Algún día todo esto será metaverso. Esa es su primera rima: el metaverso es inevitable. Es internet, nuestro mito de Fausto. Nuestra realización personal, nuestra vida social, nada se escapa a esta procesión de mentes cautivas y de las que solo podría salvarnos un apagón solar. Con todos dentro, viviremos en el metaverso porque nuestra adicción al juego de la intimidad propia y ajena, la gamificación de nuestros pensamientos y experiencias, de nuestros proyectos y empresas, de lo profundo a lo cotidiano, ya nada se escapa a la posibilidad de estar conectado. Es superior a nuestras fuerzas, individuales y colectivas.
La rima primordial es inevitable porque Facebook –o sea, Meta– invirtió 18.500 millones de dólares en ello el pasado año. Solo en la investigación y desarrollo de las herramientas del metaverso (realidad virtual, realidad aumentada…), no en mejorar Instagram Insights. Y las cifras son importantes porque, para el sarcasmo, esa es la cifra casi exacta de lo que invertirá en I+D el Reino de España en 2022: 16.000 millones de euros. Con una pequeña y gran diferencia: todo presupuesto público es un unicornio contable; nadie ha visto uno que se ejecute al 100%. Y, aunque así fuera, comparen y agravien, porque cabe insistir en que hablamos de la inversión de Facebook solo en el metaverso versus la de España en materias como sanidad o turismo. Y Facebook no es el único caballo en la carrera. Ni fue el primero en salir de cajones, ni parece ser el que va en cabeza.
La segunda rima del metaverso es la gamificación de la vida. Solo hay que calzarse unas Oculus Quest 2 (las gafas ahora de Facebook) para, un instante antes de abrir los ojos, preguntarse cómo hemos llegado hasta aquí. Tu casa, tu ropa, una nave espacial en la que vives porque sí, un parque virtual lleno de árboles de hoja caduca sin caducidad. La consecuencia asumida del metaverso será la de convertir la experiencia vida en un juego 360º. Y acabará –si no lo es ya– siendo la perspectiva con la que uno se despierta cada mañana: pantallas, retos, mejoras, habilidades, recompensas y hall of fame.
La tercera de las rimas es la más obvia: el metaverso será el mayor escaparate de todos los tiempos. Algo así como si todos los días fueran días de compras en Navidad y al ir al centro de la ciudad no hubiera otra cosa que tiendas: los adoquines estarán diseñados, conociendo toda tu intimidad, para encaminarte a la siguiente pasarela de pago. Una Navidad perpetua sin olor a churrería -salvo que lo desees–, sin adultos en exclusión social molestándote por una limosna, un deambular sin sonido ambiente, frío, pero sin frío. Será además tú escaparate, porque aunque no tengas moneda virtual suficiente para comprar, lo que se ofrezca estará a un nivel perfectamente ingeniado para mantenerte en tu ciclo de producción-endeudamiento (y así hasta el fin de tus días orgánicos).
El metaverso es solo escaparate, aunque en todo centro comercial hay vegetación artificial para distraer la mirada. En la prehistoria del metaverso, o sea, ahora, ya hay conciertos (por ejemplo, de Ariana Grande) donde no llueve, ni hay chicos altos que te tapan, ni nadie fuma mientras charla de espaldas al escenario (y quizá ni siquiera canta ella porque, sinceramente, en lo virtual nada te obliga a estar). Allí las zapatillas valdrán lo mismo y, aunque nunca las toques, siempre estarán limpias. Podremos pagar por cambiar el color del cielo, porque será un poco como en los cuentos de Ted Chiang, así que no creo que nos sintamos mal si desenchufamos a nuestra mascota porque nos aburre y porque podemos.
El metaverso rimará con accidente con consecuencias positivas, aunque no se lo proponga. Una caída en el uso de transportes privados para casi cualquier cosa, por ejemplo. El anonimato extremo –que no incluye a los demiurgos de este videojuego ni a los gobiernos de convicción antidemocrática– permitirá que una ingeniera negra y trans pueda tener el mismo salario que un compañero con las mismas capacidades. Incluso, que le contraten. El género se diluirá definitivamente, como sucedía en el cómic Los sustitutos de Robert Venditti y Brett Weldele. La edad biológica, seguramente, pasará a un segundo plano y veremos hasta qué punto, precisamente, la sustitución de identidades nos permite asistir, no asistir, sustituir o ser sustituidos en el escenario de la apariencia virtual. Una de las primeras cosas que se han habilitado son las salas de trabajo porque, los datos personales son deseables, pero los industriales…
"El simple hecho de digitalizar algo conlleva vigilancia", dice la filósofa Carissa Véliz, autora del necesario Privacidad es poder (Debate), ¿pero notan ustedes alguna preocupación desde la gestión pública a que el metaverso lo ocupe todo? Y ya no hablo de la vida de las personas, me refiero a cierta protección de las construcciones comunes, públicas –instituciones– o privadas –compañías–. Se atisban inquietudes políticas por el algoritmo, que es como llegar 20 años tarde a la sospecha o 10 al hecho consumado. Tan tarde que en Europa han asumido que hemos llegado tarde a proteger a las personas frente a las megacorporaciones tecnológicas extranjeras (ojo, y nos dan por perdidos en público); ahora quieren, al menos, proteger a las empresas. Una cuestión de prioridades.
Vivir, relacionarnos y trabajar pasarán a estar bajo la tutela del metaverso, y quizá los parlamentos se den cuenta de ello cuando teleasistan a su escaño desde una plataforma privada con sede en la Costa Oeste de Estados Unidos, Shenzen o la Toyota Woven City. Sea desde donde sea, pagándoles un canon por existir y cediendo la data más privilegiada porque ya, es fundacional, es parte del contexto, es irreversible.
Teletransoportarse a diario molará, aunque no sé si tanto como ver a las culturales locales expresarse en el metaverso. Como un vestigio de otro tiempo, un último grito de cuando la vida física primaba sobre la virtual, nuestro metaverso será más bien Biotopía y mucho menos Exhalación. Será, eso seguro, una consecuencia de nuestra expresión artística y no de lenguajes de código. Será nuestro Fausto eterno o una versión de Snow Crash (la literatura es el Big Bang del metaverso), será Hitchcock o será Platón, pero será un catálogo de mitos, fábulas y alegorías. Lo de siempre.
Queda demasiado por saber sobre lo que otros planean para nuestra existencia, pero se viene (vaya si se viene). Nos quedan un par de cosas por hacer antes: la primera, decidir si protegemos a la generación Alfa o la convertimos en prisionera del mito de la caverna platónica. ¿Les ataremos de pies y manos y, como nativos del metaverso, les habremos abandonado sin presentar la menor oposición humana a la vida virtual? La segunda cosa que nos queda por hacer es dormir. El sueño es el último lugar donde somos ajenos a la exposición y venta de datos comerciales. Existimos ajenos al control, porque ya lo dijo Reed Hastings, uno de los confundadores de Netflix: el mayor enemigo del capitalismo de la vigilancia es el sueño. Y el metaverso no alcanza esa última frontera, aunque es terrorífico que la última forma de libertad y privacidad que nos quede sea la posibilidad de vivir con los ojos cerrados.
Sleep is my greatest enemy.
— Netflix (@netflix) April 17, 2017