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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Clara Obligado y las transfusiones

29/10/2021 - 

El idioma o los idiomas, mejor digamos las lenguas, son móviles, entes vivos, aeróbicos, incansables. Son el magma de la humanidad, no tienen fronteras que asomen a la superficie. Prefiero decir lenguas porque así las pienso hechas de carne, de músculo elástico y cambiante, ¿quién se cree ya que son cosas puras, impolutas, susceptibles de ser aisladas como un himenóptero bajo un alfiler o un pollo del súper envasado al vacío?

Me paso por la Feria del Libro para escuchar a Clara Obligado. Hace tiempo que goloseo entre sus páginas. Es sábado por la mañana y la Feria saca músculo, el sol parpadea en los charcos entre casetas. En su nuevo título (Una casa lejos de casa, Contrabando), Obligado nos recuerda que las frases pueden hibridar, que en su Buenos Aires natal, igual que aquí, hay “viajes, pobreza, exilios, idiomas y acentos que se entrechocan como espadas”. Éste es el eje del libro y el fenómeno que la siguió cautivando cuando llegó a Madrid para ser una argentina en España. Y cuando llegó a Argentina para ser una española entre porteños. No sólo ha escrito sobre la cocina de las lenguas, sino que aborda el vértigo inicial del exilio y la dulce liberación de quien se libera de la tierra. En este libro medio Frankenstein, medio ensayito (como dice ellay medio biográfico, cuenta cómo supo enseguida que sería por siempre excéntrica. Que su escritura lo sería. Iba a “…tener, para siempre, un idioma inestable”, un “sentimiento unhomely” .Todavía hay quien titubea antes de buscarle una estantería a los títulos que le han ido brotando, ¿hispanoamericana?, ¿española? La oigo y me embeleso porque es divertida, fresca, mordaz. Tiene un humor que siempre es signo de distinción, la forma inteligente de habitar la herida. Su argentino no es muy argentino. Su español tampoco. Y me mete en el bote porque sé de lo que nos habla: las lenguas se imbrican en uno y no hace falta haber vivido el desarraigo en primera persona para disfrutarlo. Colisionan y se deforman, absorben la energía y enseñan abolladuras, dulces concavidades o zonas convexas, se contagian, se reinventan, se recrean. Cogen un gusto mestizo a poco que se las deje sueltas, como yo cuando le quito la correa a Noa para que busque olores por el parque.

A las palabras, como las personas, me gusta pensarlas así, híbridas  y fuertes. Luminosas. Y todavía me vuela la cabeza cuando escucho a alguien que aspira a usarlas como armamento o escudo, sello identitario, declaración de guerra. Cualquiera en este país es medio meseta y medio Mediterráneo, como yo, y la mezcla funciona como si nos hubieran echado levadura, ¿tan difícil es admitirlo? La lengua que absorbe lenguas y acentos es poso de vida, de jergas clandestinas, domésticas, de relatos silenciados o apretados dentro de un puño.

Quienes tratamos las lenguas como a la gente es porque nos gusta el cuidado. Nos gusta la gente. Hay una premisa, claro, y es que una debe ser enamoradiza. Sufrir flechazos cada día, amores a primera vista. A mí me ha pasado desde siempre este lío y, como cantaba Chet Baker, I fall in love so easily. Palabras. Personas.

Las palabras, para mí, cuanto más manchadas más vibrantes, seductoras como un mulato. Repaso el valenciano con mis hijos y compruebo que se les enseña a despreciar los barbarismes, pero a mí me encantan. Me haría un collar de cuentas con ellos. Parecen hermosos solapamientos, me pareix por me sembla, mançanilla por camamil-la. Su armazón es de secano pero el aroma es de regadío. Siento enseguida su torrente de vida. La sinestesia. El tacto y la temperatura que traen.

No soy elitista con las palabras cuando le explotan en el paladar a un paciente que salió de la escuela para trabajar, porque todos son mi abuela Gregoria y sus deliciosos fallos sintácticos. Su español de Sacedón, inventado. Palabras deformes como patatas con rabos. Todavía hablamos gregoriano en mi casa y es la jerga de la nostalgia. Las hidolatrías del zumo, el chandar para la clase de deporte, los conflés del desayuno, ¿quién no tiene una infancia llena de cocretas? Cuando apuraba la tarde, ella entraba en el cuarto para preguntar sin teníamos ganeja. Ganeja con esa jota castellana que es raja y rojo, herraje y eje del hambre de posguerra. Carraspera de boca seca, de boca ansiada, esa jota. De terrones color vino y uñas negras.

Con la pandemia hemos aprendido que no hay territorio que se pueda blindar. Que todo viaja, desde las partículas víricas a los kiwis de Nueva Zelanda o a los acentos una y mil veces mezclados y recocinados. Obligado tardó en asumir que la mezcla de raíces te eleva. Le gusta un texto de Edward Said en el que cita a un autor del siglo XII “...libre es aquel para quien todo el mundo es una tierra extraña”. Y apela a una literatura propia de quienes están construyendo país, que no son precisamente los que tienen ocho apellidos de un mismo linaje. Todo es movimiento de ida y vuelta. Todo emisor contiene al receptor. Cuando estoy en la consulta, rara vez me voy sin una frase o exclamación apuntada en la esquina de la lista de pacientes. Unas líneas apresuradas que se perderán porque no soy ordenada con mis hallazgos. Siento pudor al robárselas. A veces abro una libreta cuando el paciente ya se ha ido y lleno listas secretas. Havia fet el amor sexual amb totes ─me confiesa un hombre con gafas de pasta y gorra de Grefusa Crujientes Riquísimos─. Amor sexual.

Hay frases hechas que saben calentito o duro o crujiente o derretido. La temperatura y la textura también están en el habla, quiero convertirme en el máster chef de los giros y las construcciones. Saber su resonancia en los huesos del cráneo mientras se mastican, su crunchy-crunchy-tostada. Es una celebración crear lenguas y lenguajes y lenguados. Es hermoso decir zangolotino, por ejemplo. Hundirse en el sofá de los viernes por la noche y dejar que el inicio de una peli (El viaje a ninguna parte, de Fernán Gómez) sea lo último que me ronde antes de caer dormida. Zangolotino. Y la cara de Gabino Diego (De zangolotear. adj. coloq. Dicho de un joven zanquilargo que aparenta ser aún niño) quedará sellada para siempre al lado de ese adjetivo.

Le compro el libro a Horacio y Graciela, mis amigos argentinos, y siento que Obligado ya les está acariciando, ofreciendo posada. Gracias, Clara Obligado, por recordarme que hay tantas lenguas como personas y encrucijadas. Que nos transfundimos vida entre todos. Y que las cicatrices asoman en las palabras y se ordenan como entradas de un diccionario que nadie publicará. Dibujan líneas inconfundibles, nuestra misma huella dactilar.

Rosana Corral-Márquez.  27 octubre 21

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