Apple+ presenta la adaptación de un best seller de Bonnie Garmus en el que ha suprimido la comedia y un perro que habla. El resultado, presentado como drama, es una serie anodina que repasa todos los lugares comunes sobre feminismo y racismo sin profundizar en ninguno de ellos ni presentar enfoques originales sobre los fenómenos de discriminación
VALÈNCIA. No hay dos con tres. Sí, han leído bien. Sintonizamos Apple+ y disfrutamos mucho Las gotas de Dios, repetimos con Bad Sisters y fue todavía mejor, pero no ha pasado lo mismo con el tercer disparo, Cocina con química, esta vez me he llevado una decepción. Se trata de una adaptación de una novela superventas de Bonnie Garmus, su exitoso debut, una fábula feminista en un contexto vintage, los años 50. El diario británico The Guardian en su reseña empezaba citando a Mad Men. No tomarás el nombre de Dios en vano se conoce que no es un mandamiento para la herejía anglicana.
Mad Men también era una fábula feminista vintage a más no poder, pero dejó el listón muy alto. Tan sumamente elevado que, antes de irse a novedades, merece la pena verla una y otra vez para abarcar todos sus ricos detalles, que pueden pasar desapercibidos con una sola ingesta. Mad Men no solo se ocupaba de la década de los grandes cambios sociales del siglo XX, los años 60, la psicología de sus personajes perfectamente se podría extrapolar a muchos aspectos de la actualidad. Cada uno de ellos estaba tratado con una profundidad inolvidable; cada uno de ellos era una serie.
En Cocina con química estamos muy lejos, muy pero que muy lejos de todo aquello. Mad Men era hija de una época en la que se repetían aquellos eslóganes sin mucho sentido de que las series eran el nuevo cine. Lo que sí prometían era una calidad exquisita, trabajos inmortales, elaborados con el mismo talento que el gran cine, el que ha producido clásicos que cambian vidas. Mientras mandaba el cable, se produjeron algunas series cortadas por este patrón, las siempre citadas que no voy a repetir, pero en los años 10, con la fragmentación de las audiencias, el aumento de la oferta y la irrupción de nuevas generaciones con cierto desinterés por lo ambiguo y lo complejo, esa época tocó a su fin.
Un buen ejemplo es Cocina con química. Trata una mujer que decide estudiar química, pero su carrera se ve interrumpida el día que su tutor al viola brutalmente en el laboratorio. Eso la priva del doctorado y, por lo tanto, en la siguiente universidad donde recala para trabajar es solo una auxiliar de laboratorio, es decir, considerada como una secretaria. Desde esa desventaja, se enfrenta al cretinismo machista habitual. Tras diferentes sucesos, acabará aprovechando sus conocimientos de química para convertirse en una estrella de la televisión presentando un programa de cocina.
Además del machismo, también se trata el tema del racismo. El problema es que la presentación de estos temas es un tanto arquetípica. No hay muchas dobleces, parece que estás viendo una película ordinaria de Blockbuster de hace treinta años. Puede que resulte tan anodina porque se ha eliminado el humor que contenía la novela e igual han dejado un poco cojo el guión. Por ejemplo, en el libro el perro de la protagonista habla, aquí solo lo hace en un capítulo.
Lo peor de todo es la complacencia. Temas tan importantes como el feminismo y el racismo son tratados ya dentro de esquemas formalistas. Parece que nos encontramos ante una escuela ritualista que se ve obligada a difundir los mensajes tal y como se los han enseñado, sin plantear ningún enfoque original, ni ambages ni nada que recuerde la complejidad fascinante y al mismo tiempo execrable del ser humano.
La sensación del espectador empieza a ser cercana a la del campesino que recibía una y otra vez los mismos sermones en misa por parte de curas que se quedaban medio dormidos. Aunque estés totalmente de acuerdo con el posicionamiento moral, la mera repetición ritual de los mensajes no conduce a nada aprovechable. Los personajes están construidos políticamente como si fuesen personas nacidas en los años 90 del siglo XX. No se trabaja su evolución y concienciación, supongo que porque se busca que el público joven se identifique cuanto antes con ellos de la forma más directa posible.
Otro antecedente sería Marvelous Mrs Maisel, pero esa serie, antes de enamorarse de sí misma, era mucho más original y su what if –y si una mujer joven, rica y judía se intenta dedicar a los monólogos en tugurios- tenía mucho más recorrido. Los cambios sociales estaban mucho mejor representados, al menos hasta que empezaron a jugar con el personaje del padre de la protagonista y la ficción, de nuevo, se dedicó a complacer.
Aquí, la protagonista estaba inicialmente más concebida como una especie de Sheldon Cooper de Big Bang Theory (de hecho, tenemos a Kevin Sussman haciendo un papel muy parecido al de Stuart), pero la conversión en drama de la comedia ha dejado un personaje hierático sin matices. Por supuesto, encima se trata de una actriz de una belleza extraordinaria, Brie Larson, en esa tendencia de los castings estadounidenses de alejarse años de luz de la realidad y de los personajes que se representan en sus ficciones.
Larson una vez apareció citada en El País diciendo “necesitamos otro tipo de héroes y quiero ser más activa, participar en el cambio porque los estereotipos que vemos en el cine no existen en la calle. Somos más complicados”. Yo me lo haría mirar si con esta premisa analizase esta serie que acaba de protagonizar. Otra vez será.