Pancho odia la lluvia y el fuerte viento. Estos días en Castelló están siendo gélidos y la humedad azota en los huesos. Mi perro pasa las horas delante de una placa calefactora, instalada en el pasillo, como si estuviera disfrutando del mejor documental televisivo de animales. Tumbado en el suelo, se enrosca y mira de frente la fuente de calor. Y así hemos pasado estos últimos cinco días de enero que han puesto en estado de alerta a todo el país.
En Castelló, las restricciones por el coronavirus y el temporal de frío han confinado en casa, por fin, a la ciudadanía. Calles casi desiertas en este pasado fin de semana. El exceso de movimiento ha cesado. Desde el viernes la ciudad se ha replegado en su interior. No hay el gran silencio que provoca la nieve cuando empieza a caer del cielo. Pero hay quietud, necesaria tras el masivo tránsito de las pasadas fiestas. Además, en esta pequeña gran ciudad que es Castelló, vivimos rodeados de municipios con muy preocupantes datos de contagios y los hospitales de todas las comarcas empiezan a sentir una grave presión. Las cifras se están disparando y ninguna localidad va a quedar libre de esta maldita estadística. Habrá que decidir nuevas medidas, más cierres perimetrales y, quizás, el confinamiento poblacional. Las medidas que están vigentes no han frenado el avance de esta pandemia. Las actitudes individuales y colectivas no han mostrado empatía ni responsabilidad. Puede ser por el agotamiento social, por la confianza en la vacuna, o también por ese negacionismo que persiste, alimentado por monstruos. En cualquier caso, esta sociedad ha bajado la guardia.
Hay paralelismo entre las previsiones del virus y del temporal. Eran, y son, demoledoras. En las zonas acostumbradas a las fuertes nevadas no se ha dado alarmismo y sí mucha solidaridad, prevención y prudencia. Los pueblos del interior castellonense, desde el Palancia hasta Els Ports, saben bien de las adversidades climatológicas. Y no precisan de espectáculos televisivos en directo. Cada año hay alguna “nevada histórica” y, además de las bellas estampas que regalan estos municipios nevados, hay otras situaciones problemáticas de las que no se informa. Ganaderías aisladas, cultivos destrozados y personas incomunicadas de todos los servicios públicos. A pesar de que la buena gente del campo viva pendiente de los temporales y sepa cómo capear una fuerte nevada.
"un grave virus sigue vigente en nuestras vidas, en esas aglomeraciones que recorren kilómetros para hacerse un absurdo selfie o la idiotez de colocar nieve sobre el capó".
Y, mientras que en los pueblos afectados sus poblaciones viven con calma estos fenómenos extremos, miles y miles de ciudadanos irresponsables e ignorantes se han dedicado a moverse por el territorio, colapsando carreteras que incomunican aún más a las personas, que afectan al excelente trabajo de protección civil y mantenimiento de las vías de comunicación. Añadiendo, además, que un grave virus sigue vigente en nuestras vidas, en esas aglomeraciones que recorren kilómetros para hacerse un absurdo selfie o la idiotez de colocar nieve sobre el capó, bajo el parabrisas, para lucir en el regreso a las ciudades, sin pensar que la velocidad acaba con ese ridículo souvenir.
Poner tanto foco televisivo, siempre, sobre ciertos municipios del interior tiene consecuencias, aunque parezca que todo es bucólico por la belleza de los paisajes. Si los medios de comunicación se mueven por carreteras difíciles y muestran esa “audacia” con un termómetro en la mano para ver quién consigue la temperatura más baja, la ciudadanía también quiere vivir esa experiencia. Son el efecto llamada. Porque en esos pueblos están acostumbrados a las bajadas térmicas, a la rotura de tuberías por el frío, a los apagones de luz, al aislamiento temporal. Y conocen a fondo los riesgos de las grandes nevadas, del hielo que puede retenerte en casa durante días o semanas.
Hace unos cuantos años, la antigua Canal 9 informaba, en directo, a los pies de mi casa en Morella, que la comarca de Els Ports y la Tinença de Benifassà estaban incomunicadas. Ese mismo día, unas horas antes, este equipo televisivo informaba desde Fredes, en la Tinença de Benifassà, con el mismo mensaje: Pueblos incomunicados. Era imposible. Con termómetro en mano se montaba un espectáculo de difícil credibilidad. Al día siguiente, una cadena de vehículos colisionaba en el Puerto de Querol y quienes llegaron a Morella se encontraron con las placas de hielo de la plaza de Sant Miquel, chocando e hiriendo a los coches morellanos allí aparcados. Entre aquella multitud podías ver a familias con niños pequeños en sus carros, con gente mayor. Hoy ha vuelto a pasar. Efecto llamada.
Nuestro apacible seis de enero dejó de serlo ante el golpe de estado que pretendió Trump contra el mundo alentado a la turba fascista para tomar el Capitolio estadounidense. Se nos cayó el mundo en esas horas surrealistas. Tremendo. Y se nos cayó el mundo porque no es un hecho aislado, porque estamos sufriendo las consecuencias de un populismo insufrible, dedicado a mermar toda esperanza en la sociedad. El trumpismo marca una grave época. Habita entre nosotros, entre todos los países del planeta. Han implementado “la verdad” fabricada desde la mentira, repetitiva, desde la manipulación. En nuestro país ya está pasando.
"Cinco días de enero han sido suficientes para mirarnos hacia dentro. Cinco días en los que pensábamos que los sueños serían una realidad. Este mes de enero nos está dejando mucho frío. Demasiado frío".
Pero ha pasado otro seis de enero, la madrugada más bella de las fiestas navideñas. Este año, tan extraño, no ha sido diferente, los recuerdos, y la nieve, siempre la nieve, nos devuelven al maravilloso estado de la infancia. En mi diminuto piso de Madrid, junto al río Manzanares y la calle Segovia, no esperábamos la salida del sol. Madrugábamos y el frío era insoportable. En muchos eneros la nieve era intensa. En Madrid nevaba todos los inviernos, pero no con la virulencia de estos últimos días. Primero comprobábamos que los Reyes Magos habían comido los tres polvorones y se habían bebido las tres copas de coñac, y que la hierba para los camellos había desaparecido. Era un instante tremendo. Nos abalanzamos al sofá buscando los juguetes que habíamos pedido en nuestras cartas de deseos. Casi nunca coincidían. Eran pocos, y muchas veces se repetían cambiando la indumentaria a una muñeca o añadiendo más vaqueros e indios al fuerte 'Bonanza' que nos había construido mi padre con pinzas de madera para tender la ropa recién lavada.
Era la mejor mañana del año. La magia, la inocencia. Mi padre nos enseñó a amar este día. He transmitido a mis hijos, y lo voy a hacer con mis nietos, estas emociones, manteniéndoles en vilo ante la llegada de los Magos de Oriente. Mirando fijamente el brillo de sus ojos, las bocas abiertas con esa mueca de ensueño, nervios y temor, sintiendo sus manitas temblando junto a las mías. Mis hijos han representado a Gaspar y, varias veces, a los pajes en la Cabalgata de Morella. Y mostraban la misma mirada vibrante que contagiaba en las noche de reyes cuando era pequeños. Ahora sienten lo mismo, y saben que deben transmitir a sus hijos las mismas emociones que un día le llegaron de su madre, del padre de su madre...
Cinco días de enero han sido suficientes para mirarnos hacia dentro. Cinco días en los que pensábamos que los sueños serían una realidad. Este mes de enero nos está dejando mucho frío. Demasiado frío. Ese hielo que nos va a segar el aliento y la mirada. No podemos resfriarnos en un país contagiado ni ante un mundo envenenado.