Carles Armengol creció en una casa de comidas “de las de antes”, rodeado de personajes extremos. Con sus recuerdos y experiencias ha construido un libro que queda a medio camino entre la novela autobiográfica y el ensayo sociológico, y conduce al lector a un estado de ánimo oscilante entre la tristeza, la ternura y la risa
VALÈNCIA. Se llamaba Collado y estaba situada en Collblanc, un barrio montado sobre la cicatriz invisible que separa Barcelona de L’Hospitalet. La promesa del bienestar burgués y el determinismo de clase obrera, separados por unas pocas calles. Era una casa de comidas a la antigua usanza; con menú del día, barra con vitrina y una parroquia fiel y peculiar. Carles Armengol (Barcelona, 1981) creció entre las mesas de este local, al que padres dedicaron durante décadas todas las horas del día, volcando por el camino pozales de paciencia, energía y respeto por el oficio. Los ojos de ese niño son los que nos guían en la lectura de Collado. La maldición de una casa de comidas, editado recientemente por Colectivo Bruxista, exquisita editorial especializada en la publicación de títulos relacionados con las subculturas y terrenos aledaños.
Carles ha tirado de recuerdos para dar forma a este libro, que se sitúa a medio camino entre la autoficción y el ensayo sociológico sobre la transformación de la ciudad de Barcelona desde la etapa preolímpica hasta la actualidad. El telón de fondo son los años noventa y los neonazis, los efectos de la invasión turística, la época de vacas gordas, la gentrificación, la crisis económica del 2008 y la decadencia y cierre de locales históricos como el Collado. El autor empezó a trabajar en este texto años después de que sus padres se vieran obligados a traspasar el negocio a un empresario chino por cuatro chavos.
Es una novela levantada sobre la fuerza de sus personajes -todos ellos reales y camuflados bajo nombres inventados- y escrita desde el prisma de la conciencia de clase. En apenas 200 páginas, Carles Armengol se las ingenia para hablarnos de cuestiones tan variopintas como la dignidad de los perdedores, la salud mental o la degradación de una manera de entender la hostelería que él resume muy bien en el capítulo titulado Del ¿Qué le pongo, jefe?” al “Te esperas un momento”.
Carles fue un “niño de trastienda” muy observador que vivía rodeado de personajes excéntricos y muy curtidos por la vida. A cualquier hora del día se juntaban en el comedor del Collado trabajadores del barrio, jubilados sin ánimo de cocinar y una variopinta fauna de lunáticos, borrachos, trabajadoras sexuales, ludópatas y delincuentes de medio pelo. Cada uno ocupaba su rincón fetiche del bar, como si fuesen piezas de ajedrez distribuidas sobre un tablero, para reproducir desde allí un ritual particular e intransferible.
Uno de los grandes aciertos del libro es la ternura y humanidad con las que Carles retrata a estos personajes, evitando en todo momento caer en la nostalgia facilona o la estetización del lumpen. Son historias de desdicha y mala fortuna, pero jalonadas de anécdotas muy divertidas que también destacan a quienes afrontan las penurias con dignidad e incluso elegancia. El dandismo de clase obrera -que también está en el ADN de la subcultura mod que definió la juventud de Carles- está muy bien representado en el libro.
“Vivía rodeado de majaras. No eran esquizofrénicos, bipolares o depresivos, ni padecían trastornos de personalidad paranoica. Eran nuestros locos del barrio. Cuerpos que deambulaban de aquí para allá sin rumbo fijo. Cuando te cruzabas con ellos por la calle, te dabas cuenta de que no había nadie al volante. Pero en el barrio eran personas muy queridas, a pesar de sus excentricidades y obsesiones. Recitaban poemas abstractos de cosecha propia en la ferretería y daban ponencias metafísicas sobre la creación del Universo en la juguetería, rodeados de niños cautivados por su retórica psicodélica”, reza uno de los pasajes del libro. Carles estaba fascinado con la normalidad con la que todo el mundo, empezando por sus propios padres, aceptaba la locura ajena sin aspavientos. “Algunos clientes acudían a nosotros huyendo de algo, otros entraban perdidos, buscándose a sí mismos. Fuimos conociéndolos con sus más y sus menos, potenciando la luz que brillaba en su interior y aceptando los demonios que habitaban en su sombra”, recuerda.
Así conocemos a La Loli, una trabajadora sexual que adoraba las habas a la catalana que preparaban en el Collado. A Carles le gustaba sentarse a comer con ella cuando llegaba del colegio, porque le escuchaba como a un adulto y le hablaba sin superioridad moral. Le hacía reír y le regalaba sabios -y precoces- consejos sobre cómo dar placer a una mujer. Nos presentan a Antonio, un brillante meteorólogo al que el alcohol y las voces internas fueron expulsando del sistema poco a poco, hasta hacerle caer en ese tipo de hoyo que no emite billetes de vuelta. En estas páginas descubrimos también a El Rubio, “el Joe Pesci de Hospitalet”, remedo de mafioso que durante un tiempo estableció en el comedor del Collado su peculiar oficina de maleantes.
Este era el material humano con el que lidiaban a diario los padres de Carles mientras limpiaban anchoas, servían carajillos y controlaban las cazuelas al fuego. Su padre era uno de esos profesionales capaces de atender un bar atestado de gente memorizando todas las comandas y optimizando cada uno de sus movimientos con la gracilidad de un malabarista. Servía velozmente pero con sutilidad, para conseguir que el cliente comiese rápido sin sentirse presionado, y dejase así la mesa libre (la rotación es muy importante en una casa de comidas de precios populares). “También tenía el superpoder de mandar a un cliente a tomar por el culo y que éste volviese al día siguiente como si no hubiese pasado nada”, y sabía “detectar al demonio en la mirada de aquellos que entraban por la puerta”. Básicamente, no se le escapaba nada de lo que ocurría dentro de los confines de su bar.
A menudo, los padres de Carles hacían la vista gorda ante los desmanes que protagonizaban tanto los clientes como sus trabajadores. A estos no solo no les despedían, sino que ejercían sobre ellos una función paternal. “Mis padres eran nefastos a nivel de gestión empresarial -explica el autor-. Menos mal que los años de bonanza permitieron hacer algo de dinero a base de echar muchas horas. Los trabajadores eran parte de la familia, jamás se planteaba despedir a nadie, por muy desastrosos que fuesen, aunque llegasen borrachos o ni apareciesen algunos días. Mi padre era un señor gruñón, pero muy querido. Y mi madre era la gran protagonista en la sombra”.
“Este es un proyecto romántico y terapéutico. Uno de mis objetivos con este libro ha sido humanizar la oscuridad que nos rodea”, nos cuenta Carles, que de hecho es licenciado en Psicología. “Cada miembro de mi familia contaría esta historia de una manera ligeramente distinta. Pero esta es la mía. Sabía que quería contar mi experiencia como miembro de una familia cuyos padres curraban como burros para tener un piso en la playa y poder llevar a sus hijos a un colegio privado”. Su padre le llevaba en moto más allá de la Diagonal, hasta la puerta del colegio donde Carles se tuvo que construir un hueco entre niños y niñas cuyo horizonte vital no incluía ni por asomo la obligación de contribuir a la economía familiar sirviendo mesas los fines de semana o durante el verano.
Conforme pasaba de la niñez a la adolescencia, la perspectiva de sacrificio constante en el bar pendía como una guillotina sobre la mente de Carles. El trato tácito de sus padres con sus hijos incluía servir mesas a cambio de comida, cama y estudios. Todo ello le llevó a amasar una rabia malsana hacia el negocio familiar. Pero, lo que son las cosas, muchos años después Armengol acabó dejando su trabajo como psicólogo y analista de mercados para regresar a la hostelería. De hecho, esta misma semana ha cogido las riendas del bar-cafetería de la librería +Bernat de Barcelona.
La perspectiva de los años ha reconciliado a Carles con la profesión, aunque no comparte la cultura del trabajo de 24/7 que tenían sus padres. “Me doy cuenta de que aprendí muchas cosas gracias a haber crecido en un bar y haberme relacionado con adultos y con personas tan pintorescas. En ese momento me hacían gracia por su forma de ser, aportaban color al mundo gris y feo que veían mis ojos. Pero ahora soy consciente de muchas más cosas, como la red social tan bonita que se generó alrededor del Collado. No se juzgaba a nadie y había mucha comprensión ante las miserias ajenas. Definitivamente, conocer a personas que rompían con las normas establecidas fue determinante para mí”.
Toma nota porque a continuación vas a encontrar una lista de muy buenos libros para leer, o como es menester a estas alturas del calendario, regalar