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Cuando ETA era omnipresente

23/10/2021 - 

Han pasado diez años, que es mucho tiempo. Pero en el recuerdo parece incluso más. Estábamos viviendo los últimos compases del gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, en vísperas de las elecciones que le darían a Mariano Rajoy una victoria por mayoría absoluta. El país estaba inmerso en una grave crisis económica, producto fundamentalmente de los excesos en el mercado de la vivienda (no como ahora, que nos dicen que es momento de comprar y que la vivienda sólo puede subir y subir indefinidamente, aunque esté todo carísimo). Y en ese contexto llegó el final definitivo de ETA, que entonces no podía asegurarse, pero ahora, en la distancia, puede certificarse por fin.

ETA había estado muy presente -ominosamente presente- a lo largo de toda la etapa democrática española. Hundía sus raíces en el franquismo, y de hecho el que constituyó su principal éxito, el atentado que asesinó en 1973 al presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, se leyó durante mucho tiempo como un factor catalizador del cambio democrático. Sin embargo, ETA no desapareció cuando lo hizo Franco, y tampoco cesó su actividad al transformarse España en un sistema democrático dividido en autonomías que además permitía en su seno la convivencia de dos sistemas: el régimen general de las comunidades autónomas y el foral, que disfrutaban País Vasco y Navarra, este último un auténtico modelo federal con amplísimas competencias y capacidad de decisión para sendos Gobiernos autonómicos.

No sólo no desapareció ETA, sino que se convirtió, durante décadas, en uno de los principales peligros para el sistema democrático en su conjunto, y desde luego un factor perturbador de primer orden para la democracia española. Por los asesinados por ETA, más de 800, por la instauración de un clima social y político viciado y perverso en el País Vasco (y en algunos aspectos también en el resto de España), y también por los excesos y barbaridades cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado en su lucha contra el terrorismo etarra, que llevaría incluso a financiar sus propios grupos terroristas, que también cometerían asesinatos.

Esta situación también conllevó un vuelco absoluto de los medios de comunicación con todo lo que tenía que ver con el terrorismo de ETA y con el contexto político en el que éste se producía. El País Vasco se convirtió en España, durante décadas, en el principal foco informativo del país. Los análisis sobre la situación vasca, el conflicto político, la lucha contra el terrorismo, llenaban páginas y páginas de los periódicos y abrían los informativos de la televisión. Y no sólo en los peores años de ETA, cuando, a principios de los años 80, llegó a asesinar a cien personas en un año, sino también posteriormente a 1992, cuando, tras desarticular la cúpula de la banda terrorista en Bidart, ETA no logró nunca recuperar las cotas de actividad y de poder que tuvo antes. De hecho, el cambio de estrategia posterior por parte de ETA, que le llevó a asesinar a dirigentes políticos y periodistas, conllevó un incremento de la crispación política, siempre presente en relación con el País Vasco.

 Retrospectivamente, se puede decir que ETA nunca estuvo cerca de alcanzar sus objetivos, ni siquiera cuando su capacidad de matar o su apoyo social en el País Vasco alcanzaron sus máximas cotas. Su causa no contaba con una base social suficientemente amplia, y obviamente sus métodos (el asesinato y la extorsión) le enajenaron cualquier legitimidad que pudiera tener. Sin embargo, durante muchos años sí que logró condicionar, sobre todo en el País Vasco, pero también en el resto de España, la política española y la convivencia entre los ciudadanos.

La derrota de ETA fue un proceso largo y tortuoso, del que participaron la acción política, la acción policial (a veces, ambas confundidas), y la propia evolución de la sociedad. Es difícil decir qué día fue definitivamente derrotada ETA, aunque para mí hubo dos acontecimientos que certificaron su clara decadencia y anunciaron su final: por un lado, el asesinato de Miguel Ángel Blanco, en julio de 1997, que movilizó como nunca antes a la sociedad española, y también a la vasca, en contra de la banda terrorista, y redujo significativamente su apoyo social. Un año después, ETA declararía una tregua que se extendería durante más de un año, y que finalizaría abruptamente, propiciando un enfrentamiento con el Gobierno español, dirigido por José María Aznar, que se intensificó hasta niveles nunca vistos, no sólo contra la banda terrorista, sino también contra el nacionalismo vasco.

De hecho, ese caldo de cultivo explicaría en parte la situación en el que, en mi opinión, fue el canto del cisne del terrorismo etarra, a pesar de que ETA no participó en él (y que me perdonen los peones negros y demás conspiranoicos surgidos al albur de aquel terrible suceso): los atentados del 11 de marzo de 2004, que inicialmente el Gobierno consideró atribuibles a ETA. Esos atentados, a cuatro días de las elecciones generales, incrementaron la tensión política hasta niveles tampoco vistos en mucho tiempo, y no sólo por los atentados en sí, sino por la actuación gubernamental, que suscitó y suscita muchas críticas y dudas, hasta el punto de plantearse si el Gobierno no mintió conscientemente para dirigir las miras hacia ETA, la organización terrorista contra la que llevaba luchando años, en lugar de Al Qaeda, el terrorismo de raíz islamista que los ciudadanos podían considerar que derivaba de la participación española en la Segunda Guerra de Irak de 2003, empeño personal del presidente Aznar contra viento y marea, contra toda evidencia (recuerden las famosas armas de destrucción masiva, que según dijo Aznar tenía la certidumbre de que existían) y contra la opinión de una mayoría aplastante de los españoles.

Paradójicamente, aunque ETA no tuviera que ver con el 11M, esos brutales atentados certificaron que su final estaba próximo, porque evidenciaron hasta qué punto la violencia constituía, para una amplísima mayoría de la población, también en el País Vasco, un medio que invalidaba por completo el fin que supuestamente se perseguía (la independencia). Y ello, en un contexto en el que la banda terrorista ya estaba muy debilitada por décadas de enfrentamiento con el Estado y con continuas escisiones y deserciones en su entorno social, condujo a una segunda tregua ya en el primer mandato de Zapatero y a su final definitivo en 2011. Un final que, diez años después, es evidente que también fue una derrota para la banda terrorista, a ojos de casi todo el mundo (salvo del exministro del Interior y posible sucesor de Aznar en su día, Jaime Mayor Oreja, que va por ahí afirmando que ETA está "más fuerte que nunca" hoy, diez años después de desaparecer), y cuando lo que quedó de ella, su entorno y sus apoyos sociales, está nítidamente integrado en la acción política convencional y pacífica. Y tanto es así que EH Bildu lleva años formando parte de los apoyos parlamentarios del actual Gobierno español y su coordinador general, Arnaldo Otegi, ha aprovechado el décimo aniversario del final del ETA para pedir perdón a sus víctimas. No es poco lo que se ha logrado aquí, puesto que no hace tanto tiempo (a buen seguro que casi todos nosotros lo recordaremos) que ETA era uno de los principales problemas de la democracia española, si no el más importante.

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