Hace tiempo que no sienten las manos, llevan tres días caminando en la niebla y no hay forma de dar con la línea aliada y reintegrarse a su unidad. Tres artilleros americanos, uno de ellos arrastrado entre los demás, van dejando un reguero de sangre en la nieve. Los Panzer han salido de la nada, eran la misma boca del infierno y han deshecho su formación como si fuera un castillo de arena. Es 24 de diciembre del 44 y, ante la desventaja manifiesta de su ejército, Hitler ha concentrado sus efectivos en el oeste para golpear uno de sus frentes más frágiles. El ataque de las Ardenas ha creado un caos inmediato en las líneas y muchos aliados vagan por el bosque tupido que corre entre suelo alemán y belga.
Ralph Blank, un joven barbilampiño de Maryland, raciona la comida y los cigarrillos, se ha impuesto sobre los demás. No sabe cuánto tiempo pueden cargar con el compañero, pero tampoco sabe cómo se deja a alguien al pie de un tronco para que se desangre como un animal. Han discutido ardientemente pero seguirán caminando, Dios los debe guiar. Reza. Llora. Pierde la cabeza de vez en cuando pero no deja que los otros lo vean. El bosque debe limitar con algún camino, se dice, eso lo sabe cualquiera. Algún claro, alguna granja. Está muy harto de subir las rodillas para avanzar en la nieve pero ha descubierto que la mejor forma de lograrlo es no pensar. A veces llora y ya no se pregunta si es por miedo, por lástima o impotencia, sólo se recrea en el reguero tibio que cruza su cara y le da un calor efímero antes de congelarse. De pronto vislumbra un punto de luz y se detiene sin abrir la boca. No siente nada todavía, no se atreve. Se frota los ojos con el puño libre y despeja la escarcha de sus pestañas. Aquello parece una cabaña y parece habitada.
En la Nochebuena del 44 tres soldados americanos y cuatro alemanes se dieron una tregua al calor de una mujer aguerrida que les obligó a deponer las armas. Tenía gallo al fuego, un chaval de doce años y siete hombres que podían haber sido su marido. Me lo cuenta mi hijo después de ver el vídeo en YouTube y me parece más milagroso aún que nuestra Nochebuena. En sus fogones se preparaba el asado con patatas, en los nuestros: hojaldre de salmón y pulpo a feira. Aquello no era un fuego enemigo, era el fuego de la nostalgia, de la raíz. Esa madre frotándose las manos en el mandil fue por una noche todas las madres, las que cruzaban líneas enemigas y soportaban metralla o dedos congelados, las que iban con esos soldados de alguna u otra forma. Era el hogar que aquellos hombres echaban de menos con más ferocidad que la guardada para el enemigo, ¿volverían a conocer un mantel limpio, una madre sirviendo con el cucharón, el aroma de la leña ardiendo?
Esa señora desgreñada riñéndoles como a escolares para detener la gresca tuvo superpoderes. Se llamaba Elisabeth Vincken. Admitió primero a los americanos y luego a los alemanes, que habían seguido el rastro de sangre en la nieve. Cuando le preguntaron si había alguien más en la casa dijo que sí, tres hombres, “y aquí no va a haber ningún disparo porque es la noche santa”. Conocía el riesgo mortal que ella y su hijo corrían con esa frase, ¿qué instinto la guiaría?, ¿cuál era su gracia? Puede que les dejara gritar y apuntarse con los fusiles el tiempo suficiente, que los dejara entrar en medio de su salón perfumado, que esperase un instante antes de embrujarlos con el alivio del calor y el crepitar de la leña. Gallo cebado con patatas. Al gallo lo habían bautizado Hermann en honor a Hermann Göring. Imagino el olor de la grasa derretida excitando las papilas de todos ellos, ejerciendo una fuerza de gravedad misteriosa en la boca de sus fusiles.
Mi madre no es aquella alemana insobornable y cortante que imagino, pero también se ha curtido en dos años de pandemia. De algo hay que morir, repite como un resorte, y debo callarme cuando apunta que nadie sabe si tendremos otra Nochebuena como esta. Se pasa la semana atrincherada en su idea de hacernos sentar a todos en la mesa. Hay regalos. Hay buen vino. La niña ha puesto un árbol estupendo. Me tendré que pelear duro para que deje las ventanas abiertas.
Los días antes del 24 sufrimos varias bajas, alguno que otro informa de contactos con positivos, hay quien acumula hasta tres. Le pido una PCR a mi hermano y hay que esperar siete días porque no tiene síntomas, yo corro a por mi tercera dosis y la niña, que parece incubar algo, se gana una PCR en urgencias. La Nochebuena se acerca y parece que hundimos las rodillas en la nieve, todos resoplan pero nadie se atreve a tumbar el plan. Si me decido a desconvocar sentiré que les apunto a todos con un fusil temblón y tendré que bajarlo. Así que vamos adelante: siete comensales, siete pruebas de antígeno. Cuando la chica de la farmacia me llama para que recoja el pedido me dice que no diga antígeno en el mostrador, que sólo pregunte por el pedido. Stock agotado. Me lo sirve envuelto en una bolsa roja con motivos navideños.
Durante la velada en el Hirkenwald hubo tertulia y canciones, se chapurreó el francés y la lengua de signos. Mientras la anfitriona bendecía la mesa, su hijo recuerda que a los hombres se les empañaban los ojos, ¿a cuántos kilómetros de distancia estarían sus pensamientos? La anfitriona había exigido todas las armas para dejarlas fuera de la cabaña. Unos ofrecieron pan de centeno y los otros café instantáneo. Un alemán que estudiaba medicina examinó al herido y, a la mañana siguiente, les ofreció consejo para encontrar su línea. Se llevaron un mapa y una brújula de regalo. Después, cada uno dejó la cabaña en busca de su destino como haremos nosotros estos días que siguen, ¿quién va a llegar a enero?
La curva que se prepara es de aúpa y cada hospital prepara su artillería, pero ya nadie nos quita esa noche en familia. Se estiman en 15 los millones de españoles contagiados ahora mismo, pero sólo un tercio desarrolla síntomas, ¿quién sabe lo que lleva encima?, ¿hay una fórmula infalible?, ¿cómo se sale de este bosque? Se nos pide una vida social modesta pero cada uno la define por sí mismo. Seremos responsables, para variar, de las consecuencias de lo que pase. Vamos a tientas, pero cada uno se acaba comiendo al enemigo según su espíritu. Mañana será otro día, se repartirán brújulas y mapas, se deseará suerte al prójimo antes de retomar el camino. “Espero que un día volváis sanos y salvos a donde pertenecéis", les dijo Elisabeth Vincken a la puerta de su cabaña. Después los vería abandonar para siempre la tierra de nadie.