Los cisnes negros son así. Imprevisibles por su propia naturaleza, irrumpen en el tablero y se llevan por delante todas las previsiones y expectativas. Hemos tenido dos en dos años: la pandemia y la invasión rusa de Ucrania. Aunque cabría discutir si son auténticos cisnes negros o no, porque ambos podrían haberse previsto, lo cierto es que ambos han aparecido de manera totalmente inesperada para casi todo el mundo, y que sus efectos son y serán enormes. Seguimos totalmente inmersos en las consecuencias del primero (la pandemia), aunque parecía que ya comenzábamos a ver la luz al final del túnel, gracias a las vacunas y a la progresiva inmunización de la población (inmunización en muchos sentidos, y también, desgraciadamente, en el de relativizar las muertes y sufrimiento que sigue generando la enfermedad). Y en este contexto de recuperación económica y social postpandémica es en el que ha irrumpido el segundo cisne negro, la invasión rusa de Ucrania.
Como la pandemia, podemos defender que esto se veía venir y que, en realidad, no se trata de un suceso imprevisible, sino más bien uno improbable o inesperado: estaba claro que la situación de 2014, cuando Rusia se anexionó Crimea y sustentó a los independentistas del Donbás contra Ucrania, era inestable (el conflicto nunca había dejado de estar activo, pero con relativamente baja intensidad), y desde luego la concentración de tropas de Rusia no era ignorada y muchos avisaron de lo que estaba por venir. Pero el caso es que pocos creían, de verdad, que Rusia diera el paso, y además con todas las consecuencias: invadir Ucrania, no sólo el este de Ucrania. Y pasar, en muy pocos días, de una invasión teóricamente cuidadosa con los civiles, que se suponía (en el plan ruso) que recibirían a sus hermanos eslavos con los brazos abiertos, a arrasar ciudades enteras con bombardeos aéreos y fuego de artillería.
Era inesperada la invasión y también que, al menos por ahora, Ucrania lograse resistir. Ya no es descartable que lo que parecía un final cantado (que el ejército ruso obtendría la victoria rápidamente) pueda convertirse en un conflicto prolongado con posiciones más estancadas, lo que al menos daría una oportunidad a Ucrania de sobrevivir y quién sabe si prevalecer en este enfrentamiento, y además detraerá a Rusia de meterse en más aventuras. Pero que, por otro lado, agravaría mucho más, en todos los órdenes, las consecuencias del conflicto: más muertes, más refugiados, más peligro de que se produzca una escalada militar, de involucrar a otros países e incluso a la OTAN, y por supuesto más consecuencias económicas en todo el planeta, y particularmente en Europa. La Unión Europea no ha vacilado en seguir a Estados Unidos y el Reino Unido en la escalada de sanciones contra Rusia, a todos los niveles. Sólo se ha mantenido abierto el grifo de la energía, el eslabón más fuerte de la relación entre Rusia y la UE (sobre todo Alemania y los países del Este, algunos de los cuales dependen de Rusia al 100% para su suministro de gas)
Estamos abocados a vivir una crisis que puede prolongarse durante años, por el incremento de los precios de múltiples productos, en particular materias primas y sobre todo fuentes energéticas. Los precios del gas y del petróleo, que ya eran altos (sobre todo el del gas) antes del estallido del conflicto en Ucrania, se están poniendo por las nubes. Está claro que, dada la situación actual de enfrentamiento, que además no parece que vaya a mejorar en un futuro previsible, la Unión Europea debe buscar fuentes alternativas y reducir su dependencia de los hidrocarburos rusos. Ello también conduce, por la misma senda, al incremento de gasto militar para afrontar el terrorífico desafío que plantea una potencia nuclear hostil en el este, sobre todo porque no hay ninguna garantía de seguir contando con el respaldo de Estados Unidos en la OTAN. Cabe recordar que el anterior presidente, Donald Trump, coqueteó abiertamente con la posibilidad de abandonar la OTAN y dejar a los europeos a su suerte, aunque la amenaza tuvo también bastante de medida de presión para que los países europeos incrementasen el porcentaje de gasto militar de su PIB. Una medida que hasta que estallara la actual crisis casi nadie se planteaba llevar a cabo y que ahora nadie, comenzando por Alemania, la principal potencia económica europea, pone en duda.
Este cambio de prioridades, lógicamente, no va a salir gratis. Es más: va a salir muy caro. Lo que se destine a presupuesto militar no podrá gastarse en educación, sanidad o pensiones. El incremento del gasto energético saldrá de otras partidas. Los ciudadanos tendrán que pagar más impuestos para comprar la misma gasolina, pero muchos más misiles, que antes. Una perspectiva nada halagüeña que adquiere tintes si cabe más siniestros si la combinamos con la espiral prohibicionista que estamos viviendo, en la que casi todo el mundo parece ver normal cerrar medios de comunicación, prohibir contenidos o criminalizar todo lo que tiene que ver con la lengua y la cultura del enemigo ruso, hasta extremos demenciales, que abarcan cursos literarios o la proyección de películas, o detener periodistas españoles con motivos desconocidos, pero que a primera vista parecen tener que ver con el origen del detenido (con pasaporte ruso), no tanto con sus actividades.
Hoy, el fuego censor y la requisación de bienes se centran en Rusia, pero no es descartable que se extiendan a otros enemigos, reales o supuestos, ahora que estamos en guerra sin que nadie nos la haya declarado oficialmente. Un ambiente que puede enrarecerse con mucha facilidad tan pronto como los efectos de este conflicto y sus enormes derivadas geopolíticas y económicas se hagan patentes en la vida de los ciudadanos. Una clara ventana de oportunidad para los partidos antisistema, y particularmente en España para Vox. Lo cual tiene mucho mérito, porque cabe recordar, especialmente ahora, que Vox, como la mayoría de los partidos ultraderechistas europeos, tiene claros lazos con Putin, similitud en sus mensajes y sus propósitos desestabilizadores. Pero parece que aquí el celo purificador antirruso ya no cuenta.