El 30 y 31 de mayo de 2013 la Universitat Politècnica de València ‘promovió’ (es el verbo que todavía cuelga de su web) dos galas benéficas en favor de Paco Sanz, “el hombre de los 2.000 tumores”. Ocho años después, el pasado mes de febrero, Sanz fue condenado a devolver unos 37 de los más de 260.000 euros que había estafado. La pena de prisión impuesta no le hizo pasar por la cárcel. Entre otros timados, Santi Rodríguez, humorista e impulsor de aquellas galas, pero también José Mota o Pedro García Aguado. Sus nombres, aptos para titular, no representan al grueso de personas afectadas por este ladrón que contó con una herramienta propia de su tiempo para ‘promover’ el fraude: las redes sociales.
Esencialmente, Paco Sanz utilizó cuentas personales de Facebook y Twitter. Allí colgaba los videos y mensajes de texto gracias a los que, con un público desprevenido ante las estafas digitales, acabó por arrastrar a decenas de miles de personas solidarias. Cabe recordar que fue la valentía de un periodista desconocido, Alejandro Ruiz, a quien le habían encargado escribir un libro sobre Sanz (para hacer más caja) la que desveló una trama tan patética como efectiva. El libro acabó publicándose, pero como reverso tenebroso de una mentira a la que nadie parecía ponerle freno. Sigue a la venta en Amazon, mientras que ese periodista, curiosamente, ha borrado sus perfiles en estas dos redes sociales.
A día de hoy, no encontrarán rastro de Paco Sanz o de aquellas galas de la UPV en Facebook. La red –o la defensa del condenado– han sido más precavidos que la institución educativa, cuyas acciones de promoción nos sirven para entender cómo algo próximo, la estafa de un vecino de la Pobla de Vallbona, puede acabar en juicio para la Audiencia Provincial de Madrid. Sirve como paradigma de esos instrumentos de apariencia inocua, pero de consecuencias (también las malas) similares a la de la vida física: las redes. Unas redes que, como les explicaba en la primera parte de esta opinión, a raíz de las Facebook Files destapadas por The Wall Street Journal, merecen otra percepción por parte de la opinión pública. Otra exigencia por parte de la presión pública hacia los gobiernos, de las instituciones jurídicas y hasta de los encargados de la seguridad ciudadana.
Hasta hace 15 días, Mark Zuckerberg, cofundador y presidente de Facebook, había conseguido una sola portada de la revista Time. De aquello hacía 11 años, pero tras la caída de sus servicios (Facebook, Instagram, WhatsApp…) durante más de seis horas, el pasado lunes, la influyente revista decidió encumbrarle para ser una de las contadas personalidades con dos portadas en su historia: una como hombre del año (2000), otra que invita a borrar su producto estrella (2021):
No se dejen engañar. Como decía hace unos días, Facebook está a varios años luz de desaparecer. El problema es, precisamente, el contrario: su omnipresencia, su monopolio global de la data en un mundo que se mueve en torno a la data. Pero debemos hablar de Facebook con más perspectiva, en otros sentidos. Porque esta caída en desgracia bien merece una reflexión en otras direcciones. ¿Es Facebook la serpiente de siete cabezas y atesora más maldad que el resto de multinacionales tecnológicas? ¿Seguro?
Jordi Pérez Colomé, desde la newsletter de Tecnología de El País, contaba hace algunas semanas cómo el opositor a Putin lanzó una app (en Android e iOS) para que los votantes de Rusia supieran qué voto era más útil en cada distrito. Una app llamada a movilizar el voto contrario al eterno líder –volvió a ganar; permítanme recomendarles un podcast– a la que el Gobierno ruso respondió tajantemente: que desaparezca. ¿Se enteraron de la noticia? Qué curioso. Qué curioso que empresas como Google o Apple asumieron ipso facto el mandato de un gobierno extranjero. Contaba Pérez Colomé que “Rusia presuntamente amenazó a empleados de Google en Rusia con persecución judicial individual si no retiraban la app y el vídeo (de YouTube)”. Por su parte, Telegram, rusa pero con un liberal súper libre al mando, recordó que la legalidad electoral en su país exige silencio en la intención de voto. Y ya.
Este hecho es una gota en mitad de un océano de sospechas que pueden distinguir a una sociedad libre de su contraria. Y no me fijo solo en Rusia o en Estados Unidos, ni pongo el foco de nuevo en los graves problemas a los que se enfrenta Facebook en los próximos meses; quiero pensar en una cultura empresarial, la de las tecnológicas-multi, y su forma de proceder sin escrúpulos hasta el mejor resultado económico. Pienso en las conductas que favorecen el ruido en las redes, que fomentan el odio (porque mejora los resultados económicos) y aceleran la desigualdad. ¿Es Facebook peor que el resto? ¿Y son los empleados de estas compañías el último eslabón antes de que los usuarios suelten las riendas de su propio control?
Hace unos días, en mitad de la newsletter de Axios, Sara Fischer se preguntaba por esto. En caliente, algunas voces parecían apuntar a la fortaleza y compromiso de algunos trabajadores de Facebook en este sentido. Es decir, a que la captación de talento y de ideas verdaderamente democráticas y liberales entre su plantilla, se había ido volviendo en contra de los intereses de la compañía (más a la contra de lo que sucede en otras compañías en el Valle del Silicio). La pregunta en voz alta sucedió antes de que la garganta profunda del WSJ, la mujer que llevaba meses filtrando la información en la que se basan las Facebook Files, diera la cara en horario de máxima audiencia. Y no es poca cosa, en horario de máxima audiencia (60 minutes, CBS) y a cara descubierta coincidiendo con la idea que algunas fuentes comentaban en Axios: la fuerza que las y los empleados de las tecnológicas estadounidenses ejercen a nuestro favor.
A falta de unos gobiernos (europeo y estatal) capaces de tomarse en serio la violación de derechos fundamentales (colectivos e individuales), estamos confiando parte de nuestro presente a estos anónimos trabajadores de las GAFA. Cuando Google claudicó al instante ante el Gobierno ruso tras la petición de retirada de una app y un video que podían movilizar al voto opositor, mientras la mayor parte de los medios callaron, sus empleados se movieron. Instrumentos de verdadero impacto como el documental El dilema de las redes sociales (Netflix, 2020) hubiera sido imposible sin la voluntad para reventar el sistema desde dentro de Jaron Lanier (ex Google y Microsoft, padre de la realidad virtual), Tristan Harris (exingeniero de Google) o, ahora, Frances Haugen. Debemos leerlos y pensar en Facebook. Pero no en Facebook como el mal único, sino como la cima de lo que representa. No en la compañía frente a la que nos desnudamos 2.800 millones de personas a diario (3.500 al mes), sino en las
facebook como estándar del modelo productivo. Esta sospecha es equiparable a la que la sociedad fue adquiriendo para calibrar el rol social de las tabacaleras, de los fabricantes de coches, de las cadenas de comida rápida... Debemos pensar en facebook porque son estas corporaciones las que están inspirando a las empresarias y trabajadores en su forma de entender el mundo. Si sostenemos una participación crítica, seguiremos estando a tiempo.