A Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955), la pulsión literaria le llevó primero a transitar las veredas de la poesía -La lentitud de los bueyes, 1979- pero luego lo condujo también por los senderos del periodismo, los caminos más amplios de la literatura de viaje o de la crónica, sin olvidar las carreteras de la novela. Pero también le ha procurado incursiones en el relato corto o en el guión cinematográfico. Ningún registro le es ajeno, y en todos ha dejado un sello inconfundible. Ha tratado la despoblación en obras tan celebradas como La lluvia amarilla (1988) o los estragos de la posguerra en Luna de lobos (1985), y ha recopilado sus artículos de prensa en tres libros, el último Entre perro y lobo (2008). En su tierra natal se adentró en la crónica local con El entierro de Genarín (1981), entre otras obras.
Tras su última novela -Vagalume (2023)- ha vuelto a la carretera, ya transitada en obras como Cuaderno del Duero (1999), Atlas de la España imaginaria (2015) o El viaje de don Quijote (2016). En esta ocasión, con El viaje de mi padre se adentra en la vivencia de una generación, la de su padre, que se cruzó el país de punta a punta para combatir en la Guerra Civil. En su caso, el de Nemesio Alonso, de la montaña leonesa a la provincia de Castellón. Su hijo ha hecho el mismo camino por el espinazo de la geografía española y ha depositado su mirada en los mismos lugares, buscando en el paisaje y el paisanaje la memoria del tiempo. El pasado 21 de noviembre presentó su novela en la Librería Argot ante un buen puñado de lectores.
- Empezamos por el detonante, que es su padre, Nemesio Alonso. Él vive hasta 1996 pero apenas habla con él sobre la Guerra Civil, como pasó en muchas familias con combatientes de ambos bandos.
- Sí, yo creo que lo de no interesarnos demasiado por la vida de nuestros antecesores y por lo que piensan y sienten creo que nos ha pasado a casi todos y seguirá pasando. Es algo generacional, no solo es por los recuerdos de la guerra. Sobre todo cuando eres joven, piensas que la tuya es la única vida interesante. La tuya y la de tus amigos. Luego te das cuenta de que no es así, de que todo es una cadena de vidas que se alimentan unas de otras. Pero bueno, eso lo aprendes cuando ya es tarde, como la mayor parte de las cosas. Cuando tus padres ya no están aquí y ya no les puedes hacer las preguntas que tenías que haber hecho en su momento. Y por lo que he comprobado, con la guerra es muy común. De hecho, desde que se publicó el libro, muchos lectores me dicen que su padre o su abuelo eran iguales, que casi no hablaban de ello.
La memoria tiene que fluir y convertirse en Historia y que podamos hablar de la Guerra Civil como hablamos de la guerra de Filipinas o de Cuba o de la guerra de la Independencia. Cuando consigamos eso, este país será más normal.
- También callaban.
- Sí, y yo creo que es por una mezcla de muchas cosas. Una, que lo pasaron tan mal que no lo querían recordar. Y otra, el miedo que tenía la gente. Durante la dictadura, esto se metaboliza en la sociedad y la gente acabó aceptando que lo mejor era no hablar de ciertos temas. Y de hecho, cuando se ha empezado a volver a hablar, ha habido choques de trenes ideológicos e incluso se ha generado un malestar en la sociedad, porque hay gente que vive muy cómoda en el silencio y en el olvido forzado. Yo soy de la opinión de que la memoria tiene que fluir y convertirse en Historia y que podamos hablar de la Guerra Civil como hablamos de la guerra de Filipinas o de Cuba o de la guerra de la Independencia. En el momento que consigamos eso, este país será más normal.
- Al menos en parte, el libro ¿es una forma de compensar esa conversación pendiente?
- En parte, sí. La verdad es que todo libro tiene una interpretación que podríamos llamar psicoanalítica, pero ni yo soy psicólogo ni psiquiatra, y menos podría hacer un análisis de mí mismo. Pero seguramente este libro nace del sentimiento de culpa por no escuchar o preguntar en su momento. Del arrepentimiento que te dan los años, de la compasión hacia aquella gente a la que le tocó vivir una época terrible de España cuando eran jóvenes. Bueno, y de tratar de también de solventar esa deuda moral y emocional con esa generación rindiéndoles un homenaje. Y mi única forma de rendir un homenaje a mi padre y a toda esa generación que sufrió y que tanto en la Guerra Civil y en la posguerra era hacer un viaje a los paisajes y los campos de batalla donde lucharon.

El autor leonés reproduce en su obra el mismo trayecto que realizó su padre en la Guerra Civil. -
- En su relato hay un peso importante de cosas que sí le contó el compañero de viaje de su padre, su amigo Saturnino, que sí vivió unos años más. Él le sirvió de guía, ¿no?
- Sí, bueno. Porque al margen de la deuda de la que te hablaba, hubo dos factores que me determinaron a llevar a cabo este viaje al margen de la deuda de la que hablaba, que era una deuda moral conmigo mismo, no con mi padre. Si hubiera vivido lo suficiente, mi padre se hubiera quedado asombrado de que yo hubiera recorrido los escenarios de su recorrido de la guerra. Y el primero de esos dos detonantes que ayudaron a que cogiera el coche y me pusiera en marcha fue el hecho de que mi padre hiciera la guerra en Transmisiones: iba con una radio del Ejército italiano, siempre junto a su amigo Saturnino, que luego como él sería también también maestro de escuela. Y se presentaron voluntarios, pero no porque quisieran ir a la guerra, sino porque les iban a movilizar igualmente.
Cuando eres joven, piensas que la tuya es la única vida interesante. La tuya y la de tus amigos. Luego te das cuenta de que no es así, pero eso lo aprendes cuando ya es tarde.
- Y querían elegir destino para evitar ir a infantería.
- Claro, claro. Se presentaron aconsejados por un hermano de mi padre que ya estaba movilizado, para poder elegir destino. Y como tenían el Bachillerato y estaban a punto de empezar los estudios de Magisterio, pudieron ir a Transmisiones, un destino más tranquilo, siempre al lado de los mandos militares, en la retaguardia, lo que daba más posibilidades de salvar la vida. Saturnino sobrevivió 20 años a mi padre, murió con 95, y antes me ayudó bastante a reconstruir el itinerario, porque en la guerra muchas veces vas campo a través, entre bombardeos y tiros, pero él me ayudó a reconstruir un itinerario hipotético entre Teruel y Castellón. Hasta Teruel se exactamente por donde fueron, porque iban en trenes, por vías que ahora están muertas.
- ¿Y el segundo factor que le lanzó a escribirlo?
- Ese me animó aún más: hace ocho o nueve años, un catedrático de Literatura Española de la Universidad de Cádiz, José Jurado Morales, quiso publicar un libro sobre la guerra de los padres de escritores que hemos escrito sobre la guerra [Soldados y padres. De guerra, memoria y poesía, Fundación José Manuel Lara (2021)]. En aquel momento, envié un poema que era Canción de cuna para mi padre. Y finalmente, todo ello me llevó un día a coger el coche, la mochila, la maleta, y a recorrer los 800 kilómetros que hay entre la aldea de mi padre en la montaña de León y la Sierra de Espadán en Castellón.
- En alguna entrevista ha dicho que para que un texto sea literario debe tener un sustrato poético. En este caso, ¿la poesía la aporta el paisaje?
- Sí, pero como dice Joan Nogué, un geógrafo catalán, el paisaje lo determina la mirada humana. El paisaje solo era territorio. Lo que convierte un territorio en paisaje es nuestra mirada, porque nuestra mirada, no solo proyecta en el paisaje nuestro estado de ánimo, nuestra sensibilidad, sino que también proyecta el conocimiento histórico, geológico, geográfico, poético, todo lo que incorporamos a ese paisaje mientras lo contemplamos. Es distinto mirar un paisaje sin saber lo que en él ocurrió que sabiéndolo. Y parece que con la mirada el paisaje cobra vida. Porque al final, el paisaje es un espejo en el que en el que nos reflejamos.

El escritor firma un ejemplar de su última obra
- Dice en el libro que por la mayor parte del itinerario había pasado ya algunas veces, pero no sé si desviándose tanto como esta vez, en busca de sitios que sugerían los lugareños, para descubrirle otros lugares que tenían más historia en torno a la guerra.
- Sí, conocía por otros motivos -otros libros, otros reportajes- buena parte de los territorios por los que discurre este viaje. Por ejemplo, recuerdo uno que hice cuando se cumplió el milenio del Cantar del Mío Cid, para el dominical de El País, que curiosamente en gran parte coincide con el viaje de mi padre, porque pasa por lugares como el Poyo del Cid, es decir, al lado de Caminreal, por la Sierra del Maestrazgo, por Onda, etcétera... territorios por donde, según la tradición, pasó, el Cid Campeador, fuera quien fuera [ríe], que no está nada claro. Al final, he viajado mucho por España, pero este viaje tan específico, tan largo y desviándome por los paisajes y los caminos secundarios, ha sido una inmersión en ese espinazo de la Península Ibérica que es el sistema ibérico, todo ese territorio que recorre las provincias de Soria, Teruel y Castellón. Un territorio con mucha fuerza y personalidad y a la vez muy despoblado y muy vaciado, como en Castellón sabéis bien.
- ¿Cómo ha cambiado su mirada del mundo rural desde que desde que publicara La lluvia amarilla?
- Bueno, yo he escrito bastante sobre la despoblación y el vaciamiento de los territorios interiores del país, pero en este caso la coincidencia es casual: yo solo quería seguir el camino que hizo mi padre, que coincide en gran parte con zonas de lo que Paco Cerdà llamó la Laponia española. Lo que pasa es que en este libro hay dos viajes superpuestos: el que mi padre hizo hace 80 y pico años, vestido de soldado y en unas circunstancias mucho más terribles que las mías y de una manera mucho más dramática, y mi viaje del presente. Y ese doble viaje te enfrenta a muchas reflexiones. Y una es, por ejemplo, lo absurda que es la guerra. Porque cuando tú estás en un lugar como Singra, en el Jiloca, sabes que murieron cientos de jóvenes españoles de un bando y de otro para conquistar un pueblo en el que ahora viven 25 o 30 personas. Hace que tu idea de la guerra sea todavía más terrible y más absurda y más dramática. El viaje, este o cualquier otro, sirve para pensar y para sentir. Aquí hay muchas reflexiones superpuestas a modo de capas, porque mientras vas caminando por un territorio vas pensando en muchas cosas.
- Comprendo. Y ¿esperaba encontrar tantas conexiones tangibles con el pasado, con la guerra? ¿O han desaparecido más señales de las que creía al comienzo del viaje?
- No esperaba nada en concreto, pero sí me encontré muchos restos y muchas cicatrices de la guerra. La provincia de Teruel, por ejemplo, es aún hoy un paisaje después de la batalla, que diría Juan Goytisolo: está lleno de trincheras, de búnqueres, etc. Si quieres hacer un recorrido histórico, lo puedes hacer prácticamente siguiendo los sucesos de la batalla de Teruel. Hay otros territorios en los que ha cambiado mucho el paisaje. Por ejemplo, en Soria cuento cómo descubro, al lado del Burgo de Osma, una estación de tren abandonada porque el tren entre Valladolid y Ariza, cerca de Calatayud, ya no funciona. Y allí por ejemplo, descubro de repente un inmenso terreno de kilómetros de largo y de ancho, con campos de manzanos. Bueno, pues ese campo de manzanos -que produce el 10% de la manzana que se consume en España- ocupa lo que fue el aeródromo de la Legión Cóndor en la Guerra Civil. Desde allí despegaban los aviones, por ejemplo, para bombardear Madrid o la propia Teruel. Como en todo viaje, hay muchas cosas curiosas. Pero cuando viajas a la memoria de un pasaje tan determinante como fue la Guerra Civil española, hay muchas historias sorprendentes y muchos descubrimientos, muchos restos del pasado en el paisaje de España.
Uno se preocupa y se asusta últimamente ante determinados discursos y comportamientos, sobre todo de la clase política y dirigente. El peligro de la desmemoria es olvidar de dónde venimos, porque podemos repetir los mismos errores.
- Y cada vez que en el relato hay un diálogo entre varias personas, siempre hay alguien del lugar pero que no ha oído hablar de la historia que se está comentando.
- A ver, la literatura de viajes tiene tres pilares: el paisaje, el paisanaje y el azar, que te lleva y te trae. Y en función de la hora en que pasas por un lugar o o de lo que te apetece en cada momento, el paisaje va cambiando. Nadie hace dos veces el mismo viaje, o como decía el clásico, nadie se baña dos veces en el mismo río. Y sí, los personajes son fundamentales, porque además seguramente reflejan el pensamiento general del país: los hay a quienes les da igual el pasado, otros que siguen anclados en él, los hay que quieren hablar y también los que no quieren hablar. Es un caleidoscopio de la personalidad de este país, y creo que también queda reflejado.
- Y hablando del pasado, le he leído que nuestro país tiene muy mala relación con su memoria. ¿Ha averiguado por qué? ¿Cuál es tu reflexión al respecto?
- Bueno, yo creo que está claro: tenemos una historia tan terrible detrás que que es muy difícil recordarla con naturalidad. Hace menos de un siglo, los españoles nos matamos unos a otros. Y eso es muy difícil superarlo. No sé si un millón de muertos, medio millón de exiliados... aún quedan más de 100.000 españoles perdidos, olvidados y desaparecidos en las cunetas y en las fosas comunes. Todo eso hace falta tiempo para superarlo. Y quizá también aquello que decía Jaime Gil de Biedma en un poema: "de todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal". Esperemos que a partir de este tiempo empiece a terminar bien y no volvamos a las andadas. Aunque uno se preocupa y se asusta últimamente ante determinados discursos y comportamientos, sobre todo de la clase política y dirigente. El peligro de la desmemoria es olvidar de dónde venimos, porque podemos repetir los mismos errores. Y por eso es tan importante la enseñanza de la Historia y su conocimiento. Porque, como dijo un historiador norteamericano, Moses Finley, “la historia no sirve tanto para conocer el pasado cuanto para comprender el futuro”. Eso es importante recordarlo siempre que se puede.
- En ese sentido, llama la atención una reflexión vinculada al presente y al futuro, hacia el final del libro. Leo: "Cuesta pensar que en estos parajes ahora desiertos, miles de hombres combatieran y murieran en un tiempo en el que la sinrazón se impuso en un país envenenado por el odio, como ahora vuelve a estarlo poco a poco por el empeño de unos españoles a los que se les ha olvidado, parece, nuestra historia reciente".
- Es lo que te comentaba ahora: desde hace tiempo que hay mucha gente, no solo en España, también en Europa, hay mucha gente jugando con fuego. Esta mañana yo leía una entrevista de Juan Cruz en El País a Theodor Kallifatides, el escritor griego afincado en Suecia, que vivió la II Guerra Mundial de niño y muchos de cuyos libros hablan de esa historia. Y decía algo así como que cuesta entender que haya mucha gente que ya no se acuerda de lo que pasó en el siglo XX y esté volviendo a convocar a los fantasmas del pasado. Las cosas se nos olvidan pronto y mucha gente piensa que lo que tenemos nos ha caído del cielo y va a estar siempre ahí. Y como nos enseñó la pandemia, basta un simple virus para que el mundo se ponga patas arriba. Pensamos que la democracia es algo inamovible y que el Estado de bienestar que tenemos -mejor o peor, que ese es otro tema- va a ser inamovible. Y no nos damos cuenta de que eso puede saltar por los aires en cualquier momento. Y ya hay bastante experiencia en la historia de España con los juegos de odio como para que sigamos jugando todavía otra vez al guerracivilismo y a la amenaza y al insulto público.

Julio Llamazares posa en los instantes previos a la presentación del libro en Castellón.
- Sobrentiendo que de esa reflexión pueden tomar nota desde ambos lados de la trinchera ideológica, ¿me equivoco?
- Sí, sí, y no son solo los partidos políticos. Yo me refiero también a la gente común, que en las redes sociales piensa que el odio es algo natural y el odio es a la sociedad lo que el colesterol a las personas: acaba taponando las arterias y provocando la muerte de las personas. El odio es el colesterol de las sociedades y puede acabar colapsando la circulación más o menos razonable de ideas, de pensamientos: puede acabar colapsando la convivencia.
- La parte culminante del libro transcurre en la provincia de Castellón, empezando por un bombardeo de la Legión Cóndor a unos soldados de su propio bando -nacional- cerca de Morella. Y describe el límite entre Teruel y Castellón casi como una frontera mística.
- Bueno, esta es una frontera muy marcada entre la España interior y el litoral valenciano. De repente hueles el mar, y cambia hasta la temperatura. Pasa también en mi tierra, León. Cuando te asomas a los puertos de montaña hacia Asturias, el mar está ya a 50 o 60 kilómetros en línea recta. El paisaje cambia muy rápidamente. Pasando de Teruel a Castellón, también hacia Segorbe, siempre he tenido esa sensación de cambio de paisaje, de mundo, de lengua, hasta de mentalidad. Y eso se nota mucho en esa frontera del Maestrazgo, del Matarraña, etcétera. Y bueno, lo que tú dices del bombardeo en Morella, me lo contó Saturnino, el amigo de mi padre. Diría que mi padre alguna vez lo comentó también; en la guerra había muchos bombardeos de fuego amigo, que te pillaba desprevenido. En septiembre, al presentar el libro en Teruel, veíamos cómo en el cerro de Santa Bárbara hay una leyenda en el suelo hecha con piedra que pone Viva España a tamaño gigantesco, para que la aviación franquista identificara que eran los suyos, que las trincheras estaban muy cercanas. Y al final es todo un sinsentido en el que por desgracia muere muchísima gente que está allí arrastrada por las circunstancias.
- El paso de Torremiró es el mayor contraste sensorial de todo el viaje, entonces.
- Sí, y yo me imagino lo que pensarían y sentirían los soldados, que la mayoría eran de Castilla, de León, de Galicia, de las zonas que estaban tomadas ya por el ejército sublevado, cuando llegaban a esos puertos de montaña y empezaban ya a ver, a adivinar el mar cerca y con él, el final de su ofensiva y lo que ellos creían que iba a ser el fianl de su viaje. Pasaban esos puertos en esas circunstancias, en medio de bombardeos, de ametrallamiento de la aviación. Y por eso hoy me paro a pensar qué sentirían y qué pensarían aquellos chavales como mi padre o Saturnino, con 18 años recién cumplidos, tan lejos de sus hogares y entrando en un mundo en el que olía distinto, donde la vegetación cambiaba y la lengua de los de los habitantes también lo hacía. ¿Qué sentirían? Porque ahora viajamos mucho más, conocemos mucho más. Pero entonces, el desconocimiento del propio país era mucho mayor. Se quedarían sorprendidos de no entender a la gente que vivía allí.
No nos damos cuenta de que la democracia o el Estado del Bienestar pueden saltar por los aires en cualquier momento. Y ya hay bastante experiencia en la historia de España con los juegos de odio como para que sigamos jugando todavía otra vez al guerracivilismo
- En un libro que habla de cosas duras como la propia guerra, también hay destellos de lirismo. Al describir su paso por nuestra plaza Mayor, escribe: "si la felicidad se pudiera pintar, sería esta plaza de Castellón en la que todo parece flotar en el espacio, el sol, los edificios, los pájaros, las nubes".
- Claro, eso contrasta con el paisaje que describo en el párrafo anterior, cuando hablo de la entrada del ejército franquista en Castellón, con las calles llenas de escombros, de cadáveres y de francotiradores. Y ahora, aquí la gente paseando con los perros, tomando horchata. Por eso la imagen de la mañana de domingo junto al Mercado Central de Castellón era la viva imagen de la felicidad. Y por eso ese capítulo lo titulé Guerra y paz.
- Y luego llega el final del libro en la Sierra de Espadán, tras la decepción de su padre y Saturnino al constatar que el Grao de Castellón no era el final del viaje. Y ahí, en la sierra, o bien su padre o su amigo -uno de los dos- da una patada a la radio para salvarse de un peligro inminente.
- Es que a ellos al principio les llevaron con el objetivo de Teruel e imagino que les estarían lavando el cerebro todo el rato con la idea de tomar Teruel. Y ahí pensarían que una vez tomado Teruel, les mandarían para casa. Porque la gente va a la guerra con la esperanza de que se acabe y vuelvan para casa. Luego los tuvieron un mes descansando en Zaragoza, y cuando más contentos estaban paseando con las chicas de Zaragoza por la calle, los llevan a la ofensiva del Levante, a dividir en dos la zona republicana y llegar al mar en Vinaròs. Pero es que además, después de Espadán aún los mandarían a la batalla del Ebro, pero ahí ya no llega el libro. La batalla de la Sierra de Espadán se interrumpe porque el ejército republicano contraataca pasando el Ebro y casi todas las tropas que estaban en Castellón las enviaron hacia allá, pero ahí me faltan datos porque no tenía muy claro que mi padre hubiera estado: nunca me habló de ello.
- Pero sí le habló del frío de Teruel y de la Sierra de Espadán.
- Él lo que tenía clavado en la cabeza eran dos referencias muy claras: por un lado, el frío de Calamocha, las eras de Caminreal y las trincheras del Cerro Gordo de Teruel. Y luego la Sierra de Espadán, de la que hablaba como una temporada en el infierno, por la temperatura y por la batalla y la cantidad de muertos. Y por eso he querido presentar el libro en Castellón, es una forma de homenaje a esa tierra, a mi padre y a Saturnino, porque Castellón es un tercio o un cuarto del libro, y encima es una maravilla tener la oportunidad de hacerlo con Paco Cerdà, nada menos que el nuevo Premio Nacional de Narrativa 2025, con Presentes.