Hace 20 años leí “Solas”, de Carmen Alborch. Fue un préstamo de una de mis mejores amigas y la obra me apasionó porque divulgaba planteamientos feministas de una manera amena y aplicada. Inmediatamente devoré “Malas” y “Libres” de la misma autora. Poco después, por un cumpleaños, la amiga que me había dejado los textos se presentó con un libro de autoayuda: “La reina que dio calabazas al caballero de la armadura oxidada”. La miré ojipática, pero me dijo: te va a gustar también. Acertó. Han pasado cuatro lustros y una de mis metáforas favoritas sigue siendo la brillante contraposición entre “reinas” y “damas de diadema floja” que hace Rosetta Forner. Como dice la autora, esencialmente (aunque no sólo) las primeras se diferencian de las segundas por la actitud. A mí, mi personal adaptación de esta divertida descripción me sirve para entender (y explicar) algunas cuestiones.
“Reinas” son mujeres, conscientes de lo que comporta serlo (incluidas las dificultades), que quieren asumir la responsabilidad sobre su vida y destino y que luchan por mejorar las condiciones: aspiran a la libertad y a ser tratadas en igualdad. Para ello necesitan erradicar algunos atributos (“débil” “frágil” “incapaz”) que culturalmente se han adscrito a una cuestión biológica (“sexo”) y que han derivado en superioridad estructural de los hombres.
Las “damiselas de diadema floja”, sin embargo, hacen “depender” su condición de mujer no tanto en la biología como en constructos culturales que ha ido conformando el “género”. Aunque no lo reconozcan, basan la especificidad del hecho de “ser mujer” en los estereotipos, que dicen querer erradicar, pero que necesitan seguir reforzando.
Pensaba en Forner esta semana a propósito de la dichosa baja laboral por la regla. Una norma que Irene Montero ha vendido como “derecho pionero” cuando en España nuestra Seguridad Social contempla una veintena de bajas incapacitantes debidas a la menstruación. El peligro es que la ministra plantea generalizar una situación dura que viven algunas mujeres y estigmatizar un hecho fisiológico que afecta a la mitad de la población.
El anteproyecto de la nueva ley del aborto, con esta medida incluida, nos convierte a todas las mujeres por el mero hecho de serlo, en enfermas crónicas potenciales. Ya lo decía Maite Rico en una brillante columna en El Mundo, que la ministra Montero lo ha dejado claro por si teníamos dudas: “Ser mujer es un asco”. La “licencia menstrual” es una anomalía en la Unión Europea, pero tiene precedentes en naciones que la crearon (al loro) para proteger la capacidad de las mujeres para tener hijos: China, Indonesia, Zambia, México o Japón. Precisamente en este último país se ha planteado su eliminación porque quienes la han usado se han encontrado con consecuencias como la discriminación y el señalamiento.
Entender la menstruación en sí como enfermedad de las mujeres (como signo de feminidad, pero, sobre todo de fragilidad, femenina) es sexismo. Sexismo benevolente, pero sexismo. Y no lo digo yo. Lo dicen Rachel Levitt y Jessica Barnack-Tavlaris, que publicaron hace dos años una investigación sobre el tema. Estas autoras señalan, entre otros, algunos problemas detectados cuando se ha usado esta medida.
-En primer lugar, la licencia menstrual (como tal, no las bajas que se derivan de enfermedades asociadas a la regla) perpetúa creencias sexistas: se acaba considerando a la mujer menos competente.
-En segundo lugar, esta licencia refuerza la creencia de que la menstruación es algo de lo que avergonzarse porque se debe mantener en privado (fuera del lugar de trabajo). Es decir: potencia el estigma.
-En tercer lugar, la medida consolida estereotipos, puesto que perpetúa las suposiciones de que las mujeres, por su mera condición biológica, no somos aptas para el lugar de trabajo.
-En cuarto lugar, al retratar un hecho fisiológico natural como una enfermedad, se potencia la medicalización de la menstruación y se perpetúa la creencia de que los cuerpos de las mujeres “necesitan ser arreglados”.
Las autoras apuntan que se requiere mucha más investigación antes de implantar esta medida. Ellas apuestan antes por cuidar los lugares de trabajo y equiparlos con salas de descanso para cualquier persona. Asimismo, recomiendan adaptar el entorno laboral, por ejemplo abasteciendo los baños con productos menstruales.
Quisiera terminar apuntando que los estereotipos tienen una función muy importante para la socialización y se transmiten de generación en generación.
Es una vergüenza que se nos identifique automáticamente con la fragilidad. No somos débiles, no somos defectuosas, somos mujeres. Cuando las niñas y jóvenes de hoy empiecen a trabajar, habrán asimilado que ser chica, por el mero hecho de tener la regla, es una enfermedad. A mí, mi madre (y los anuncios de compresas) me convencieron de que todos los días del mes podía y debía vivir igual. Lo de la “mayonesa cortada”, el “no poder nadar” o “dejar de hacer algo” eran cosas del pasado. Lo triste es que la cosa del futuro ahora es, ojo, que “no podrás trabajar”.
Una pena que este gobierno de progreso se empeñe en fabricar damas de diadema floja en lugar de reinas, tirando por tierra el trabajo de más de una generación.