El anticlericalismo sigue vivo en una izquierda partidaria de volar cruces erigidas en el franquismo. La cruz es símbolo de paz y reconciliación, lo contrario del odio destilado por Compromís y Podemos.
Jesucristo nació 1.892 años antes que Francisco Franco, y en Palestina, de manera que es difícil que llegaran a conocerse. Cristo, por tanto, para que no queden dudas, no fue franquista; por el contrario, Franco sí fue católico, aunque algún biógrafo suyo sostiene que no fue nada religioso en su juventud. Fue casarse con doña Carmen Polo y hacerse amigo del agua bendita.
Luego, cuando las cosas se torcieron en España y Franco fue el último general en sumarse al golpe de Estado contra la República, el gallego vio en la Iglesia católica un aliado natural para sus planes. Casi toda la jerarquía eclesiástica, con el cardenal Pla y Deniel a la cabeza, respaldó una guerra que bautizó como cruzada. Lo cierto es que no tuvieron demasiada elección: los estaban matando como a chinches. Partidarios de la República asesinaron a 7.000 religiosos, entre ellos trece obispos, durante la guerra civil. Fue la mayor persecución contra los católicos en el siglo XX, si exceptuamos la Revolución rusa.
A partir de los años sesenta, olvidado el servicio que Franco prestó a la Iglesia, la jerarquía eclesiástica comenzó a distanciarse de la dictadura. La celebración del Concilio Vaticano II así lo aconsejaba. Pablo VI fue elegido Papa, y el cardenal Tarancón se hizo con el mando en la Conferencia Episcopal. Proliferaron las comunidades cristianas de base, con simpatías por la izquierda. Parte de la Iglesia quería hacerse perdonar su pecado franquista. Entonces, un frío día de noviembre el general murió violentamente derrocado en la cama. Tras unos años de titubeo llegó la democracia de la mano de una Constitución que definía a España como un Estado aconfesional, no laico, como pretenden algunos.
En estos más de cuarenta años, la relación entre el poder político y religioso ha sido relativamente tranquila. Ello se explica por la mansedumbre demostrada casi siempre por los obispos con el Gobierno de turno, del que, ¡ay!, siguen dependiendo en lo crematístico. Desde la llegada al poder del siniestro Zapatero —un angelito en comparación con el presidente actual—, los gobiernos socialistas han legislado contra los católicos con leyes como la del matrimonio homosexual, la ampliación del aborto, la eutanasia, la ‘trans’, la de las familias y la de memoria histórica, hoy democrática.
En nombre de estas dos últimas leyes, criaturas luciferinas del sectarismo compartido con la II República, se propone la eliminación de cruces levantadas en espacios públicos durante el franquismo. A comienzos de este mes, el equipo del gobierno municipal de Castellón logró, por fin, la proeza de erradicar la cruz del parque de Ribalta, después de un largo contencioso en los tribunales.
“La alcaldesa de Monforte del Cid, de EU, no retira la cruz de los caídos porque, dice, es un símbolo religioso y no político”
Por suerte, no todos los políticos de la izquierda actúan y piensan de la misma manera. Así, el alcalde socialista de Elche, Carlos González, ha rechazado quitar la cruz del paseo de Germanías. Pero más destacable es la negativa de la alcaldesa de Monforte del Cid, María Dolores Berenguer, de Esquerra Unida, a retirar la cruz de los caídos en su pueblo, pese a los tres requerimientos recibidos del Senado para que aplique la Ley de Memoria Democrática. La alcaldesa alega que la cruz es un símbolo religioso y no político. Sólo aceptará eliminar o tapar las inscripciones franquistas esculpidas en la peana.
Desconozco si la alcaldesa ha actuado por convicción o por estrategia electoral en beneficio de su partido; en todo caso, reconforta que políticos de la izquierda conserven el sentido común y obren con responsabilidad en asuntos tan delicados, en que está en juego la convivencia.
De Esquerra Unida, el partido de la alcaldesa, procede el senador de Compromís, Carles Mulet (¿o es Maulet?), el mismo que, después sacar pecho por la retirada de la cruz del parque de Ribalta, pide que se vuele la cruz del Valle de los Caídos con “dinamita”. A Mulet (¿o es Maulet?) le pagamos, con nuestros impuestos, las camisetas de sus números circenses y su anticlericalismo bobalicón.
Este vivales de la política lleva de senador desde 2015. En realidad no se entiende el apego que le tiene al cargo en una institución perfectamente inútil, máxime cuando obliga a vivir tres días a la semana en Madrid, capital tomada por fascistas. Más le valdría regresar al Ayuntamiento de Cabanes, a la concejalía de Políticas Inclusivas y de Igualdad de Género, aunque cierto es que cobraría menos pero ganaría tiempo para seguir practicando el leonés.
No perderemos el tiempo en recordarle a Carles Maulet que la cruz es símbolo de paz y fraternidad, de reconciliación y compasión hacia los afligidos, todo lo contrario al revanchismo y el odio que él destila con sus discursos de vuelo gallináceo.
Al igual que la izquierda fanatizada de Podemos, el senador nacionalista es muy valiente al vejar el sentir de los cristianos. Sabe que tiene barra libre para hacerlo: mofarse de ellos y de sus símbolos sale gratis. Incluso te pueden premiar con una portada en El Jueves. No ocurriría lo mismo si hiciese escarnio de la religión musulmana. ¿Sería igual de machote, señor Maulet, exigiendo la retirada de la media luna en una mezquita? Piénselo bien, detenidamente, ahora que París ha conmemorado el octavo aniversario del atentado en la revista Charlie Hebdo.