El debate sobre el futuro de la sanidad suele atraparse en un duelo estéril entre público, híbrido o privado. Como si todo dependiera del sistema elegido y no de algo mucho más decisivo: la calidad de la gestión. La realidad es menos romántica, menos ideológica y bastante más incómoda. No existe un modelo perfecto. Lo que existe es una diferencia abismal entre gestionar bien y gestionar mal.
Sanidad pública: sólida, garante… pero con inercias pesadas
El sistema público directo tiene puntos fuertes que nadie sensato discute: equidad, universalidad, control democrático y una neutralidad absoluta respecto al tipo de paciente. Es el modelo que mejor preserva la lógica sanitaria: se atiende según necesidad, no según rentabilidad.
Pero también arrastra las debilidades del sector público clásico: rigidez organizativa, lentitud para contratar, bloqueos burocráticos, resistencia al cambio y una inercia que hace muy difícil ajustar recursos cuando la demanda se dispara. El problema no es que sea público, sino que a veces está mal gestionado, atrapado en procedimientos que impiden innovar o adaptarse.
Sanidad híbrida: la flexibilidad bien entendida
Los hospitales de gestión concesional o híbrida, tan presentes en algunas comunidades y en los medios de comunicación estos últimos días, ofrecen justo lo contrario: agilidad, capacidad de reorganizar servicios con rapidez y un incentivo claro a la eficiencia. Esta opción funciona cuando hay un contrato bien diseñado y una administración que vigila y exige.
El riesgo, sin embargo, es igual de evidente: la lógica empresarial puede filtrarse a la esfera sanitaria. Si no hay controles fuertes, aparecen comportamientos no deseados: priorizar la actividad rentable, retrasar los procedimientos costosos o escatimar personal. El problema no es que sean de gestión privada: es que, sin supervisión, se puede gestionar mirando la cuenta de resultados antes que al paciente.
Sanidad privada: necesaria, pero no sustituye lo público
La sanidad privada aporta valor cuando complementa al sistema público: innovación, cirugía programada, pruebas diagnósticas rápidas, especialización y una capacidad notable para absorber demanda en picos asistenciales. Y precisamente porque no está obligada a cubrirlo todo, puede concentrarse en lo que hace mejor.
Pero su limitación es obvia: no garantiza universalidad y no tiene obligación de asumir las patologías más complejas o costosas. No puede ser el pilar del sistema, pero sí un aliado si se gobierna bien la relación con lo público.
El verdadero punto ciego del debate
Mientras nos peleamos por el modelo, ignoramos la pregunta clave:
¿Quién evalúa, corrige, supervisa y exige resultados?
• Una sanidad pública puede funcionar de manera excelente... si se gestiona con profesionalidad, datos, objetivos y autonomía real.
• Un hospital concesional puede ofrecer calidad y eficiencia... si hay un contrato claro, auditable, con penalizaciones y sin zonas grises.
• Y un centro privado puede ser un apoyo útil... si se integra con sensatez y con reglas que eviten abusos o dependencias.
En todos los casos, lo que marca la diferencia no es el logo de la puerta del hospital, sino la capacidad de gestión, la transparencia, el control del gasto y el compromiso con los resultados en salud.
Lo que necesitamos de verdad
El sistema sanitario español no necesita otro giro ideológico ni otro enfrentamiento entre modelos. Lo que necesita es gestión moderna, evaluación continua, planificación a largo plazo y una forma adulta de gobernar los recursos.
Pública, híbrida o privada: da igual el modelo si detrás hay un contrato bien diseñado, indicadores claros, profesionales motivados y una administración que fiscaliza de verdad.
Porque al final, los pacientes no preguntan quién firma las nóminas del hospital. Preguntan algo mucho más simple: ¿me atienden bien, rápido y con calidad? Y esa respuesta no depende del modelo. Depende de cómo se gestiona.