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Rubén Pozo: "Le he perdido el miedo a hacer una canción de mierda"

  • Rubén Pozo, en una entrevista para Europa Press en Madrid.
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VALÈNCIA. Rubén Pozo lleva años cabalgando en solitario, pero en un terreno en el que se mueve con soltura y acierto, el del pop y rock más allá de las coordenadas más evidentes. Dos décadas de camino y cinco de vida después, aún guarda motivación y ganas de entrar en terrenos diferentes. 50town es ese lugar, convertido en disco: una decena de canciones que no se empecina con esa crisis de los 50 años, pero que sí desvela una fuerza para seguir adelante.

Rubén Pozo y su banda, Los Chicos de la Curva, presentarán el álbum en La Rambleta de València, el 27 de diciembre, a las 13 horas, y el mismo día irá después a Castelló, en concierto en el pub Terra, a las 22 horas. Posteriormente, el 23 de enero, estará en directo en la sala Stereo de Alicante

—¿50town es simplemente una canción para saludar al público en el disco o crees que es un tema que atraviesa el sentimiento y el álbum en su conjunto?
—Lo primero es que es una canción que me gusta un montón. Nunca había puesto una cifra en ningún disco ni en ninguna gira: ni “20 años de tal disco”, ni “10 años de este otro”. Y pensé: 50 años solo se cumplen una vez en la vida, voy a titularlo así y voy a poner un número. La idea me surgió hace un par de años, cuando tenía 48 años. Pensé que me iba a convertir en un cincuentón y pensé: “cincuentón… cincuentown… Voy a llegar a la ciudad de los cincuentones, a 50town”. Eso ya me gustó. Cogí el cuaderno, cogí la guitarra y me salió la canción.

De alguna manera, no creo que sea un disco conceptual. Las canciones sí que hablan de cómo se siente alguien que va a cumplir 50. Este es como mi autorregalo de 50 años.

—En todo caso, aunque el tema no atraviesa todo el disco, sí que hay una sensación de que este disco es una nueva era o una nueva etapa. Más allá de lo vital, objetivamente ha habido cambios tanto en el proceso de composición como en la producción.
—Sí. En cuanto a la producción, sobre todo, llamé a Ricky Faulkner y, aunque no nos conocíamos, entendió muy bien el proyecto y se enamoró de las maquetas, de las canciones que tenía. Se involucró mucho. Fuimos a grabar a La Casamurada, en Tarragona, que es donde graba él, y lo hicimos en seis días. Grabamos la música tocando los cuatro músicos a la vez. En tres días hicimos la música y en los tres siguientes grabamos las voces. Ricky grabó percusiones y luego hicimos algunos añadidos: un piano por aquí, una guitarra extra por allá. Sí que noté ya desde entonces que quería hacer las cosas de otra manera.

También es verdad que he compuesto unas 40 canciones, así que había mucho donde elegir. En el estilo en el que me muevo, del rock al pop, tiene que haber frescura. Las canciones que más me gustan son las que salen muy rápido, cuando tienes un sentimiento y lo plasmas casi sin querer en el cuaderno y la canción queda prácticamente hecha mientras aún estás sintiendo eso. Y claro, está la banda de directo, Los Chicos de La Curva, que me arropan y son increíbles.

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—Aprovecho para preguntarte por el papel del productor. Quien no esté muy familiarizado con el proceso de un disco, pueden no acabar de entender hasta qué punto, para alguien que compone su propia música, un cambio de productor puede ser decisivo.
—En mi caso, pensando sobre todo en el resultado sonoro final, tiene mucho que ver con la textura del sonido y con los instrumentos que se han utilizado, especialmente en los arreglos. Yo soy muy clásico: con dos guitarras, bajo, batería y un piano lo tengo todo resuelto. Pero con Ricky entra también su sello, y de repente aparece la idea de meter un sintetizador en algún momento. Yo nunca me había atrevido a eso porque sentía que no era mi estilo.

Recuerdo que la primera vez que salió la idea, Ricky le dijo a Sergio Valdehita, el teclista: bueno, aquí vamos a meter un sintetizador. Yo empecé a carraspear y dije: igual con un piano está bien, con esta cosa que tengo de pensar siempre en instrumentos clásicos. Al final, el sintetizador también lo es, a estas alturas. Como estaba muy abierto de mente, quise escucharlo. Me gustó. Y además conecta con grupos que sí han usado eso.

En cuanto al sonido final, Ricky ha metido filtros y efectos en la voz. Yo siempre había sido muy austero: todo muy plano, sin efectos. En ese sentido me he dejado llevar, porque todo me sonaba bien. A partir de tres cosas que me propuso y que comprobé que me encantaban, ya le dejé hacer y me fié de todo.

Por eso también lo hicimos tan rápido: a él le gustaban las canciones, a mí me gustó cómo las trató y el resultado final. Para alguien que no esté familiarizado con el proceso, creo que se nota sobre todo en la textura final del sonido. Las canciones son mías, pero Ricky les ha dado su visión. No estaba muy lejos de lo que yo pensaba, pero sí me he atrevido a cosas que nunca me habría atrevido solo.

—Es muy bonito sentir, dentro del proceso creativo, que todo está encajando. No solo cuando escuchas la mezcla final y ves que el disco funciona, sino mientras lo grabas, lo compones, lo hablas con el productor, lo grabas en seis días y además en directo. Suena sencillo, pero no es tan habitual que ocurra.
—No, no es normal. Y menos con alguien a quien no conocías. Lo primero que hicimos Ricky y yo fue quedar a comer. Empezamos a hablar de música, de la vida, y enseguida vi que íbamos a congeniar perfectamente, que estaba en el lugar indicado.

Ricky es un genio musical. Es un tipo que tiene música en la cabeza todo el rato, le supura por los poros. Es extremadamente bueno como músico y por las ideas que tiene. Ha sido un placer trabajar con él y con toda la banda: Loza a la batería, Sergio Valdehita a los teclados, yo con las guitarras y Ricky al bajo. Ha sido impresionante. Como bajista, de verdad, lo pongo al nivel de McCartney. Es buenísimo.

—Lleváis varios meses girando, además de forma muy extensa, y ahora, entre finales de diciembre y principios de enero, encaráis la parte final. ¿Qué has encontrado en ese encuentro con el público?
—Noto que este disco ha entrado muy bien, como a fuego lento. A la gente que me sigue, que conectó en algún momento con algo que hice y se subió al barco, le está llegando mucho. Está viniendo más gente a los conciertos, estamos vendiendo más entradas y eso permite tratar mejor al equipo, pagar mejor a la gente y que todo el mundo esté más contento. Es algo que se retroalimenta y lo estamos disfrutando mucho.

Me pasa una cosa curiosa: a veces tocamos una canción antigua y noto que la respuesta es más tibia que con las canciones de 50town. Parece que es eso lo que quiere escuchar la gente. Y claro, para alguien que ha hecho un disco, lo que más ilusión le hace es tocar su disco. Cada vez estamos metiendo más del nuevo disco porque es lo que parece que el público demanda. Y eso me hace muy feliz.

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—Más allá de este disco, pero quizá especialmente en este, se te escucha manteniendo la pasión y la emoción por lo que haces y por lo que significa la música para ti. ¿Notas que el público también mantiene esa pasión?
—Yo creo que sí. Quiero creer que sí, pero la verdad es que lo estoy viendo. Hay un público ahí, gente maravillosa que me ha pillado el rollo. Y podría ser muy fácil pasar de mí: yo no estoy en primera línea. Este es un disco indie, y aún así hay gente que me busca. Eso tiene mucho valor. Nos hemos liado la manta a la cabeza con un equipo maravilloso y hemos decidido hacerlo nosotros. Los números están cuadrando, y sé que queda feo hablar de números cuando hablamos de música, pero los números tienen que cuadrar para poder seguir haciendo música. No hay grandes aspavientos, pero funciona. Ha sido una apuesta sin red y está saliendo bien.

—Con una gira tan larga e intensa, ¿te guardas tiempo para seguir componiendo?
—La guitarra está siempre ahí. Muchas veces toco sin componer nada. No toco canciones mías ni practico, simplemente improviso. Entro en una especie de trance leve, como un diálogo con la guitarra. A veces estoy viendo una peli que no me interesa, le quito el sonido, cojo la guitarra y sigo mirando la pantalla. No sé lo que estoy tocando, pero me siento bien.

Y a veces, en ese estado, sale una canción sin querer. De repente digo una frase, aparece una melodía y ya cojo el cuaderno, grabo una nota de voz y empieza todo. Las canciones me nacen así. No es que se me ocurra algo en el coche y tenga que llegar corriendo a casa. Empieza cuando estoy tocando sin ningún fin.

—Esto me parece interesante porque sobre todo las nuevas generaciones tenemos más miedo a la página en blanco. Tú compones así, y eso puede ser frustrante, pero también abre la puerta a lo imprevisible.
—A mí me encanta lo imprevisible, lo que surge de repente, y cuanto más rápido, mejor. La página en blanco asusta, claro, pero cada vez me asusta menos. Hago más canciones que nunca y también he perdido el miedo a hacer una canción de mierda. Si no sirve, no se usa. No pasa nada.

Para mí, pasar una tarde haciendo una canción que luego no utilizo no es perder el tiempo. Algo bueno me ha dado: igual una estrofa que luego reaparece en otra canción, o algo que aprendo sobre lo que no debo hacer. Y si no aprendo nada, al menos he pasado una buena tarde.

Vivimos en una época en la que todo tiene que producir algo, dar un rédito, y ese pensamiento me angustia. A mí me gusta hacer cosas que no sirven para nada. Te abstraes del tiempo, te olvidas del reloj, de la existencia tediosa. Pasar una tarde así ya es más que suficiente. No has mirado el móvil, ¿qué más quieres? Y a veces, entre esas tardes, sale una canción que te encanta y dices: joder, pues de puta madre.

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