La llamada comunidad internacional ha condenado los ataques terroristas de Hamás en Israel. Lo ha hecho de manera contundente. Pero este preciso instante es una nueva declaración del casi eterno enfrentamiento entre David y Goliat.
Israel ha declarado la guerra a Gaza, a toda Palestina ocupada. Y la mayoría del planeta aplaude esta decisión sin nunca jamás ponerse del lado del pueblo palestino, ocupado desde 1948 por los gobiernos sionistas.
Las comunidades palestinas, residentes en numerosos países y ciudades, tras el exilio forzoso que comenzara hace más de 70 años, siguen llorando a sus muertos. Siguen llorando la injusticia permanente de un pueblo abandonado a la suerte del poderoso Israel. Hablamos de conciudadanos de València, Alacant y Castelló. Muchos de ellos, con quienes mantengo un estrecho contacto, advierten que si Ucrania ha sido invadida por Rusia y ha merecido un total apoyo internacional, no entienden porqué no se ha hecho lo mismo con el pueblo palestino, ocupado violentamente por Israel desde hace décadas.
Israel viene estrangulando a la población palestina como país ocupado, extendiendo la represión y la violencia a extremos insoportables, desde hace décadas y bajo el silencio de la comunidad internacional, la misma que hoy condena la violencia palestina. Cisjordania y Gaza vienen sufriendo un goteo constante de ignominia, de vejaciones, de detenciones y secuestros, de menores, de mujeres, de mayores. Desde hace décadas.
La población palestina habita la cárcel más grande del planeta. Hay que vivirlo. Si eres una persona morena, con rasgos que pueden parecer árabes, sufres la mayor humillación al pasar por uno de los miles de controles, check points, de Palestina. En cualquier control. Eres intimidada a través de una maldita megafonía, te apartan sin dejarte, si quiera, mostrar tu pasaporte, te acosan y desnudan. Y quienes lo hacen son jóvenes, de dieciséis año que acaban de incorporarse al servicio militar israelí obligatorio.
Tras mi primera experiencia en uno de estos controles pensé que la vida de las y los palestinos era tremendamente dura. Cada día humillados y controlados. Un forma de violencia insoportable.
Hoy, como ayer, como siempre, siguen cayendo las bombas sobre el pueblo palestino en esta insaciable batalla de ocupación de Israel. Población civil y periodistas son el blanco de misiles en esta permanente “ofensiva en defensa de ataques terroristas”. Palestina es un apartheid, y cómo se defiende un apartheid, cómo sobrevivir sin la misericordia ni apoyo de esos países democráticos del primer mundo, de instituciones como la ONU o el Tribunal de La Haya que han ido condenando la ocupación y violencia de Israel. Es imposible. Es la soledad absoluta.
El mapa palestino se viene desangrando desde hace demasiado tiempo. Hoy todos los medios de comunicación hablan de guerra. Una guerra desigual. Quienes hemos viajado y conocido la realidad palestina, quienes seguimos en contacto con su población, condenamos toda violencia, condenamos los ataques de Hamás. Pero no podemos apoyar ni defender a Israel, un estado creado en el pasado siglo que ocupó territorios que no le pertenecían y que se dedicó a hostigar, expulsar y perseguir a los auténticos habitantes de esas tierras. Me duele el apoyo a Israel de tantos países, incluido el mío, porque nunca han apoyado a los más vulnerables, a los olvidados.
El mundo está hirviendo sin control, el mundo está siendo dominado por los siempre señores de la guerra. Ucrania es Palestina, como otros muchos países acosados por los poderes de siempre. Pero Palestina no recibe lo mismo que recibe Ucrania.
Palestina lleva sufriendo años ininterrumpidos de ofensiva militar, décadas de ignominia. Más de cinco millones de personas llevan 75 años esperando un reconocimiento a su situación y una solución.
((No olvidemos que entre 2008 y 2009, con la operación israelí “Plomo Fundido”, perdieron la vida más de mil palestinos en Gaza. Y no cesó la guerra, el hostigamiento diario y cruel que ejercen las autoridades israelíes contra Palestina. Y nadie dijo nada. Ningún país se posicionó.)).
Ahora, la complicidad de la comunidad internacional vuelve a ser evidente y el Mediterráneo, sigue sufriendo sin tregua el horror de guerras y de muerte. Tan cerca, tan lejos.
Llora Palestina y muchas personas lloramos con este pueblo que merece justicia y libertad, y el definitivo y contundente apoyo de la ONU y de la UE. Pero la crisis que nos ha atrapado entre sus garras vuelve frío y distante el corazón de la opinión pública.
Cuando hablo del pueblo palestino es preciso contar la realidad, la verdad, esa historia ignominiosa de la que son víctimas desde 1948. El pasado mes de mayo se cumplieron 75 años de la Catástrofe, de la Nakba palestina. Y hay que saber qué es la Nakba y sus consecuencias.
Ocupar Palestina para crear aquel estado de Israel, obligó a expulsar violentamente a centenares de miles de familias de sus hogares y de sus tierras. Era el contexto de la guerra árabe-israelí, con una Inglaterra que jugó muy sucio. Fue el viaje más largo, sin billete de vuelta, que se inició el 15 de mayo de 1948. En aquel momento, en aquel año, más de 700.000 personas se convirtieron en refugiadas, tal como nos recuerda UNRWA, la Agencia de la ONU para los refugiados palestinos.
El gran éxodo obligó a miles de personas a abandonarlo todo, sus casas, trabajos, estudios, la tierra y sus cultivos. Y se inició un lento proceso de división y dispersión de las familias palestinas.
Después llegó la Guerra de los Seis Días, el conflicto israelí-árabe que provocó el segundo éxodo de la población palestina.
Entre las miles de personas que fueron expulsadas y amenazadas por las armas a abandonar Palestina, se encontraba la familia de la que fuera diputada autonómica, y estimada amiga, Rosa Falastín Mustafá Avila, nieta, hija y sobrina de una familia del municipio palestino de Latroun que sufrió la violencia y se vio obligada a abandonar su tierra y sus recuerdos. La familia de Falastín, dispersa, pudo instalarse, con muchas dificultades, en Jordania. Y mi amiga, por cierto, no puede viajar a Palestina por su ascendencia familiar, no puede visitar su tierra de origen. Los documentos de propiedad de las casas y las tierras fueron arrebatados por Israel. No poseen nada. Y esto, sigue pasando.
Cada 15 de mayo se conmemora la Nakba, una fecha que tiene como símbolo sublime las llaves de las casas que las familias palestinas cargaron en 1948 y 1967 pensando que algún día regresarían. Nunca regresaron. Nunca les devolvieron aquello que les quitaron. Nunca se ha restaurado tanta ignominia. Un país palestino forzado al exilio y a romperse, para que el “nuevo estado de Israel”, convenido entre los intereses de varios países de Occidente y tras la Segunda Guerra Mundial, se instalara en una tierra que no les pertenecía.
Y así ha ido transcurriendo la historia, Gaza y Cisjordania son territorios ocupados, invadidos y acosados. He visitado en varias ocasiones Cisjordania, junto a la Plataforma de Mujeres Artistas por la Paz y contra la Violencia de Género. Hemos compartido el dolor, la rabia y tristeza de las mujeres palestinas, muchas viudas y madres de hijos asesinados, presos, secuestrados o desaparecidos. Mujeres valientes que siguen luchando contra la ocupación y la opresión de Israel, que protegen sus olivos, limoneros y los pocos acuíferos que no les ha arrebatado el gobierno israelí.
En Belén, una palestina cristiana, Marie, sufrió un enfrentamiento con unos soldados israelíes en un puesto de control. La respuesta fue la construcción de un tramo del muro de la vergüenza frente a su casa, aislándola de su huerto, sus limoneros y un acuífero que permitía el riego de ese barrio.
Porque la ocupación es así. Primero se expulsa a casi un millón de personas, arrebatando sus propiedades. Después se va ocupando el territorio, los cultivos, acuíferos, y acosando a quienes permanecen. Y, lo peor, se van construyendo grupos de viviendas de colonos judíos, la mayoría latinoamericanos, en las proximidades de ciudades y campos de refugiados palestinos. En Belén el entorno es brutal, las colonias judías son más grandes que los pueblos palestinos.
En Jerusalén pude hablar con unos jóvenes argentinos, judíos ultra ortodoxos. Me dijeron que Israel les ofrecía trabajo y vivienda para que se asentaran en la “tierra prometida”. Y lo hicieron en una bonita casa palestina de la que fue expropiada una familia por una licencia de obra para modificar los azulejos de la cocina. La municipalidad israelí nunca aprueba las licencias de obra de los palestinos, esta licencia fue calificada como ilegal, y se decidió expropiar la casa, ubicando a estos dos jóvenes. Pude fotografiar la realidad, los ortodoxos saliendo de una casa palestina, de la que son propietarios tres generaciones palestinas propietarias de la vivienda que se han instalado en su propio jardín. Es un ejemplo de las prácticas rutinarias de la ocupación israelí. Decir qué, después, la familia palestina fue expulsada de su patio, de su jardín. Ahora malviven en un campo de refugiados.
Cuando llegas a Hebrón, la bellísima ciudad histórica donde duermen el sueño eterno los Patriarcas, estremece la presencia del ejército israelí, a cada paso, en cada calle, en todos los momentos. Hay controles de acceso y salida en todo el municipio. Para cruzar algunas calles tienes que atravesar obligatoriamente los tornos metálicos de los checkpoint, esos controles humillantes que controlan constantemente el movimiento de la población palestina, a las mujeres que van a comprar al mercado y las niñas y niños que cruzan una calle para ir al colegio. Es la siembra de más violencia.
Hebrón es otro de los ejemplos de las prácticas sionistas de ocupación. Al igual que en Jerusalen, una licencia de obras para modificar un cuarto de baño es siempre denegada, generando una expropiación de parte de la vivienda porque hay irregularidades. Al final, la segunda planta de las casas palestinas en Hebrón están destinadas a los jóvenes ortodoxos que buscan la tierra prometida. En una calle de Hebrón es tremendamente doloroso convivir con estos ultras que propagan el poder de ser de esa tierra por encima del pueblo palestino. Es horroroso. Es otra de las estrategias sionistas, introducir a colonos en las calles palestinas.
En Qalqilya, ciudad habitada por más de 40.000 personas, solamente existe un puesto de control, de salida y de acceso. La ciudad está aislada, completamente controlada y rodeada por el gran muro israelí.
También he estado en el Campo de Refugiados de Jenin, al norte de Cisjordania. Fuertemente asediada. El mismo lugar donde fue brutalmente asesinada por militares israelíes, Shireen Abu Akleh, periodista palestina- estadounidense. Shireen, era una colega veterana, prestigiosa y referente de profesionalidad y honradez desde su puesto en Al Jazeera. Mi colega y amiga Lola Bañón conoció a Shireen, colaboró con ella y coincidió en Jenin en alguna ocasión.
Hay un compromiso permanente, y ese extremo dolor y rabia que sentimos muchas colegas desde el periodismo más comprometido con los Derechos Humanos. Y, desde luego, quienes hayan estado en Gaza y Cisjordania entenderán porqué tanta violencia y porqué continúa la impunidad de Israel.
En algún momento del contexto de este mundo de mierda que habitamos una supuesta Comunidad internacional debería concienciarse ante el dolor y la ignominia de las poblaciones sometidas, ocupadas, como está pasando en Ucrania, como sucede en Palestina y en otros muchos países latinos cuya población civil está muriendo por maras y otras dictaduras sangrientas. Hay demasiados países donde no vale nada la vida.
La primera vez que viajé a Cisjordania, hace alguna década, sentí la derrota del mundo actual, de los credos que predicamos el primer mundo y de los derechos que pregonamos.
Sentí que el mundo está podrido, que hay países, comunidades y grandes pueblos que no tienen derecho a la existencia, a la vida, al futuro. Y que nadie los apoya.
Nada sirve para salvar a Palestina. Nadie va a dar la cara por su bienestar, libertad, soberanía, independencia y por recuperar su estado anímico, por reunir a las miles de familias dispersadas por el mundo, muchas en territorio valenciano, por reencontrar esa diáspora tan dolorosa.
Palestina debe ser un estado libre.
Hoy inquieta pensar que no sepamos si hay fórmulas para salvar un planeta que se está inmolando, que sigue jugando al límite en un tablero que marca un maldito e incierto futuro, así como la vida y la muerte de miles de personas inocentes.
Termino con estas bellísimas estrofas de un poema de Mahmud Darwish, una de la mejores voces y palabras palestinas y árabes.
Añoro el pan de mi madre
El café de mi madre
Día a día
La infancia crece en mí
Y deseo vivir porque
si muero, sentiré
vergüenza de las lagrimas de mi madre