La Corberó ignora que soy un flâneur de provincias.

Quizá a los hombres analógicos, anacrónicos y dulcemente amargos como yo sólo nos quede la seguridad esquiva de las calles, precisamente cuando el espíritu de este tiempo (un espíritu abominable, para qué negarlo) nos empuja a lo contrario: a ser un mueble más de nuestras casas, a vivir encerrados y a cultivar un individualismo tan falso como estéril. Cada uno viviendo en la celda de la gran colmena, como si no hubiera alternativa a las infelices tardes de los domingos. 


“PREFIERO PASEAR SOLO A HACERLO ACOMPAÑADO. NUNCA HE CAÍDO EN LA VULGARIDAD DE CORRER. MUCHOS ARTÍCULOS SE ME OCURREN CAMINANDO”

Prefiero pasear solo a hacerlo acompañado. Nunca he caído en la vulgaridad de correr. Me horripila el deporte. Muchos artículos se me ocurren caminando. Me detengo en un escaparate y en ese momento descubro que tengo el puto tema cogido de los huevos. El tema, siempre el tema, alimento para la mantis religiosa del periodismo. Vagar, además, me limpia la cabeza de impurezas, me inyecta lucidez en la mirada. Esto que digo es muy peripatético, lo sé, porque soy una persona cultivada, y así siempre queda el diálogo con uno mismo cuando los otros están sordos para escuchar nuestras sandeces. Supongo que eso es el periodismo, o era el periodismo: pasear, observar y escribir sobre lo visto y oído. Algo creo que le escuché decir a Delibes acerca de esta cuestión. Al maestro lo entrevisté en su casa de Valladolid, en un enero como este, a comienzos de los noventa, acompañados por el retrato de su mujer muerta.

Mi bonsái Jacobo y mis libros

Lo que me espera después de cada paseo es una casa en soledad, y mis libros. Ni por asomo se me ocurre encender la televisión. Sólo me interesan los libros y charlar con Jacobo (Jacobo es mi bonsái, que lucha por sobrevivir a este invierno infectado de cepas malignas y geles hidroalcohólicos). Los libros son mi paseo por el pasado, un recorrido por las vidas de otros hombres y mujeres, de cuyos ejemplos no hemos aprendido gran cosa, pero a los que seguimos leyendo porque eso nos pone.

En Navidad me he alimentado de libros, como siempre. Soy un glotón de la literatura. Me gusta atiborrarme de tildes y topografía helvética y vomitarlas sobre el escritorio. Revelaré que leí Nochebuena de Nikolái Gógol; el Tartufo de Molière, del que se celebra este año el 400 aniversario de su nacimiento; El rebaño de Jano García; La belleza convulsa de mi adorado Francisco Umbral y El origen, primer tomo de la autobiografía de Thomas Bernhard. También he comenzado con las obras completas de José Antonio Primo de Rivera. Este libro lo adquirí en Santos Ochoa, en Benidorm, donde abrieron el año pasado. Por esta librería siento cariño. La conocí en Logroño, en los años noventa, cuando trabajé en un diario riojano. Luego fui cliente en Soria y Torrevieja. Ahora espero serlo en la de Benidorm.

Un corazón como una selva negra

Mi generosidad (ya tengo dicho que mi corazón es como una selva negra) se limita a los  libros que regalo. Estas fiestas he regalado el lindísimo Un siglo de cuentos rusos y tengo pendiente de entregar Los periódicos de Henry James a un amigo que comparte el amor a la tinta de los libros y los diarios.

Entrada de la librería Santos Ochoa en Benidorm.

En casa me esperan, impacientes, El médico de Noah Gordon, las crónicas parlamentarias de Wenceslao Fernández Flórez, Homo faber de Max Frisch y Por amor a Imabelle de Chester Himes. Pocos saben que este gran autor de la novela negra americana pasó sus últimos años en Moraira, donde murió. Pusieron una placa en su recuerdo, que pasa inadvertida para la mayoría de los turistas. Peor para ellos.

Si la vida se merece todavía una tímida defensa, es gracias a las pasiones descritas: caminar y leer, leer y caminar. Lo de escribir es otra historia, un asunto más complejo, entre la disciplina, el estudio y el placer. La lectura es la escuela y el entrenamiento de todo buen escritor. En ello estoy. ¿Seré algún día un buen escritor? Creo que la pregunta está fuera de lugar.

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