En el PSOE nadie conocía a Ábalos ni a Cerdán. Han pasado de ser ilustres compañeros de viaje a meros polizones que se subieron al coche haciendo autostop. Ya se sabe los muchos amigos que a uno le salen cuando está en la cresta de la ola y los que huyen cuando ese mar hace que naufragues, dejándote solo. El instinto de supervivencia del ser humano tiene la capacidad de que los aliados sean circunstanciales a los intereses creados. Se hacen chistes sobre los grados de conocimiento a propósito de las evasivas de la cúpula del PSOE sobre su relación con los sospechosos; pero ellos no son más que un paradigma de la naturaleza humana: quedarte solo cuando has perdido.
Ya dije que Carlos Mazón decidió irse cuando vio que nadie le seguía. Es ahí, como escribió Pérez-Reverte en El Capitán Alatriste, cuando solo queda la retirada. En el preciso instante en el que tus espaldas están a la intemperie y sin que les cubra la compañía de los tuyos, no queda más que sacar la bandera blanca existencial. Sin embargo, ese arribismo de los chupatintas no se desvanece hasta que pierdes la posición privilegiada bajo todos los efectos. Eso le ha ocurrido al expresident valenciano, quien, a pesar de que había dimitido en diferido, en los crepúsculos de café escuchaba todavía alabanzas a su persona. Frikifans de su figura que le aplaudían en privado y en público, presumían de haberle conocido, de tener una relación estrecha con él e, incluso, de ser parte de su familia postiza por haber coincidido con él desde su más tierna infancia.
En los primeros compases tras su harakiri político, todavía había algunos que intentaban sacarle la daga con la que se había inmolado. Aunque en el fondo ya no tenía el poder, en la práctica su nombre seguía figurando en la puerta del despacho del Palau de la Generalitat. Continuaba controlando el cotarro aunque hubiese renunciado a él a corto plazo; hasta que no hubiese un sucesor claro, él iba a ser el que tomara las decisiones. Convenía seguir con la pantomima navideña, con la interpretación actoral de hacerse fotos con él y vitorear su maltrecha figura por las secuelas de la presión vivida durante todo este tiempo.
Todo cambió cuando se consumó su marcha. Al ser investido Juanfran Pérez Llorca como nuevo presidente de la Generalitat Valenciana, todos los que se deshacían en elogios a Carlos Mazón —incluso cuando este ya había dimitido— ahora se solidifican y se quedan sin palabras agraciadas hacia él. Si los simbiontes necesitan un organismo vivo para sobrevivir, con la certificación de la muerte política de Mazón salieron zumbando de su sombra renqueante buscando un nuevo espécimen al que arrimarse.
Hace mucho tiempo escribió Ignacio Ruiz-Quintano en su columna de ABC que, si las sociedades actuales eran sumisas al poder, era debido a que habíamos heredado la mentalidad servil propia de nuestras memorias pasadas, en las que la mayoría de la población estaba bajo el yugo de algún señor; prevaleciendo así en la resistencia aquellos que procedían de estirpes nobles y feudales. En nuestro país, más si cabe, esa herencia de servidumbre voluntaria ha calado más en nuestro espíritu como consecuencia del franquismo.
Un buen amigo que ha asumido una importante responsabilidad me confesaba el otro día que gente que antes no le hacía ni caso ahora no dejaba de cortejarlo. A Juanfran Pérez Llorca le ha pasado lo mismo. Esos que le veían como un mindundi a la sombra de Mazón, ahora le dibujan como un gran hombre de Estado que ostenta el tarro de las esencias del digno mandatario.
Cuidado, Juanfran: cuando no te necesiten, te harán lo mismo que a Carlos.